Algunas palabras sobre Toma de tierra de Bruno Galindo (Libros del KO, 2022) -tercera parte-

Aquí pueden leer la primera parte y aquí la segunda parte. Y pinchando en este enlace la sesión que preparó el maestro Luis Lles para la presentación del libro en Monzón.

Llega el momento de la verdad. En la Facultad de Ingeniería, segundo año, teníamos por fin clase por la mañana en la clase de química orgánica nos sentábamos en la parte de atrás con el Zona de Obras abierto sobre las rodillas leyendo el análisis de las canciones de Honestidad Brutal una a una. No entendíamos las aguas turbulentas en las que el comandante Deep Camboya empezaba a meter los dedos de los pies.

Pero sí que hacíamos suposiciones de cómo sonaría el relato de Javier Corcobado -otra vez Corcobado-, que Calamaro había recortado para obtener la letra de Hay. ¿Solo eso, Octavio? Esa era una parte. En la misma revista preguntaban qué era eso de Internet.

Canciones de camiones, como las de Miguel. Me faltaban cuatro o cinco años para viajar a Buenos Aires y entender aquello de la estrella de seis puntas. Pero es que estoy hablando del disco anterior, de Honestidad Brutal y tú hablas, tú escribes sobre Calamaro cargado de cintas de casete compradas en bazares chinos y las casas pintadas de negro, con estudios portátiles, con documentos de word abiertos donde la gente escribía frases como si fuera un cadáver exquisito grafitero.

En esas cintas magnéticas se acumulan canciones y canciones. Todos apostábamos por hacer el mejor Salmón de todos, nos flipaba que Bunbury hiciera una parte de “All you need is pop” al principio de Alicia en directo. El mejor Salmón de todos está todavía por pasar por la plancha. No supimos hasta décadas más tarde que Calamaro había grabado una de las mejores versiones de los Redondos, Superlógico en aquellos meses de bucle. Merca viene de mercancía.

Leo la biografía de Loquillo y de cómo grabó las voces sobre las pistas de las demos de Pepe Risi en Cuero español y cómo dejaron el recitado de El mago merlín o el Muro de Berlín, Angela Davis. Diego. Rima en consonante. Bolsas de supermercado llenas de cintas. Cintas que se venden como bolsas de supermercado.

David Bowie. Hace unos párrafos volvíamos a ello. ¿Dónde estabas el día que murió Bowie? Blackstar, Lazarus, el cerebro como un queso gruyere, el tren, frente al ordenador. 2000 habitantes. ¿Cómo he llegado aquí? Estaba saliendo de la presentación de Earthling en el Príncipe Felipe, cerré los ojos y ahora estoy aquí, lejos de casa, lejos de Berlín. Mi biblia es un libro negro, tengo la primera edición de Héroes de Ray Loriga, un libro con las letras de los singles que me permitió aprenderme la letra de Ashes to ashes, regalo de mi madre, la exposición que fui a ver con mi mujer antes de que naciera Román.

En aquel directo de 1972 que compré en una tienda que ya no existe, en Live at Santa Monica, cantaba My Death, la versión de Jacques Brel que le había vampirizado a Scott Walker. Aquel disco era escuchar una enciclopedia perfecta de luces y arreglos, era la época, con la guitarra de doce cuerdas, las patas de araña, las versiones de The Velvet Underground. Unos años más tarde el poeta Ángel Guinda venía a mi programa de radio y cantaba una parte del tema en francés. Hace unos meses que murió. Él también escapó a las Marquesas.

Bruno, de pronto me cuentas que estuviste con Javier Gurruchaga en Londrés grabando su único disco en solitario. Música para camaleones es una de las casetes que más he escuchado en mi vida, la versión del Blues del Motel de Moncho Alpuente, minimalista, pero intensa, solo con la frase “Me tomé una cerveza cuando me desperté esta mañana”, vale por todo el disco.

