Arista rota de Medalla (Limbo Starr,2021)

Estas últimas semanas el disco de Medalla me ha acompañado una y otra vez. Escuchaba el disco con un compromiso antiguo, el del que escribe sobre música después de varias repeticiones. Escribía sobre el libro de una amiga, corregía exámenes llenos de logaritmos, pensaba en mi abuela cumpliendo cien años enferma de COVID o si Ana Curra está más sexy ahora que cuando grabó Luna nueva. Medalla es una de esas bandas con aristas, que maneja distintas colores y especias y hace que la digestión no sea pesada pero sí exigente. Es una banda de Limbo Starr y eso tendría que ser suficiente.

Comienza con Verde esmeralda, que con sus cuerdas rompe la estructura manida de la canción pop de primer cuarto de siglo, así como las armonías vocales que crean un telar con un punto mesiánico, para pasar a Leviatán que nos lleva, trompeta mediante, a los buenos tiempos de la Habitación Roja, como un algoritmo que genera himnos de cartas -que, en realidad son mensajes de aplicaciones móviles-, y ponerse serio con Justicia poética, tiene algo de esa impregnación generacional que todos en nuestra generación hemos sufrido (o disfrutado, aquí pueden ustedes elegir), con los parques de atracciones y los bollitos.

 

«Un poco de afterpunk de bajo Peterhook y sintetizadores acelerados que entregan una melodía de esas que habría que enmarcar, Velázquez es como esas canciones con las que soñaba Abraham Boba cuando se despertaba con una foto de Jorge Ilegal en las manos (un poco manchada, no lo vamos a negar, pero que levante la mano el que no se ha comido algún comido algún caramelo podrido)».

 

Abrir Romance con una elevación hacia el altísimo Edipo, amante de las bandas que se aman a sí mismas, y terminar siendo la undécima víctima que dejó detrás Nacho Goberna cuando intentaba salir de la la Tierra Media. Es prácticamente la mitad del LP y la banda ha demostrado una variedad instrumental y arreglística que supera por mucho la media nacional, aunque podríamos ser un poco más exigentes en la parte literaria: es una banda de la escudería Limbo Starr y yo un profesor cuarentón de matemáticas pasado de peso que da clases en un instituto a más de 100 kilómetros de cualquier sitio, así que, una vez más, les ofrezco la oportunidad de elegir a quién quieren creer.

Después de criticar la capacidad lírica, aparece una pequeño guiño a la violencia de los almuerzos desnudos, al Brett Easton Ellis que buscaba una salida. “Nuevos valores” tiene una acumulación de referentes de violencia pop, entre Sérpico y rima consonante (“Soy el caballo de Atila/en un día de sequía”), pero es que el español es un idioma que no da muchas opciones al algoritmo que empareja letra y música. De todos modos, es original y funciona en suficientes niveles como para detenerse y apreciarlo. Tanto como ponerse a imitar a La Costa Brava cuando Sergio Algora se le acababan las ideas en los arreglos y decidía pasar de Os Mutantes a Jorge Ben. Si haces punk no hay manera de detenerse, aunque a veces busques Altares llenos de mitos que buscan el aplauso fácil.

«En Flores, la banda juega con la máquina del tiempo y vuelve al comienzo del siglo, sin abandonar las cuerdas, allí cuando la música independiente tocaba los jueves gratis y todo era áureo».

Pero las guitarras más punk se guardan para los muertos vivientes, así que si pones Lázaro a una canción esperas que ese sonido suavizado de Desechables -que tenían más de estética que de sonido-, funciona como anfetamínico desliz hacia las últimas curvas. Mucho más trepidante son las sonoridades épicas de Gracias a dios, allí tenemos un ritmo de bajón, caído de la cama, iluminación del techo, como uno de esos cristos de Saura que segregaban alquitrán sobre las almohadas. Si haces un disco de doce canciones, las dos últimas tienen que ser de las mejores, porque el oyente que ha llegado hasta ahí espera que el alambique tenga esperando el jugo final.

No falla Doce espadas, comienzo de inercia confesional, un violín mutante que se sube a las palmas, las formas del espacio con las que Floren utilizaba su tiempo, recordando que Gualberto enchufado tenía tanta sangre en las pupilas porque había creído en la Virgen de la Calle Menor.

«Unos coros afónicos, unas percusiones de buganvilla, el juego del ahorcado y esa manera de reventar la oración cuando estás a punto de llevarte un alma perdida al bolsillo. Como Triana pasado de katovit -cuánto lo extrañamos-, llega el bajón con Rey emérito, teclados de los que grababan los productores a los grupos de caño roto cuando salían a por plata, la banda juega con la provocación bien entendida, demuestra que saben leer entre líneas la rebeldía».

No hay nada más trasgresor que el amor. Ojalá que comer techo fuera una experiencia compartida con otro ser humano. La voz que acompaña a la principal, como una extraterrestre que se desliza, reptil y sueña con alcanzar la fama sin titulares. “Donde solía haber belleza/ahora solo quedan restos de un incendio”. Te llevaste la ceniza y me dejaste el cenicero. La trompeta sintética, las capas de guitarras finales, es escorzo que justifica esperar que la aguja llegue al final del brazo o del tocadiscos

Medalla entre en este Arista Rota una colección de canciones que escapan a la mediocridad. No van a salvarte la vida, pero ese no es su problema, es el tuyo. Pero quizá sí que hagan pensar que todavía merece la pena escuchar las plegarias hasta el final.

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