‘No me Judas, Satanás!!!’ y otras vidas al límite: biografías y excesos

La recopilación de artículos de César Martín ha ido apareciendo desde el comienzo de los años 90 hasta bien entrado el siglo XXI en la señera revista de rock y cultura Popular 1 y ha tenido que ser el encierro y el aislamiento provocado por esta distópica pandemia lo que ha hecho que su autor se decidiera a seleccionar, ordenar y editar una recopilación de las vidas de alguno de los santos apócrifos más interesantes del panteón del arte y los excesos.

La lectura de No me Judas, Satanás!!! -así, con tres exclamaciones- es un viaje a través del tiempo, el espacio, los vicios y las distintas edades de oro, plata y bronce de la música, el cine o las variedades que te deja exhausto, pero con ganas de mucho, mucho más. El libro, por cierto, solamente se puede obtener a través de la propia editorial P1 Books (hacedme caso, escribid a popular1book@gmail.com y acabaréis saciados, todos sus protagonistas tienen desde hace tiempo reserva en las habitaciones del Motel Margot) y después de que me lo recomendaran dos auténticos gourmets de las vidas extremas -gracias Juan y Arturo-, tuve que sumergirme en su lectura: No me judas, Satanás es uno de esos libros de los que es difícil hablar porque César Martín ya lo cuenta todo, así que es mejor dejarse llevar por las emociones y, de paso, me vais a permitir recomendar algunos otros libros que pueden hacer las delicias de los amantes de la contracultura. Pero eso, eso será al final del viaje. Empecemos pues, sumerjámonos y descubramos que, a través del tiempo y el espacio se extiende una red de vicio, incomprensión y talento que se repite, infectando, pero también curando, algunas de las personalidades más estrambóticas de los últimos ciento cincuenta años.

Errol Flynn, conocido por su capacidad de tocar piano con su miembro viril representa uno de esos ejemplos de personalidad y personaje, de héroe en tecnicolor y sociópata fuera de las pantallas. No sabe que, mientras devora naranjas inyectadas en vodka, varias generaciones de niños imitan sus hazañas como héroe de acción utilizando piedras, tirachinas y palos afilados como espadas, unos niños que acabarán creciendo con cicatrices y convirtiéndose en adultos asustados de sus propios hijos subidos a un columpio. Infantes del mercurocromo mutados en padres de lo políticamente correcto mientras Brad Pitt esconde una botella de bourbon tras una réplica del Óscar por Erase una vez en Hollywood.

Seguimos con los payasos tristes, Lenny Bruce, con el alacrán jugando sobre su piel, escupiendo sus chistes; Andrés Pajares armado con una pistola hecha de jabón; Andy Kaufman fingiendo su propia muerte; Robin Williams asfixiado por el fantasma de un zarpado John Belushi; Alberto Olmedo saltando de una terraza en un hotel en Mar del Plata minutos después de saber que iba a ser padre; Richard Pryor prendiéndose fuego… el humor es un incendio que hace de los payasos seres tristes, eso lo sabe el mejor que he conocido, Luis Cebrián. Bob Dylan en su disco Shot of love canta: “Quizá tuvo algunos problemas/quizá había algunas cosas con las que no supo tratar/pero lo que está claro es que era divertido, siempre decía la verdad y sabía de lo que estaba hablando”.

El siguiente es Lon Chaney. Si tenéis mi edad igual coleccionasteis unos cromos que se llamaban Historias de terror. Pues en todos salía Chaney. Bueno, no es cierto, pero haceros la idea. Chaney es como un personaje de Emilio Carrere, pero no necesita llevar una calavera en el bolsillo porque es capaz de convertirse en una con su maletín de maquillaje. Un acólito del Doctor Caligari, la musa sombría de Tod Browning, un salvaje clown, un aragoto desencadenado que prendió fuego a la Notre Dame antes de esconderse entre los personajes de Sombras y niebla de Woody Allen. Sus caracterizaciones han trascendido por su autenticidad al tiempo y César Martín consigue animarte a revisar todas sus películas. Eso dice mucho de la calidad del libro.

