Algunas palabras sobre El chicle de Nina Simone de Warren Ellis (Alpha Decay, 2022)

Una historia, una biografía, Warren Ellis con el mundo, contra el mundo, con la diva cerca, amante despreciada, felina y desordenada. Un chicle, un libro, el de Alpha Decay, lleno de canciones. He seleccionado alguna, espero que sea de vuestro gusto: Mixtape

Mi dulce amor, la doctora Nina Simone, masticó un chicle e hizo las notas del bajo después de echar al instrumentista en el aeropuerto de París camino de uno de sus conciertos en 1999. Lo organizaba Nick Cave y todos estaban nerviosos. Warren Ellis nació con el mismo nombre que uno de los grandes escritores británicos del siglo (si no consideras los tebeos literatura es tu problema, no el mío), pero se convirtió en uno de los personajes principales del devastador documental 20000 días en la tierra sobre la vida/obra de Nick Cave (¿eres capaz de distinguir la una de la otra?) con su guiso de pasta con anguilas, con su pedal de efectos en una versión primeriza de Higgs Boson Blues, subtitulada como si la letra fuera parte de una Biblia apócrifa para burros y bebés hambrientos de postmodernidad.

La diva deja pegado un chicle en el piano. Warren Ellis lo conserva durante años. No hablo más de Nick Cave. Hablo del malditismo australiano. El mismo que se llevó por delante a Anita Lane o a Rowland S. Howard. Bandas que encajan en cualquier lugar. Elegantes enfermos con camisas de flores y pantalones de vestir recorriendo las calles de la vieja Europa. Caminos desconocidos para la mayor parte de los mortales. Y Warren Ellis es uno de ellos. Con un chicle de Nina Simone en una bolsa, cubierto de una toalla.

«Australianos que son perfectos para protagonizar películas del oeste. Mejor, para componer bandas sonoras de películas del oeste. Crepusculares. Warren&Nick vs Bob&Roger McGuinn. Elijan ustedes. Barcos británicos desembarcando en Perth a hornadas de vampiros dispuestos a masacrar a la población indígena».

Un hombre con zapatos y botines, con maletas. Maletas que extrañaremos dentro de unas décadas. Maletas donde guardar una vida, amontonadas junto a la basura. Basura orgánica, como el chicle de Nina Simone. Basura que es una vida. En las maletas un artista como Warren Ellis guarda papel fotográfico, bolígrafos usados, partituras en blanco. La vida de una persona. Ahora todo está en la nube. Ese simple nombre, nube, produce desazón. Los cuadernos son puros. Puedes tener mala letra y escribir una obra ininteligible, pero si tienes un cuaderno manuscrito puedes destruir tus historias, tus relatos, tus poemas. Destruir tu obra, empezar de nuevo. No hay copia de seguridad para un cuaderno que arde ni para el chicle masticado de una diva muerta.

Más allá de la excusa literaria y de los excesos junto al poeta que bailó con la muerte, son sus ambientes los que han construido la leyenda y este libro es como una sucesión de piezas cortas, mantras intensos que en su condición de islas parecen dar formar a un archipiélago, casi un laberinto: piezas vitales que escapan de la condición de anécdota y se convierten en píldoras sin receta hacia un tiempo analógico donde no había guía en la noche (sin móvil no hay GPS y un solo podía esperar la llegada de un taxi más perdido que tú), ámbar pegajoso que te recuerda que la belleza es una ciénaga donde convives con el fantasma de Beethoven, amante de las más escabrosas sirenas de cola podrida, hilo musical para los muertos.

«Hay muertos en el libro que mantienen con dignidad su condición de fantasmas. Warren Ellis los pega como hace con las grietas que se abren en el estómago de su violín. Días de Nina, amigos que desaparecen, la epidemia que convierte las novelitas pulp que compraba por unos pocos centavos en una realidad claustrofóbica».



Mientras solo el arte, por toda Europa, países donde escondes salas de conciertos, donde las bandas visten con la elegancia exigible a los padres que vieron morir a sus hijos. Warren Ellis sigue escribiendo a su amigo muerto como Nick Cave hace con su hijo adolescente. Las canciones llegarán a Elvis y él algún día volverá para arrancarse endodoncias e implantes y mostrarse al mundo como un anciano venerable con problemas de diabetes.

Warren Ellis amasa la plata para dar forma al recuerdo. Espera una conversación con Alice Coltrane y recuerda cómo fue John Cale, también desde el hotel de los corazones rotos o desde la frontera donde comenzaba la Antártida, quien le enseñó que la viola, que la cuerda es una amante exigente pero pasional y subversiva para los mirones.

