En este blog nos empeñamos en decir que hay muchas metas ecosociales que debían cumplirse en el año 2030. Cuanto menos avancemos más vulnerables seremos. Cada vez lo decimos más alto, porque tanto los oídos gubernamentales y empresariales, como los de la ciudadanía parece que han sucumbido a la sordera crítica. Esta no tiene que ver con la capacidad auditiva sino con la cerrazón mental o la huida hacia no se sabe dónde. La mayoría de la gente ha restringido su campo de mirada. También lo ha materializado añadiéndole magnitudes más o menos visibles: cantidades de dinero, de bienestar, de felicidad, de trabajo, de amistades, de casas más o menos lujosas y chalets, del coche más avanzado… y así un largo etcétera.
Tanto es así que se puede decir que lo que no se ve, no golpea fuerte y en un momento no existe. Quizás se piense que el tiempo (días, años o nunca) lo resolverá. Un lugar especial de este ninguneo, trágico donde los haya, es no responder ante el hecho innegable de que el aire que respiramos no es bueno. ¿Cuánto y cómo? Cada día más y a peor. Lo que antes eran síntomas se están convirtiendo en estados permanentes. Me encantó leer algo de lo que dice Corine Pelluchon, la filósofa francesa de la que se dijo en un periódico que se podía llamar “la pensadora de lo vulnerable”. No se queda en la defensa de las vulnerables mujeres ni en los ignorados animales, sino que los problemas los mira desde el objetivo de nuestra propia finitud. Pelluchon, en Ética de la consideración, señala cómo imprescindible remontar nuestras dificultades para cambiar un estilo de vida propio de un modelo de desarrollo -mayoritario y potenciado por quienes nos conducen socialmente como consumidores- que nos aboca a la enfermedad, o incluso a la destrucción de una parte de nuestra especie.
¡Cuántas veces se nos escapan detalles de vida útil por no darnos cuenta de que no somos invulnerables! La contaminación del aire serviría como ejemplo de eso que parece que no se ve pero está actuando un día tras otro y afecta al colectivo pero también a nuestra singular salud. Entones uno se pregunta ¿qué queda de invulnerable? No acierta a encontrar la respuesta. Estudiamos en la escuela la composición del aire troposférico. ¿Qué permanece de aquellas proporciones? ¿Acaso el porcentaje de oxígeno es el mismo y ese 1 % que quedaba tras restarle nitrógeno y oxígeno también? Alguien llamó a esta visión del aire una idea escolar fija que es tremendamente transitoria. Mis alumnos lo escuchaban más de una vez. Incluso aludiendo a la composición del aire del aula antes y después de la clase cerrada, o cuando llegábamos a otro espacio masivamente ocupado y con las ventanas cerradas. Así que no me molesta que me tachen de exagerado cuando digo que el aire es uno de los nichos de los vulnerables –no concretados en un colectivo- despreocupados.
Creíamos, ilusos somos y por esas veredas insistimos en caminar, que todos nos habíamos dado cuenta de que el aire enferma, particularmente en las ciudades, y nosotros con él por respirarlo. Bastantes políticos, regidores municipales, desoyen las advertencias del IS Global de Barcelona y del Instituto de Salud Carlos III de Madrid. Aun así sueñan con hacer de sus ciudades NetZeroCities.
Nos acabamos de enterar de que ninguna de las 20 grandes ciudades españolas cumple en este momento los límites de contaminación del aire que manda (impone) la Unión Europea en el caso de la partícula finas. Solamente cuatro —Las Palmas, Alicante, Vitoria y Elche—se encuentran dentro del tope que marca la UE para el año 2030. Es más, según el informe que Ecologistas en Acción realiza sobre la calidad del aire en España las cosas van mal, no se han hecho los deberes. Por lo que respecta a las ZBE (Zonas de Bajas Emisiones), que las ciudades de más de 50.000 habitantes deberían haber puesto en marcha el 1 de enero de 2023, en estas fechas solo 7 de las 20 ciudades más pobladas de España tienen en vigencia su ZEB, según los datos del Ministerio para la Transición Ecológica expresados en un mapa bien bonito que tenemos al alcance.
¡Cómo sea cierto lo de sin fecha de caducidad! Mientras esto sucede, toda la conversación política gira sobre las corrupciones en la compra de mascarillas, que al paso que vamos van a ser obligatorias sine die en ciertas calles. Bien está que se denuncie la mala praxis pero habrá que dejar hueco para armonizar esfuerzos que respondan a una pregunta sencilla: ¿Qué calidad tiene el aire que se respira en las ciudades? ¿Qué repercusiones puede tener en la salud ciudadana? Ya veo unos grandes semáforos que avisen si se entra en zonas urbanas de mascarilla obligatoria. Una parte de la ciudadanía protestará: prefiere sentarse a tomar algo en una terraza al lado de la parada de varios buses urbanos. ¿Tendrá este desatino fecha de caducidad?