Las traducciones de Félix Romeo (segunda parte)

Collages de Rosina Abós
Ilustraciones de Lina Vila
Recortes de Zona de Obras
gracias a Inés por la ayuda con el texto.

La culpa de todo esto la tiene Fernando Sanmartín. Escribo sobre cosas que creo que le interesan. De esto estoy casi seguro. Estas páginas que escribo para él pero también para mí y, quizá para otros lectores, no son más que una sucesión de imágenes evocadoras, porque, si antes he dicho que los mejores libros son aquellos que te acompañan, también tienen que ser aquellos que te evocan otras historias, que son como ríos que se ven durante unos kilómetros para luego desaparecer con más fuerza o como un hilillo, de agua pero que tú, mientras lees, sabes que está allí, la historia, el escritor, las palabras. Por eso estas páginas son para Fernando porque es su libro el que me ha movido a este lugar donde les invita mi memoria o donde Fernando me anima a que vaya. Estoy en la repisa de las traducciones.

La última será la tercera. No busco el orden. Busco la pasión. Busco a Félix entre las palabras que tradujo: Una de sus traducciones más lúcidas es Trabajos forzados, los otros oficios de los escritores, original de Daría Galatería y que apareció en el año 2011 de la mano de la editorial Impedimenta. Es el mismo año de la muerte de Félix. Lo compré el 17 de enero de 2021, diez años después de su aparición. A una librería de Toledo. Me costó menos de veinte euros y llegó en unos diez días hasta Ateca. Enero de 2021 es el mes de la tercera o de la cuarta ola, uno ya no está seguro de nada.

«Solamente recuerdo que, al leer las distintas historias de los autores tratando de sobrevivir en mundos pretéritos, pensaba una y otra vez que ninguno de ellos habría imaginado nunca la posibilidad de la mascarilla FPP2, la distancia de seguridad y una pandemia mundial. Sus vidas, llenas de viajes y vaivenes, de miseria y picaresca, estaban llenas de sablazos, abrazos, hijos y amigos».

Maxim Gorki, el escritor con el que se abre el libro, recorre ciudades con nombre de equipos de la Superliga rusa de baloncesto: Unics Kazan y Nizhny Novgorod, usa kopecs y rublos, trabaja a orilla del Volga y siente en sus venas la palpitante llegada de la Revolución Rusa. La lectura de Taras Bulba lo hace llorar. Los escritores, en sus trabajos forzados, siempre sufren de malas pagas y jefes dictatoriales, pero se las arreglan para tener horarios largos con muchas horas muertas en las que escaquearse para leer y escribir. Muchas de sus obras están manuscritas junto a fuegos industriales o candelabros vigilantes y siempre al borde del despedido.

Jack London, cualquiera se lo podría imaginar por el magnetismo animal que desprende su obra y el halo de su figura, fue capaz de estar treinta y seis horas frente a una máquina de enlatado y el olor que impregnaba su cuerpo era el de las escamas del pescado, el del hielo crujiente que se estremecía bajo el peso de los perros alobados y los trineos. London se decanta por el Leonardo DiCaprio ganador de Óscar más que por el Chris Stevens -de Chris por la mañana en Doctor en Alaska-, Klondike durante la fiebre del oro, apalear focas, el estrecho de Bering y la península del Yukón. Su vida es su obra. Los editores dudan. Él empeña un chubasquero y sus botas. Es una manera de que no haya vuelta atrás. Termina siendo el escritor mejor pagado de su época.

Leo los últimos libros de Impedimenta. Aloma Rodríguez me recomienda Malaventura de Fernando Navarro y me deja impactado, contra la pared, con la sangre del Hudson mezclada con la última ronda en la frontera. Como cuando encontré un dibujo infantil de mi padre en el que había un sheriff y un cartel en el que ponía Texas. Hablo con Enrique Rendel, el editor de Impedimenta, y me envía Sinsonte, la novela de Walter Tevis, una distopía científica y aséptica, de esas que tanto me gustan. De esas que Félix permitía, de las que aparecían en el diccionario incompleto de ciencia ficción de Letras Libres. Ya vuelve el verano. Quizá hayan leído cómo le hicimos un hueco a Walter Tevis en Motel Margot.

Igual que hay proyectos de obreros-solamente proyectos, el vicio de la escritura es siempre demasiado fuerte para una dedicación manual completa-, también hay hijos de empresarios y dueños de fábricas: Italio Stevo conocía el olor de la trementina que se usaba en los centros de producción de los que era responsable, aunque él prefería pasar largas temporadas en Londres aprendiendo inglés con James Joyce como profesor particular. Raymond Chandler, tras esas novelas de tipo duro, aprendió contabilidad por correspondencia y durante el boom petrolífero de Los Ángeles trabajó cómo contable para empresas del sector.