Cuando viajaba a Salou en el viejo Renault 12 de mi padre nunca faltaba una cinta de casete de Roy Orbison. La noche en blanco y negro, como todos los que les robaron el rock a los negros, electrificando el blues al son que marcaba Sun Records, fueron condenados por Robert Johnson en un cruce de caminos a cambio de una guitarra de diez dólares a ser perseguidos por todos los demonios de los pantanos. Pastillas y armas, menores de edad, racismo, tristeza y tragedia, el circuito europeo de las viejas glorias del rock clásico donde la cerveza estaba tan caliente como helados los colchones, las versiones de los Cramps, Bono sentado junto a David Lynch intentando quitar el mal de ojo que había caído sobre el pobre Roy. La película más hipócrita de la historia con el título de una de tus canciones. Bono dormido mientras Dennis Hopper y Jerry Lee Lewis le susurran maldades al oído. Bono que se despierta entre terciopelo. Una máscara de oxígeno. Fuego. Si os digo que os leáis el número 2 de Planetary, de Warren Ellis -que pronto tendrá su habitación en el Motel Margot– lo hago por darle un toque apócrifo a la biografía de Yukio Mishima, capaz de resucitar a Godzilla para hacerse con el control del Japón. Dos de los elegidos por el autor son músicos John Cougar, uno de esos remedos de Elvis que son perseguidos por Bubba Ho-Tep hasta el final de los tiempos y los Grand Funk Railroad, banda de rock con todos los compromisos adquiridos y cumplidos en la psicótica década de los setenta. Cougar está unido por la raíz del Coronel Parker con Phil Ochs y también podría acompañar a Bruce Campbell en la película de Don Coscarelli, bien alimentado de mantequilla de maní, plátano frito y panceta o esperar que su yo pasado viaje en el tiempo dispare a su yo futuro mientras conversa con el Bob Dylan de los ochenta, con sus chalecos sin camisetas y sus pantalones metidos dentro de las botas.

Y llegamos a un clásico Aleister Crowley, el mal hecho carne, o el hombre puro atrapado en la materia. Mr. 666 en su dualidad de hechicero real con un proceso de aprendizaje largo y el embaucador que vende limonada pasada como si fuera ayahuasca. Estudioso del mal, como un personaje de videojuego en el siglo XIX, sube de nivel pasando de Rasputín a Charles Manson para acabar siendo una reliquia que compran los rockeros pesados de los setenta cuando se han cansado de quemar billetes o de beber láudano en el ombligo de las grouppies.

Hablando de estrellas de la música, el más rockero entre los crooners, los ojos azules más mafiosos de la historia…el libro no puede por menos que dedicarle dos capítulos al tío Frank, Sinatra para los amigos. Obviando tabiques de platino y dejando claro que los tortellini le gustaban aderezados con sangre, Sinatra es una pala excavadora arrasando la historia de América. JFK, camel sin filtro, discos y más discos, dos o tres al año, uno por Navidad, no había suficiente Jack Daniels ni suficientes villancicos para Sinatra. El hombre que se casó con Mia Farrow y amó a Ava Gardner, el hombre que pagó a Elvis Presley por salir en su programa de televisión. El hombre que tenía una mujer a sueldo para que le llevara en una maleta sus pelucas. Porque Sinatra podía conseguir lo que quisiera de la Mafia menos un buen implante de pelo. Quizá podría haberle pedido un truco de magia al Gran Houdini si el escapista no hubiera sido un descreído de la magia y el espiritismo, enfrentándose incluso a Arthur Conan Doyle, que era un adepto de las hermanas Fox. Houdini era un mutante antes que existiera Charles Xavier, pero también un estudioso de la mecánica, un relojero de las cerraduras y las esposas, un híbrido lovecraftiano que podría haberse incorporado sin problemas al Medicine Show Revue sustituyendo a Allen Ginsberg.

El siguiente capítulo del libro nos adentramos en el reverso luminoso de Candle Cove, las series de marionetas realizadas por Gerry y Sylvia Anderson, carne de la ciencia-ficción más pulp, un Doctor Who pasado por Monchito con un punto de sensualidad y nombres rimbombantes como la maravillosa Thunderbirds. ¿Para qué necesitaban a Chucky en los 60 si tenían a Lady Penelope Creighton-Ward?

