Las traducciones de Félix Romeo (tercera parte)

Aquí puedes leer la primera parte y la segunda parte

Collages de Rosina Abós
Ilustraciones de Lina Vila
Recortes de Zona de Obras
gracias a Inés por la ayuda con el texto.

Ahora qué… ¿es este el mismo verano con el que soñaste, Félix? ¿y yo? El mío se empieza a parecer bastante al de una persona que no recuerdo haber sido... pero que me agrada. Es verano y escribo a pesar de los dolores y te encuentro en las palabras de otros. Te recupero en Natalia Ginzburg, te descubro en Ondjaki. Mientras busco en mi archivo, encuentro un libro que me pide reseñar Rubén para Zona de Obras. Se llama Todas nuestras maldiciones se cumplieron de Tamara Tenenbaum. Me doy cuenta de que he escrito mal el apellido y en el texto pone Ginzurg. No sé si me paso de listo, pero escribo: <> y pienso que podría valer también para Sagitario. Escribir sobre Ginzburg es absurdo, hay gente mucho más erudita que yo. Prefiero buscarte entre las fechas y las casualidades, en el terreno que he heredado. Compro la edición de Espasa el 26 de junio de 2020. Uno pocos días antes de terminar el curso 19-20. Es el de la Pandemia. Mi padre ha estado enfermo. Le han detectado una endocarditis. La misma enfermedad que Sergio.

Han pasado dos años y mi padre ha vuelto al hospital. Aquel verano fuimos a Soria toda la familia, mi hermana, su marido, mis padres, mi mujer… mi hijo. Estaba obsesionado con el viaje que hiciste con Ismael Grasa a Soria siguiendo los pasos de Peter Handke. Leí el artículo que apareció en Letras Libres y me compré en la librería Las Heras de Soria varios libros de Handke. Algunos todavía no los he leído. El día que compré por internet Sagitario también me hice con uno sobre la historia de la Vuelta Ciclista a España. La librería se llamaba El Sueño Escrito. Está en Villanueva del Camino, en Barcelona. Me costó todo quince euros.

«Aquel verano, en aquella casa rural cerca de Soria, leí a Umbral, Mariano Gistaín, Ramón Acín y dos libros de Ramón J. Sender, Imán y Mr Witt en el Cantón. Es mucha casualidad. Como estar en Soria. O cerca. Y encontrar el restaurante chino. Y no escribir sobre Sagitario».

Terminé de leer Sagitario el 20 de julio de 2020. Mañana hará dos años. Lo recuerdan las redes sociales. Pienso en tu obsesión por lo italiano, por Franco Battiato, Paolo Conte y los helados. La versión de Azzurro que hizo Ángel Petisme en la presentación de tu libro póstumo, que ya había grabado en Cierzo y en una sesión del Diario Pop de Jesús Ordovás en Radio 3. Me gustaría estar contigo y hablar de Fabrizio de André y de su disco Storia di un impiegato y las versiones de Leonard Cohen en italiano o de Lucio Battisti, incluso de Lorenzo Jovanotti.

«El libro que compré de segunda mano tiene una larguísima dedicatoria firmada por alguien el diez de enero de 2005. El que la escribe quiere que la destinataria y Natalia se hagan amigas en un futuro. Suena a amigo que desea algo más. Suena a que la cosa no funcionó en absoluto».

Sé que no estoy hablando del libro, ni de tu traducción. Hace unos meses, quizá ya un año, sí, un año ya, Acantilado reeditó el libro con otra traducción. Andrés Barba. No sé quién es. Cuando me enteré me supo un poco malo. Me enfadé en realidad. Pero luego, dándole vueltas, me he dado cuenta que eso hace todavía más única la edición que tengo.

La tuya, la que está manipulada por ti, con tus palabras transpiradas, como en un trance… en tu necrológica en El País alguien escribió: <>. Ignacio Martínez de Pisón escribió en Letras Libres: <>. El 31 de julio de 2010, diez años antes de que terminara de leer Sagitario escribías en el Cultural del ABC en un texto sobre Diana Athill: <>. También en El Heraldo de Aragón escribes sobre una novela de Soledad Puértolas: «Una novela en la estela de Léxico familiar de Natalia Ginzburg, en la estela de las novelas de Anne Tyler. Cortes de la vida, donde es tan importante lo que se cuenta como lo que no se cuenta. Sin tramas, sin adornos. Con una luz oscura, que extrañamente ilumina». Leo a Aloma Rodríguez y Elena Medel hablando sobre Natalia Ginzburg hoy y mañana, y me doy cuenta de que lo que hay en esas páginas ya no es propiedad suya. Eres tú. Y lo guardo.