Todas las canciones son buenas, no hay momento de histerismo innecesario, nocturnidad de club, dinero y sexo, electricidad y algo de la parte más sórdida de Bogart y Chet Baker. Mil veces más, mil veces elegiría este disco. Un genio. Y siempre con los mejores a su lado, el primero Eduardo Haro-Ibars y el segundo Luis Alberto de Cuenca. Hablas de política, la política de Gurruchaga es organizar un concierto por la paz en San Sebastián, en un estadio de Anoeta semivacío porque la gente tenía todavía miedo. Y Andrés Calamaro, solo, con un piano, subiendo al escenario y tocando con la intensidad que solo saben ponerle los porteños cuando se enfrentan solos a las teclas, Buena suerte y Un hotel de mil estrellas.

Habían matado a Gregorio Ordóñez y no fueron a tocar Sabina, Víctor Manuel, Miguel Ríos o Serrat. Pero sí fue Calamaro. E Imanol, que tendría que marcharse cinco años más tarde del País Vasco amenazado por ETA y el silencio de los que hablaban de libertad. Y Javier Gurruchaga, que sacó la cara. Un concierto por la paz y una de las obras más coherentes de la música española.

Solo hay una errata en la página 290. Supongo que no habré sido el primero que te lo habrá dicho. Los que se encuentran en el concierto de los Rolling Stones en Madrid son Julián y Ariel. Julián llama a Ariel y, como él tiene que hacer trámites por temas de residencia y doble nacionalidad, vuelve a España. Luego, con la crisis del Plan Austral y los apagones en los Estudios Panda, Calamaro junta dinero para un pasaje y aparece con un emulador y un teclado. Esa misma noche acaban, en realidad no acaban, porque es el día siguiente, con su viejo compinche Daniel Melingo. Es una historia que se cuenta poco. Melingo y Calamaro en Madrid en los noventa. Los más modernos, Lions in love. Después de estar años detrás de aquel disco ahora tengo dos copias en vinilo.

Te sigo escribiendo porque cuando ha pasado el límite de las doce paginas esto ya no sé si es un artículo, una carta o una confesión. Tengo una caja llena de Zona de Obras, Efe Emes y Rolling Stone edición española. Aún me quedan un montón por revisar en busca de más artículos firmados por ti. He hecho cincuenta o sesenta fotos con discos, recortes, entradas y periódicos.

Y ahora espero que me sigas leyendo, que me sigáis todos leyendo. Porque toca Soda Stereo. Porque Bruno acompañó a los Soda a comienzos de los noventa, cuando acababan de publicar Canción Animal, el mejor disco en español de la historia. Y CBS lo intentó y aquí no hicimos ni caso. Lo mejor de la década de los dosmil fue que gracias a Rubén, Lapuente, Chema Antípodas, Pedro Vizcaíno y Javi Lata pudimos ver a Babasónicos, Spinetta, Gustavo Cerati y la Bersuit en sitios de menos donde estábamos menos de quinientas personas. Pudimos tocar a Cerati y pudimos tocar al Flaco Spinetta. Y era Zaragoza, la ciudad que no terminaba nunca.

 

Leo lo del festival de spoken word en Berlín. Solo he estado en Berlín una vez. Con Pablo Malatesta, con el que habíamos montado Experimentos in da notte. Grabamos un LP y tres EP´s. Era un genio con las programaciones y las guitarras, era un genio con todo. Fuimos a Berlín y yo llevaba el manuscrito de un libro que iba a salir unos meses después. No recuerdo qué libro era, pero tenía que corregirlo. Ninguno de aquellos poemas acabó siendo una letra. Fuimos a los Hansa Studios y escribimos en baños a la memoria de Win Wenders, con el ángel que nos mira, cerca del Starbusck de la Plaza de Brandenburgo. El primer Starbusck que vi en mi vida.