El siguiente es uno de los espíritus más atormentados del Hollywood dorado, el gran Montgomery Clift, Monty Clift. Siempre que Cliff entra en mi vida no puedo evitar acordarme de la canción de un grupo aragonés, los Proscritos, liderados por el carismático Jose Lapuente, que decía “Monty Cliff me está mirando/colgado de la pared/ahí fuera los perros ladran/aquí dentro todo empieza a arder”. Clift, uno de los exclusivos eslabones que unen a Marlon Brando con James Dean en el panteón de los grandes, sufrió un accidente cuando estaba en lo más álgido de su carrera. Su rostro ensangrentado, sostenido por su enamorada Elizabeth Taylor -el amor de su vida, nunca correspondido por Clift-, es la metáfora perfecta del abismo de la fuerza infinita de lo inalcanzable. Píldoras y vodka, alejado de la voracidad de las claquetas y únicamente buscando el reflejo de la gloria en papeles extremos cuando James Dean era un ángel que ya nunca envejecería, Monty era un hombre que disfrutaba de Chejov y los barbitúricos a partes iguales. Recordarle, tembloroso, en sus siete minutos de ¿Vencedores o vencidos? puede ser un resumen de una existencia plena de angustia e intensidad artística.

A continuación, un bloque de actrices que se relacionan de manera compleja, tanto en sus formas como en sus fondos. Por supuesto están los maravillosos capítulos dedicados a la relación entre Joan Crawford y Bette Davis, la primera una bomba sexual y la otra actriz carismática, ambas enfrentadas como niñas en una época en la que las estrellas vivían de verdad entre los humanos. La Crawford y la Davis, que acaban confluyendo en la explosión de arte e histerismo durante el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane? pero que previamente han dejado un reguero de amantes, vodka -sí, de nuevo el licor del demonio, que no produce mal aliento-, un póster de Bogart tatuado en el alma, los espejos y quién se acostaba con quién jugado a la carta más alta. Todavía conservo un póster de Johnny Guitar en un armario del sótano con uno de los más grandes diálogos de la historia, uno que resume el amor, espíritu básico de la existencia humana.

Saltar de dos actrices del Hollywood clásico a una estrella del cine para adultos puede parecer un ejercicio muy atrevido, pero nada lo es en demasía en No me judas, Satanás!!! Tracy, que rodó sus primeros largometrajes siendo menor de edad, engañando a toda la escena del valle de California, fue la única capaz de traspasar los límites de la pornografía y ser conocida como actriz en películas de serie B de calidad media-baja e incluso segregar una sexualidad salvaje como secundaria en Cry baby de John Waters, junto a un joven Johnny Depp y un sacadísimo Iggy Pop. Tracy es parte de los ochenta y sus discos tienen un sitio privilegiado junto a los de Sabrina, Estefanía de Mónaco o Bruce Willis. Además, si Leonard Cohen pudo aparecer en un episodio de Corrupción en Miami, Johnny Cash en uno de la Doctora Quinn y Boy ‘Cowboy’ George en otro de El equipo A, nuestra querida Tracy tenía su sitio en la sexta temporada de MacGyver, en el episodio Las mujeres de MacGyver o, incluso, en uno de Las chicas GilmoreTracy Lords en una adaptación televisiva de Stephen King o haciendo de vampiresa en la primera entrega de Blade, un papel con el que entró con fuerza en los noventa para desaparecer de nuestras vidas. Desde aquí, Tracy, siempre tendrás una habitación reservada solo para ti en el Motel Margot.

