Algunas palabras sobre Y el todo que nos queda (poemas de amor) de Martín López-Vega (2023)

Aquellos tiempos convulsos, aquellos libros en DVD, todo era posible, la rebeldía era un pacto táctico, la preparación para el proceso creativo, delicado, pulido. Entre medio, durante, siempre, el amor. Un libro de poesía amorosa. Quizá sea el más complejo de los manuscritos, el más exasperante, anguila que busca lo cursi, burlona… solo un escritor con el pulso firme, con la sapiencia de Martín López-Vega es capaz de crear palabras conectadas, puzles simétricos entre el sentimiento y la sapiencia. Eso es Y el todo que nos queda, el nuevo libro de Martín López-Vega para Visor.

De pronto hemos descubierto que el amor es la rebeldía con menor reconocimiento pero que en su mismo fuego se opone de manera frontal a la morfología de la vulgaridad. Por eso Y el todo que nos queda es una montaña rusa, un viaje alrededor del tiempo y el espacio. Una exigente guía de exploraciones e imágenes para que el amor quede atrapado entre los versos como ámbar. Puedes sentirte identificad con un porcentaje mayor o menor de lo que Martín López-Vega escribe, pero tú también estás ahí o has estado o querrías estar. Yo tengo mi propia cápsula, Martín, ya te la conté cuando serví el té para los tres, al comenzar la lectura.

Nicole en el balcón. Nicole cantando Sin gamulán como una niña en una bailanta. Entre el latín y la física cuántica, los sabores abstractos. Falta el realismo: ¿perdiste el tiempo en experiencias a lo largo del mundo cuando solo necesitabas un balcón, una habitación de hotel reservada con mucho tiempo y diez minutos antes de madrugar? El tiempo invertido en contemplación, el tiempo robado a la prisa es el mejor de los amores.

Una lista: en mis cápsulas encuentro todo lo que quiero leer, ver y escuchar. Encuentro en el lunar la marca de Venus. Es el desacato. Resistencia entre los muros, ante los muros, el cuerpo se desliza, vencido, por el barro que provocan las tormentas del tiempo: “Subrayar un verso/como si fuera un aforismo”. Un viaje a Londres. Mitología antigua, religión creciente, todo va demasiado deprisa: “Mucho me temo que las tabletas que cuentan/la historia de Utnapishtim/se quedan cortas antes el nuevo diluvio”. Así que contempla el poeta su ayer, orgulloso de su victoria frente al tiempo. El cuerpo de la amada es una victoria. Repito. El hombre es pleno cuando no lamenta los minutos derramados, ni las arenas que se acumulan bajo los pies. Caminan los dos y el crujido que arrastran es la ovación cerrada del mundo que los recibe.

Vestidos como banderas, vestidos como se disfrazan los desnudos. Mujer, una obra de arte que alcanza su perfección en los sueños, allí donde el apetito es también parte de la poesía: “Tanta belleza me asusta: /¿Qué habrá hecho la noche con tu alma?” Como un listado imperfecto de metáforas, podría ser arte o tebeos o canciones de Gustavo Cerati. Todo vale porque es amor es la acumulación de los elementos que se evaporan. Tantos como puedan entrar en el cuerpo o salir del alma.

«El libro de Martín López-Vega es amor para el mundo. Amor sin cursilería. Un peso que se tiene entre las manos y se desliza. Antes de perderlo, ¿dónde ocultarlo? Amor que es natural, primer amor, amor de cometa, helado y con cola de fuego, amor de toma de tierra, ¿Martín, estaré siendo yo cursi? Si es así, disculpa».

Definición de cuerpo: “Incluso los órganos inútiles/duelen cuando se extraen”.

Aquel cielo de Magritte en Bruselas. Besé a mi mujer. Pensé en mi hijo antes de nacer. El libro, el Imperio de las luces. Los que parecían disfrutar del cielo eran los mismos que lo hacían del vino. Sin temer el choque con el suelo, embriagados como el ángel de Gustavo -otra vez Gustavo-, cuando se transmutó en la ciudad de la furia. Un mundo complejo, un mundo ahora acomplejado ante ti: “Es hermoso el mundo/Porque, aunque nada en él”. Una canción sobre Jonathan Vermeer, dulce como las galletas de los anuncios, los anuncios de yogures, cuando éramos niños, en la televisión. No te enfades, sé que no lo harás. Sé que estás conmigo en el arte intrínseco de la canción pop, Martín. Te sigo tuteando.

Barcos anclados frente al puerto de Lima. Mañana podrían estar en Puerto Madero. Justicia Poética, como la canción de La Costa Brava. Ahora te reirás de mí, porque encuentro todas las canciones de Amour Fou de Sergio Algora, nuestro Gainsbourg con cachirulo. Contemplar el tiempo, otra vez el tiempo y el amor, pasado como bastiones irreductibles de una adolescencia pesarosa: viajar al pasado y “Deshacer los nudos que hizo la adolescencia/en tu corazón maltratado/para llegar a este momento limpio y libre”.

De Brasil a Grecia. El poeta es ágil en sus viajes. Hace enrojecer al aprendiz de provincias, al marido de la historiadora de arte, al padre de un hijo con nombre latino. Ese, que soy yo, deja a su amor contemplando románico y mudéjar, mil veces repetido. Avergonzado. Amor en distintas unidades didácticas del curso de 2º de Bachillerato. Tú, el poeta que recorre el mundo con su amada para revisar que la belleza solo mejora. Para poder reconstruirla en un mundo nuevo done la luz muta su longitud de onda hacia tonos distintos: “Todo lo que guardamos para descubrirlo al mismo tiempo. Todo lo que nos espera para descubrirse a sí mismo en nuestra mirada justa”.

Pequeños detalles: las ortigas y el sueño profundo en Madrid. Poesía brasileña. Las gafas oscuras, tropicalistas, de Ana Cristina César. Me detengo, Martín: “Cuando arrecia el temporal/ y se quita los zapatos para caminar descalza/las tarde declara que nada en ella es prosa”.

Vuelvo a Buenos Aires. Camino en mi recuerdo. Aquella ropa, desde Ezeiza, sobrevuela el Once y el Abasto. Luca con una botella de vino barato: “Las niñas tardías/las ancianas anticipadas/las amo también”. Marte y Amsterdam. Vilma. La sencillez de la geografía en 1990, el mismo año de las piernas distantes y los primeros dedos manchados de tinta. Deja al poema, deja que el agua se lo lleve, ya soportaste suficientes tormentas en soledad. Hidra, una isla de olivos y vino, de burros y olivetti portátil. Cohen en calzoncillos componía con la muerte en un garaje helado. Decía que no extrañaba nada, solo, quizá, el cigarrillo con el que se fotografió en su último disco. El Mediterráneo te consume, como la ceniza, como el aire seco que bromea intoxicado: “Una isla/es el sueño de una isla/adivinada entre la niebla”.

Y yo, de nuevo, que amé a Cohen sobre todas las cosas, que bebí uvas negras en Lanzarote, pienso en San Borondón, como en el milagro de la Atlántida. Una isla, que, como un poema, como el amor, puede aparecer o desaparecer: “El instante venidero en que ya estamos/el porvenir que ya ha venido/y que todo nos queda”.

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