Recorrimos con una vieja guía de Berlín las calles en busca de la dirección donde se supone que había estado el club que tenían Nick Cave y Blixa en los años tóxicos o los años dorados, depende de qué lado del espejo utilices para el acelerante. Seguimos las instrucciones de manera escrupulosa para acabar frente a una frutería enorme regentada por unos pakistaníes que no tenían pinta de conocer en profundidad la obra de Peter Handke. De todos modos nosotros solo la conocíamos de segunda mano, vía Félix Romeo y Ray Loriga. Los hijos de los noventa. Una frutería. Sin más, con sus naranjas y sus plátanos y las frutas exóticas que imagino comerán los alemanes.


Ya te he contado que pasamos unos días en la Sierra, en el pueblo al que iba Vicente Aleixandre a curarse con los aires frescos, con la altura. En casa de Marta, una batería de psicobilly, rock y surf. Su pareja de entonces tocaba con Paul Collins. Paul Collins no se iba de casa. Decía que componía para su siguiente disco pero, sobre todo, dejaba ropa sucia en las esquinas. Marta tuvo que animarle a irse. Una cosa es admirar a The Beat y otra limpiar ropa ajena. Mi mujer no tenía muy claro quién era Paul Collins el día que Marta nos contó aquella historia. Al parecer Paul Collins, como los grandes del rock, tiene una banda en cada puerto. Lleva el repertorio y hace la gira por el país esa banda. Como Little Richards o Chuck Berry. Cuando hacían giras. Cuando estaban vivos. Cuando estaban vivos según lo entiende el mundo en general porque todos sabemos que Chuck y el señor Richards nunca morirán.

¿Dormí en el mismo colchón que Paul Collins? Ella me cuenta el tema de Blondie, de The Nerves y años después, durante la pandemia, al leer la biografía de Deborah Harry me entero que Chris y ella descubrieron aquella canción por casualidad, comprando de manera compulsiva -imagino que comiendo techo después de una noche de velocidad en Nueva York-, recopilatorios de grupos poco conocidos en Teletienda. Un disco triple. De los que llevábamos todos de fondo de armario para pinchar al Bacharach u otros garitos donde los platos de cedés habían sufrido mucho y sus mejores noches habían pasado. Pero esa es otra historia, Bruno.

Ha pasado tanto tiempo desde que comencé a escribirte esta carta, Bruno, que temo que los editores hayan pensado que les he engañado y que solo he conseguido un libro gratis. Pero nada más lejos de la realidad, hay tantas páginas manuscritas en tantos cuadernos distintos que no sé muy bien cómo ordenarlas sin resultar pretencioso. Es cierto que se nos ha hecho un poco tarde para todo y que mañana podría ser el día después del veinte aniversario de la muerte de Carlos Berlanga y que no estoy en Barcelona viendo a Santi Rex y al resto de los Niños del Brasil actuando en la Razzmatazz. Santi me habló de Carlos, de los años finales, de los primeros tiempos.

«De las mañanas llenas de coñac, de las sobremesas aturdido por el vinagre de la vida. Aquella chupa de cuero ochentera y las camisas a cuadros con la que le obligaban hacer promoción de sus discos solistas en las primeras televisiones privadas. Esas gafas de sol y el chaleco, la delgadez extrema. La exposición de su obra en Madrid. Con Ana, que descubrió un artista fascinante más allá de las canciones».

Escuchar con ella sus discos en solitario, enseñarle cómo se había guardado las mejores canciones de Dinarama y Pegamoides para cantarlas él. Aquel tebeo de Perlas ensangrentadas. El fanzine de Subterfuge donde escribía el guión de una telenovela con Nacho Canut. Uno nunca sabe si las letras son de Canut, si las palabras eran de Nacho. Da igual. Una unión eterna, Canut&Berlanga. El Hospital, Tokyo o la parte de Cómo pudiste hacerme esto a mí. Mundo de dexedrina y Sol&sombra. Las canciones, deja de bailar, Lemon^fly con Carlos, Family, ¿te preguntaban por Family o te preguntaban por Carlos? Creo que ya hemos hablado de esto antes. Escribir una novela de ciencia ficción barata con la letra de Otra dimensión. Pienso en Berlanga, en el hígado de Berlanga, en el de Urquijo y de Vega.