Las raíces que unen a los referentes de la cultura pop son complejas e inescrutables, hay que estar muy atento para detectar las distintas ramificaciones, pero, otras veces, te lo pone la vida en bandeja. De Tracy a la dupla John Waters&Divine no hay demasiados grados de separación. Divine en Zaragoza, actuando con un radiocasete a modo de primitivo karaoke en la sala En Bruto, carteles que lo demuestran en bares que habrán cerrado mañana, John Waters en Los Simpsons comiendo bombones con sabor a cactus. En esta red, Divine y Charles Manson aparecen unidos. Manson, en un tebeo apócrifo inspirado en La noche de los muertos vivientes con guión de John A. Russo se convierte en el presidente de los Estados Unidos y la serie, con muy pocas ventas, se cancela con el arco argumental inacabado en un cliffhanger épico en el que se ve la frente de Manson y la estática que luce en primer plano. Sid Vicious en la retina de John Waters llorando en su juicio con el pavo frío metido en el cuerpo, sonando en su cabeza. Leyendo a César Martín te parece que John Waters y todo lo que le rodeaba era como una parodia de la Factory de Andy Warhol, donde permanecen los travestidos, pero desaparece el sadomasoquismo y las modelos alemanas tocando la pandereta, cambiando las anfetaminas por mantequilla de cacahuete caducada. Aunque el postureo de Lou Reed casi da más autenticidad a la gente que acompañaba a Waters. Lo mejor de la Factory es John Cale y lo que quedaba de Nico en 1987 -y para eso faltaban muchos años-.

Peor que el postureo de Lou Reed es el de uno famoso escritor -famoso ahora, menos famoso entonces-, que por ahorrarse la entrada de un concierto de John Cale prometió hacer una crónica para un periódico de provincias y se pasó todo el recital pidiéndole al galés canciones de Velvet Underground. Cuentan las crónicas profesionales que Cale, harto, hizo una versión de I´m waiting for the man que mejoraba los treinta últimos años en directo de Lou Reed. Pero deberíamos volver a Waters y sus actrices fetiches, una de las cuales tenía solamente cinco dientes y era a su vez una versión en miniatura de Divine -como antes lo fue Hervé Villechaize lo fue de Felipe González, ya ven que las habitaciones en este motel se comunican-, otra era Deborah Harry, que lo cuenta en su estupenda biografía -de la que hablaré hoy o quizá la próxima semana-, Waters y Divine en Pink Flamingos haciendo de la escatología arte transgresor. Sin más. Porque Waters -y volvemos a las raíces que unen el panteón pop-, acabó haciendo Cry baby y allí ya saben quién salía.

Los dos últimos personajes son, como el resto, hipnóticos. Hank Williams, el gran ídolo del country en los años cuarenta, dipsómano, adicto al sexo, con un complejo de Edipo de manual, pero capaz de ser la versión fuera de la ley de Frank Sinatra antes de la aparición de Elvis Presley. Hank Williams, además de escribir un puñado de estándares de la música honk tonk es el protagonista, y eso nunca debemos olvidarlo, de una de las canciones más evocadoras de la historia, Tower of song de Leonard Cohen: “Le pregunté a Hank Williams si se siente solo/Hank Williams aún no me ha respondido/pero le escucho toser todas las noches/unos cien pisos más arriba/en la torre de la canción”. El libro se cierra con Burt Lancaster, que además de servir como portada y estribillo de un tema de Hombres G -perdonen la boutade-, hizo Veracruz con Sara Montiel, como se encargará Javier Gurruchaga de recordarnos en una canción; fue trapecista; tuvo miedo a que se dieran cuenta de que no era un actor de verdad, un actor del método; besó a Deborah Kerr al borde del mar, con las olas cubriéndoles, en una escena que si no conoces no has vivido en este planeta o tienes un problema grave de cultura básica; fue amigo y rival de Kirk Douglas y le sirvió a César Martín para terminar su libro de recopilaciones con un texto inédito escrito en pleno año distópico.

El libro está documentando de manera extenuante, generando un placer exacerbado en completistas y obsesivos como yo, además de utilizar una prosa sagaz y cáustica, una forma de escribir detallista que demuestra un periodismo donde la historia es la vida y la vida la historia. Una deconstrucción de la mitología de una elegancia sobresaliente. Háganse con él y después, si quieren algo más, permítamente recomendarles algunas otras biografías al límite. Pero eso será en una próxima entrega.

  • Collages: @Rosina Abós

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