Antes de comenzar, si quieres leer algunas de las reseñas de los discos anteriores de Lapido, antes de Motel Margot, antes de casi todo: De sombras y sueños de 2010, Formas de matar el tiempo de 2013 y El alma dormida de 2017.
Con Lapido no puedes evitar sentirte siempre a su lado. Guitarra y pluma, pluma y guitarra. Nobleza de una ciudad que arde, el penúltimo aliento que cubrirá de ceniza el Albaicín. No hay más muertos que los que viven en esta sociedad de sesión continua. Pero hoy, hoy es tiempo de volver a ladrar. Al amanecer, al primer toque, una gotita de sangre en lo blanco del paladar. Dices que estás “Curado de espanto” y yo escucho que cantas sin miedo a ver a los ángeles aparecer en los cielos o a los demonios agarrándote desde debajo de la cama. Ya sabes qué te van a decir, ya sabes que el licor casero los mareará lo suficiente para que se confunden y acaben cada uno en tierras ajenas. Una vez más, solo una más y comienzo otra vez a contar. En la encrucijada de Robert Johnson te encontrarás, con una guitarra española de saldo, ahí marcarás con el pie un ritmo de tren, una puntada con hilo, cierra la boca, esto es un cuerpo viejo, como las maderas que se dejaron llevar ante la tempestad. Suave como el beso en la boca de dos ancianos que ya no recuerdan los años que llevan besándose, así suena “Arrasando”
Estoy escuchando “Malos pensamientos” y me doy cuenta que del pantano sembrado de malas semillas que Lapido ha alimentado estos años han surgido sus canciones pero también monstruos hambrientos como Guadalupe Plata o Leone, porque de Granada vamos a Almería y, entre medio, hay una Virgen que entiende el sarcasmo de la percusión y la medida de pasión que en su muslo ha anudado. No puedes buscar influencias en un disco de Lapido porque él mismo es el canon, los demás copian. Claro, me hablarás de Joe Strummer o, más adelante, quizá, de las guitarras de Gram Parsons mirando el cielo del desierto del Joshua Tree. Pero eso, está muy visto. Hasta la cantante de Boss Hog miraba con apetito a Lapido aún teniendo a su diestra a Jon Spencer. Quizá marchar más atrás, velorio y callejuelas sin asfaltar, radios y coplas, ahí está la pared donde apoyar tu alma cuando escuchas “De cuando no había nacido”, donde solo la voz cálida se eleva sobre las pinceladas de piano y guitarra, la señora Piquer electrificada. Ya lo hizo el amo de los venenos, don Javier, cuando visitaba a Juanito Valderrama y le ponía por guitarra y tormento sus tonadas.
Sí, claro, los Flying Burrito Brothers, en el desierto los pedales de metal se oxidan por el uso, hay una guitarra rítmica que promete futuros inesperados en “Antes de que acabe el día” que se entremezclan con armonías de voces: tres acordes, dos lunas en el cielo, Federico García Lorca resuelve ecuaciones que modelizan el infinito que está por llegar. “Creo que me he perdido algo”, un poco de Joe Bataan, algo de Harlem, cuando Willie de Ville cambiaba su sangre con los demonios y ellos salían perdiendo. Mira qué gamberro el maestro Lapido con las percusiones mientras sostiene una nota en su guitarra eléctrica afinada según las enseñanzas del ratón Jorge Santana. Estoy en “De noche la verdad” y vuelvo al cielo, a los ángeles, a la picazón del terreno baldío. Tres razones: amor, alcohol y luna. Pienso que el desierto no es más que mar que acabó bebiéndose todo por pena. Escuchar el órgano hammond, como un mentiroso en un guariche, haciendo pagar la cuenta a las guitarras acústicas. El lugar se ha encendido como si los hermanos Fogerty se volvieran a encontrar y decidieran dejar atrás los malos humos de los años. Estoy con “Nadie en su sano juicio” y tú ves unicornios, yo políticos incorruptos, como santos que se quedaron atrapados en una isla del Pacífico. Un burro y una bolsa para aguantar la resaca en el avión.
Escucho “No hay nada más” y me doy cuenta de que el ruido y la furia siguen siendo el combustible básico, grupo electrógeno para cuando llegue el apocalipsis global, el piano y la guitarra, carbón milenario que se convierte en diamante. Millones de años para convertir en preciada una mina de lápiz. Poco queda que no sea una cuartilla: donde el sueño es un animal herido, allí donde los versos llegan hambrientos. A medio camino, tropezamos en el final, “Uno y lo contrario”, Lapido sigue buscando sus propias tablas de la Ley. Escarba con la guitarra, escarba con la pluma, descarga sus dedos eléctricos en el terruño en busca de algo con lo que estar de acuerdo. En su ciudad cada día busca la verdad, en cada vía muerta, en cada garaje abandonado, llantas que arden y se rodean de perros todavía rabiosos, a pesar de la edad. ¿Sigues buscando luces de ciudades en llamas? No es una canción pop sin más. Es tu canción, maestro.
Y te despides, como siempre, cada cierto tiempo. Volverás a la carretera, cantarás los viejos blues y las nuevas tonadas, pero el disco, el momento íntimo entre el acetato y el oyente, entre tu voz atrapada y mi oído enganchado al alma… eso se acaba. Cierre con básicos arpegios de guitarra, un profundo calvario, con la suave batería, el piano fantasmal, el soniquete de la nana. “Tiempo muerto”, como si nos pidiera un segundo de tregua. José Ignacio, maestro, llevas conmigo toda la vida, y más vidas con otros como yo y con otros que se fueron y otros que vendrán. En algunas canciones me conoces mejor que yo mismo, ahí, entre los versos y las sustancias, hay un diario listo para ser quemado.