«La sonrisa de los chinos, del marrón y la plata. Lo dejo todo pero mis vísceras no se olvidan, los humores gritan al otro lado de los setos en aquella fiesta donde tuviste que esconderte para vomitar».

Pienso también en Víctor Coyote, todo macho, tocando la guitarra eléctrica en directo con Alaska comiéndoselo con los ojos. A veces es mejor quedarse en casa, sobre todo si es Víctor quien te sustituye. Es un elogio de la pereza. Busco la Rolling Stone donde Alaska y Mario te hablan de Carlos. No sé, hay muchas en la caja, todas arrugadas, manoseadas.

 


Y también leo sobre Carmen Consoli. Y me siento orgulloso de haber estado atento en su momento y haber incluido un fragmento de medio minuto de su versión de Bésame mucho en uno de las primeras mixtapes del fanzine Confesiones de Margot. Al final, como todo, como Rubén Blades que vendió su colección de primeras ediciones de cómics de la Marvel y ahora podría recuperarlas con lo que ha ganado en sus años mozos como cazador de muertos vivientes en un mundo post apocalíptico.

Los cierres de Zona de Obras. La época de la Biblia de la cultura latina. Memorizar hoja por hoja, olvidar el inglés, creer en el francés y el inglés. Comprar discos de importación de Adriano Celentano. Creer en el Aquamosh y las historias de los gemelos Bang-Bang de Rodrigo Fresán. Y mientras, aquel cedé de Homenaje a Rubén Darío que incluía el único tema de Kasal (Marcelo) que ha quedado registrado.

Enrique Morente en el bis enciende la electricidad de los ángeles. El Judas, Newport, la electricidad es la enemiga de la pureza. Estamos en Granada el día que muere Enrique Morente. Voy a ver a Antonio Arias en una sala que se reconvierte en ruido y pedalera. Son solo unos meses. Toca Dominique A. Toca Antonio Arias en solitario, con sus poemas sobre astronomía. Tocamos el cielo y no preguntamos. Ha producido a la mejor banda de la ciudad, El Hombre Lento. Todavía nos queda velocidad en los bolsillos.

Veo a Enrique Morente en Pirineos Sur. Deja caer una versión de Sacerdotes. Café y orquesta para Micky y Karina y Mike Kennedy armados de un cedé con las piezas instrumentales. Señores y Señoras, en mayúscula, que saben qué es el yeyé y buscan carnalidad. De cobro o de pago. Y Antonio con el bajo y la pedalera haciendo cálculos sobre la distancia que lo separa de Morente, usando la misma medida que se utiliza para las estrellas. </strong>Estoy encantando de morir, lo he dejado todo preparado, dirá Leonard Cohen. El cigarrillo en la portada, la ceniza, Silvia Pérez Cruz cantando Take this waltz. Y también Carabelas Nada de Fito Páez. Pero en eso nadie se fija, Bruno. Chico Buarque tiene puestos los anteojos. El cantaor debe morir. Si ya ha fallecido, no es esta la mejor manera de decir adiós. Conozco a Alberto Manzano en la calle, frente a una biblioteca, lleva sus propios poemas en una bolsa de mano. Le regalo un tributo a Cohen. Todo es Cohen.

Lo único en lo que creo, Bruno, es en Luis Lles. Y en sus jerseys, y en cómo baila frente al último de los pinchadiscos de Periferias, sean las cuatro de la madrugada o las diez del día siguiente. Limpico. Siempre limpio. Con un pequeño principio de Diógenes. Pero quién no ha guardado cajas de su primera maqueta en cedés tostados o de los fanzines que hizo en cantidad innecesaria.

Se acaba, me despido, no nos veremos en los bares ni en los sanatorios, no habrá conciertos ni firmas de discos, tiendas de segunda mano o terrazas para pinchadiscos… nos quedan los sueños y cajas repletas de humedad de historia en el trastero. Gracias por todo.

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