«Warren Ellis querría comprar una casa, tener el piano de Gainsbourg, descubrir arreglos perfectos en vinilos de saldo descubiertos en cubetas baratas. Un chicle no deja de ser una pepita de oro que no se ha endurecido lo suficiente. Ellis escucha los discos encontrados, los vinilos que dejaron de ser perdidos: metal y cuerdas de estudios que ya cerraron, donde las bandas recibían partituras clásicas con nuevos arreglos escritos a mano por un anónimo genio poseído por el espíritu de Scott Walker».

Algunos lo hacemos, continuamos esa labor, elegimos los singles por las canciones que se interpretan, estándares, boleros, tangos, rumbas y bossa nova. Warren Ellis tiene el chicle que masticó Nina Simone, si supiera algo de ciencia ficción anticipatoria podría incluso pensar en clonar a la diva en el futuro, con el ADN presente en la muestra. Pero él es un hombre de postales y de cintas, de grabaciones caseras, de números de teléfono fijos apuntados en la parte de atrás de una factura de hotel, pruebas de una vida que son puñales, bocetos que solo los músicos saben convertir en belleza pop, cobrando forma como si fuera arcilla. La muerte de su amigo Davis McComb, otro amigo del opio australiano, otro fantasma más para la banda, como la mujer griega, Arleta, ídolo pop que le cantó una vez un tema a Leonard Cohen mientras el canadiense errante pasaba sus días en su casa de la isla de Hydra. Artistas del extremo, luchadores dulces, intoxicados por toda la tristeza que han permitido alojar en su cuerpo frágil. La muerte de una griega existencialista en las aguas del Mediterráneo. Una nueva sirena.



¿Y qué sucede con Nick? Es un hermano, nadie sabe muy bien cuándo y cómo uno sostiene al otro… como si fuera una historia en distintos formatos, primero el maravilloso documental 20000 días en la Tierra, con sus historias de ficción, con la telilla de la broma privada y momentos de verdadera emoción… el disco que se grababa en aquel momento, cumbre en su trayectoria, Push the sky away. Unos meses más tardes, en un pequeño pueblo a cien kilómetros de un sitio simplemente un poco mayor, enterarse que el demonio se había tomado la revancha después de tantas partidas perdidas llevándose a uno de los hijos del poeta Cave. El silencio.

Warren Ellis grabando y grabando, Warren Ellis viendo a su amigo mutar como artista, treinta y cinco años, la tragedia, la obsidiana en las venas. Después aquel disco oscurísimo, Skeleton Tree, las bandas sonoras de la pareja, instrumentales incidentales que simplemente rebotan los aullidos y la rabia, las lágrimas, que olvidan la voz. Ghosteen con su portada blanca, bucólica y sus temas densos, cargados de imaginería animista desde el primer momento y desde el primer miembro del panteón: Elvis Presley en Spinning song: “El rey fue primero un joven príncipe/El príncipe era el mejor/Con su pelo de gelatina negra/ Se estrelló contra un escenario en Las Vegas”. La paz vendrá, tendrá un momento para nosotros. Y llegó El Chicle de Nina Simone, pero también el COVID-19. Y el hijo de Nick no conoció el terror y la pandemia, como tampoco lo hizo Nina Simone.

El libro termina con el viaje del chicle y las distintas maneras en las que Warren trata de conservar su esencia dejándolo en las manos de los mejores amanuenses que puede encontrar. Existe una reflexión sobre la potencia del objeto como elemento expositivo, sea de una trascendencia tan aparentemente menor como un chicle. El mismo Warren Ellis se ve atrapado entre el pasado y el presente, aferrado a un tótem, en un libro donde el animismo en la religión predominante. La delicadeza es amor como el ruido melodía, existe algo que camina entre los conceptos, entre los cuatro conceptos: arte y talento, pasión y sangre.

Un violín famélico, una pedalera de efectos que puede desembocar en la tormenta mayor de todos los tiempos. Una lluvia que te cala el alma, que afea las protestas de tus huesos. Una autobiografía como esta de Warren Ellis es un maremágnum de emoción y tecnicismo, de años que se suceden, de tiempo que uno descubre recuperado cuando ya se daba completamente por perdido, de soledad y tragedia… pero también hay elementos cómicos (tres botones desabrochados para el día a día, cuatro para el concierto).

Warren Ellis es un marinero que viaja en avión, que siempre tiene la sensación de que la siguiente lluvia será el huracán y todavía no ha aprendido a caminar sobre las aguas, agarrado a su maleta de cartón, adorador de serpientes, mantequilla, toallas, cuchillas de afeitar, la gomina de Jacques Anquetil, fotos de Cat Power y Anita Lane.

Un final con tumba y flores. Un hombre delicado, un fetichista de la vida, un devoto. Un libro diferente.

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