«La parte de ser un tipo duro en la que más se involucró fue en la de trasegar whisky. Lo prejubilaron con menos de cincuenta años por la mezcla de ausencias continuadas del trabajo, con llegada de la Gran Depresión y una innata capacidad para importunar a sus compañeros de oficina, a los clientes y al que vendía perritos calientes en alguna encrucijada de calles».

Con cien dólares de pensión y volviendo al aprendizaje por correo empezó a ver como su reflejo en el espejo le devolvía la imagen de Philip Marlowe en un carrusel de rostros: Humphrey Bogart, James Garner, Robert Mitchum, Joey Bishop, James Caan, Elliott Gould y Danny Glover. Sí, Danny Glover hizo de Marlowe en una serie de los noventa unos años después de ser el tipo que se quedaba sentado en la taza del váter en la segunda entrega de Arma Letal. Esta última idea le producía escalofríos a Chandler y le llevaba hacia las dulces y comprensivas manos del escocés con hielo y un dedo de agua.

 

Daria Galarreta es italiana y nació en 1950, cuando el joven poeta ya había dado nombre a una Generación o, por lo menos, soñaban con ello los profesores universitarios teóricos de la literatura. Paul Claudel estuvo en China y Franz Kafka enarboló la bandera del aburrimiento burocrático en Praga: seguros de vida, instituciones para la cobertura del trabajador en caso de accidente laboral, una mutua llena de personajes con esencia entomológica que abrirían la mente del escritor hacia múltiples extremidades y exoesqueletos matutinos. Salía a las dos, dormía un poco de siesta y escribía. A Thomas Eliot le incluían una comida en su primer trabajo como profesor en una “Grammar school”.

«La docencia es una de las más apreciadas compañeras del escritor. Siempre tienes a mano papel y bolígrafo y tus dedos están acostumbrados al paso de las hojas de los distintos libros que manejes».

Pero Eliot, a pesar de que su profesor en Harvard, Bertrand Russell le anima a continuar la docencia y dar el salto de la secundaria a la Universidad, se decide por la banca. Sí, un banquero en la sección de comercio exterior, donde se vale de su facilidad para los idiomas y entabla relación con distintas lenguas. El español, portugués o francés de Eliot están circunscritos a términos financieros y de cortesía, pero él disfruta. Su vida en Londres se altera con la guerra, es 1918 y su amigo el poeta Ezra Pound detiene sus envites hacia el cuerpo de espionaje e inteligencia. Finalmente es reclutado por la Navy y al terminar la contienda nadie le ha guardado sitio en el banco. Encuentra su lugar como editor y encargado de cuentas en una editorial de poesía. Las piezas encajan. No todo el mundo tanta suerte. Sobrevivir a chicos de instituto, empleados de banca, una Guerra Mundial y sacar adelante los números de la venta de libros de poemas no está al alcance cualquiera.


Quizá el caso más curioso es el Colette. Nunca hizo más que escribir. Pero de su personaje hizo negocio. Vendió productos de belleza, inauguró el merchandising literario, viajaba con dos amantes, uno de cada sexo-entonces solo había dos-, y acumulaba encuentros perfumados en distintas ciudades francesas mientras el siglo XX bostezaba, bebé hambriento de modernidad, sin guardar nada hasta la Gran Depresión. Aunque más complicado es encasillar a Lawrence de Arabia. Podemos colocarlo en la categoría de diplomático, también en la de vagabundo del Dharma, soldado y espía. Los siete pilares de la sabiduría los escribió con arena del desierto en las babuchas y sin saber muy bien quién era el amigo y quién el enemigo. Su final en los cuarteles de la RAF en Londres, convertido en lo más cercano que había en la época a una estrella de rock, perseguido por primitivos tabloides, es un cierre extravagante a la altura del que es más mito que escritor.

Félix acumuló vidas de Santos, muertos de hambre y escritores. Una mezcla de todos. Entre Biblioteca de Gonzalo Tavares y Trabajos Forzados de Darío Galatería hay una unión interna, una tubería que recorre el agotamiento de la profesión, la creatividad enclaustrada…pero también esa voracidad de Félix por construir la obra a través de la vida. Ahora pienso que yo estoy haciendo algo parecido. Estoy reconstruyendo su vida a través de su obra.

Me queda Sagitario de Natalia Ginzurg y y la novela Y si mañana el miedo. Próximamente, la tercera parte.

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