Y llegó a mis manos el libro, Y si mañana el miedo. El autor, Ondjaki es un angoleño que nació un año antes que yo. Podría ser un español publicando en Angola. Podría ser el verano de 1992 cuando pusimos a aquel país en el mapa. El libro está editado en 2005 y la portada es de Lina Vila. Conocí a Lina una noche en el Mar de Dios. Los garitos están cerrados, tú, Félix, ya no estás y Ángel Guinda, el que homenajeado aquella noche bebió la vida hasta hartarse de muerte. Un café en el centro de Zaragoza, los ojos de Lina en su taller, mi mujer, mi hijo, los profesores de instituto que seguimos en la pelea contra la vida. Era 29 de diciembre de 2007. Recitabas como si tuvieras que imponer tu voz por encima de los últimos recuerdos de las balas. No encuentro ninguna noticia en la red de la presentación del libro.

Me encuentro a mí mismo escribiendo sobre ti y sobre las traducciones. Leo en el hospital, leo frente a mi padre que mira con el antibiótico pegado a la vena, como en la canción Duerme de Sergio. Me detengo un minuto y hablamos de la muerte de García Castany. Hablo con mi padre de la Feria del Libro de Madrid y de cómo fui a ver a los editores aragoneses, como estuve con Raúl y con Fernando. Mi madre había recogido el libro en Antígona. La sangre de mi padre, contaminada, roja como la portada del libro. Leo los relatos de Y si mañana el miedo como quien ve los últimos capítulos de una serie que ha entrado en vía muerta. ¿Qué me quedará después de esto, Félix? En el libro, en el primer cuento, canta Adriana Calcanhotto, Sudoeste y pienso que la Guerra de Angola fue como la de Marruecos, que la distancia no es un abismo y que el muchacho que escribe y el hombre que traduce siguen escuchando balas rebotando e historias que se rompen como espejos. Sentirse en una vida civil, invadido e invasor. Los cuentos supuran magia y misticismo, desesperación y mecanicismo celestial: máquinas imposibles heredadas de Borges y Aira, la metáfora, la memoria que guarda y espera. Máquina que recorre largas distancias pedaleando. Ácido láctico y vapor. Ver e irse, la gran metáfora del hacer.


«Un corazón de cerdo, el doctor Mabuse que lee a Federico García Lorca. Félix en la noche de los corazones busca felicidad en un mundo delicado donde la gasolina y el carbón son la sangre que da vida y recibe muerte. Qué roja es la ilustración de la portada, con los pájaros negros de linóleo, con las ramas de oscuridad, de savia mezclada con queroseno».

Un colchón y un cartón, dormir sobre las estrellas: <>. Aquel niño no conocía la canción de Paolo Conte, la canción de Adriano Celentano. Me escuchas, amigo, he grabado una cinta y ahora suena: <>. Son cuentos cortos, cada vez más cortos conforme avanza el libro, como si el relato quisiera convertirse en una poesía. A veces se olvida el portugués y solo me imagino el castillo de naipes y versos sobre el que construías el libro, Félix. En Los paseadores hay algo de crueldad en lo arbitrario, viejos y perros, perecederos, el final de la vida. Vuelvo a Borges, vuelvo a mi padre. Como en La confesión del encendedor de farolas que es una sucesión de sentencias impactantes, como la luz que explota en mitad de la oscuridad: <>,<>, <>. Es un largo poema en prosa, el anciano que se resiste, que justifica su partida con la muerte en trozos pequeños, como una partida de damas, al final tus manos serán las que den luces o las quiten.

«Pienso en ti, Félix, en tu vida de noche, en el hogar lleno de libros, en las farolas eléctricas de las calles de Madrid, en las luz de la televisión en silencio, el agua tibia que duerme sobre la mesa mientras él trabaja. Félix traduce la vida del hombre que mira el puerto, que adivina personajes para historias que nadie contará».

Los pájaros, como en la portada, sostienen sangre negrísima en el pico. Dicen que hay pájaros que traen esperanza en el pico como los barcos traen mercancías. Un piloto japonés que promete volver en sueños, como hacéis los amigos ausentes, cada vez más desplazados, cada vez más tiempo sin vosotros que con vosotros. En el cuento Tres relojes y una luna llena uno descubre que si la luna brillara un poco más la noche correría el riesgo de desaparecer, preferiría su apariencia nocturna. Volvemos a las máquinas fantásticas, al mecanicismo mágico, con una máquina que resuelve dudas y tú, en la pregunta de la encrucijada hablas con el demonio que hechizó la guitarra de diez dólares de Robert Johnson. El encuentro puede acabar siendo un final agridulce. ¿Tu viajarías a Senegal y te armarías de opio y vacunas?

En la segunda parte, Conchas oscuras, todos los términos están desordenados, la vieja del cuento se ha adelantado quince años a la Enríquez y todo parece Santa Muerte, piel y tiras, la noche, ya lo sabes Félix, es una balanza manca y si dejas que los mosquitos se atiborren de tu sangre tú podrás dormir más descansado.

Todo se oxida, también los corazones, se usen mucho o se usen poco. Por eso hoy termino, con mi padre y los lunares de su antibiótico, leyendo la prensa del día. Yo esperando que recuerde la alineación de su vida. Todo corazón usado en exceso corre el riesgo de explotar, todo cuerpo que permite entrar la belleza en demasía puede acabar explotando. Mi amigo, mi maestro, qué haré ahora. La fiebre del oro ha terminado, es momento de volver a casa.

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