Que David Albalá es un músico dotado y polivalente era algo que todos los que vivimos el comienzo de siglo en Zaragoza sabíamos. Guitarras, bajos, producciones, rock, pop, versiones, tecnopop, artypop, nada se escapaba a este músico hiperactivo. Pero su debut como solista ha resultado una de las sorpresas más agradables de los últimos meses para los visitantes del Motel.
Hace justo un año llegaba a mis manos sus primeras composiciones con el seudónimo de The Biomechanical Toy: un single digital con dos temas, The first/The other. Era el final del año de la distopía y teníamos primero y segundo de ciencia-ficción aprobadas. Una marca en forma de cruz decía que te habías puesto la primera vacuna y las novelas de Ballard y Philip K. Dick se vendían como los nuevos evangelios. Ya nadie habla de apócrifos. Éramos entes atrapados en el espacio y el tiempo, servidores a tiempo parcial del pánico y la paranoia. Recuerdo hablar de algoritmos que nos permitían una imitación más o menos conseguida de la felicidad y que acabaríamos abusando de la diversión virtual -a través de puertos y sensaciones agridulces en caso de falta de higiene en las zonas de entrada/conexión-. Recuerdo escuchar los temas y pensar que lo digital podría resultar templado y que la melodía y la superposición, el zumbido indeleble o las programaciones en hibridación con los instrumentos reales podrían ser parte de nuestra vida futura.
Y ahora, con este primer LP, editado en vinilo, con una de las portadas más elegantes que he visto en años, el círculo se cierra, la partitura euclídea está alimentada por un compositor que sabe sonar orgánico utilizando máquinas. ¿Qué hay en tu vida? Hemos vuelto a Erich Von Däniken y Daniel Melero, a lo étnico de la pasta base de Peter Baumann, a la baraja de Brian Eno, a las flechas rotas junto al Muro. Una factura tan elegante que uno no sabe si es narrativa o ambiental, evocador o generador. Stella rose suena a una producción hecha por Justo Bagüeste después de una ouija con Tino Casal, marcando el ritmo con el bastón. Suena tan ochentera que es fresca, porque no hay más que esa sonoridad acuática que te lleva a pensar en Azul y Negro (volveremos a las dos ruedas y a la necesidad imperiosa de que David se nacionalice esloveno, él me entiende).
«The First RMX» tiene ese sabor a sake del bueno impregnando un xilófono mientras Mick Karn se sube al coche de Dalí, fusionando pupilas con luces rítmicas y huellas dactilares que percuten en zonas inexploradas de tu mente. «Diesel Olympus» comienza con una caja de ritmos que recuerda a las de Alejo Alberdi en Derribos Arias para, casi en el siguiente compás, dejarse inundar por una melancolía de mercurio y ritmos sincopados, una música que pivota entre lo ambiental y deja lugar para un aviso de silencio».
Volver a la metáfora acuática, disculpen por la reiteración, pero esta semana explicaba los números enteros a mis alumnos y me he hartado de dibujar tesoros de Atlantis a menos ochenta metros. Bite one es un momento de agresiva singularidad. 89 segundos de vampirismo. Morder el casete virgen y dejar un poco de guitarra para que no olvidemos aquella máxima de Soda Stereo que decía: dónde está la música, ¿en los cables?
En el 93 a Aleix Vergés le faltaba un año para empezar a pinchar techno en la sala Nitsa de Barcelona. Un año para que Sideral despegara en busca de las estrellas. Lienzo puro, abstracción musical, temporadas en el cielo bajo el marrón del infierno, los ojos glaucos, el sampleo de una castañuela, los temas del disco demuestran una serie de estratos donde las sustancias, lo terrenal y lo hipnótico se mezclan en una amalgama que cubre el lienzo con gusto. Fruits&Flowers tiene la melodía a flor de piel, no hay nerviosismo formal, la noche es un animal domesticado que sueña con pulsiones de ketamina. Pero ahora solo somos un ritmo compartido, entre padres e hijos, una especie de trasfusion de confianza que nos aleja del averno. Me gusta esa manera fractal de interpretar las piezas, en revolución, cierre y apertura, repetición sin sonar repetitivo. The Other rmx es una vuelta de tuerca a la primera entrega solista. Ahí donde habitaba el piano como un emisor de electrones, como un faro en mitad del averno. Pulsión de sirenas cibernéticas que nos saludan, esperando que nos acerquemos.
Artina beach es mantra de olas electrónicas, sacudidas por una lluvia de crista líquido, oscilante apertura a un amanecer que resuelve la ecuación de la vida. La repetición imperfecta como metáfora de la existencia.
«Bellas replicantes con casiotones robados a comulgantes, lunas de Saturno que solo se ven en años bisiestos, Yocasta que sueña con fusibles abandonados. El cierre con «Bite two» nos recuerda esos momentos de los noventa cuando Trent Reznor escuchaba una y otra vez la trilogía berlinesa y bajaba las luces hasta que lo única luz era la de sus sinapsis mentales».
Te relajas, la música, las piezas, son como ecos lejanos que aspiran a volver a su lugar y encontrar un lugar donde las raíces se enhebren entre los tobillos de los ángeles y no les dejen despegar. Miro la portada, imagino la colmena, el diseño Corbusier… somos tan débiles que pensamos que al desnudarnos nadie querrá mirar a través de las ventanas. No hay persianas, solo quedan juguetes.