El título de esta entrada está casi copiado de una novela de todos conocida: El olvido que seremos de H. Abad Falciolince. En ella se relata con gran maestría la vida del padre médico, en un complejo entorno social y político. Parece que el título de la obra viene de una nota manuscrita que el médico portaba en un bolsillo cuando lo asesinaron. Se trataría de un soneto de Jorge L. Borges que en uno de sus versos decía: Ya somos el olvido que seremos. Hablaba de los recuerdos cuando faltemos. Aquí lo aplicamos al agua, que no es otra cosa que una metáfora del tiempo. Esta entrada del blog quiere llamar la atención sobre el agua que somos, pero no para hablar de porcentajes en nuestro cuerpo sino del tiempo vivido medido en agua. Sirve para interpretar, siquiera mentalmente, nuestro contacto con las aguas de cualquier día, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, en cualquiera de las actividades de trabajo u ocio; acaso su falta aparezca en algunos pasajes.
Agua de la que dependemos siempre, ahora mucho más pues la necesitamos a raudales y no llueve: los embalses están casi vacíos, los ríos se han convertido en un esqueleto de sueños. Imagen oscura o brillante, y a la vez laberíntica, que aparece como retándonos al olvido que seremos por no saber recordar sus bienes. O acaso echándonos la regañina por haber derrochado en maniobras diversas la poca que teníamos, que nos correspondía por vivir en un lugar determinado.
Según parece, en la mitología griega, a quien moría le daban a elegir antes de volver a nacer dos posibilidades: una era beber de un río que le proporcionaba el olvido absoluto de su vida anterior y la otra le otorgaba la posibilidad de recordarlo todo. Habida cuenta del riesgo en que nos encontramos en relación con la disponibilidad del agua, cabe preguntar algo parecido a cada una de las personas y a todas en conjunto. Si nos olvidamos del pasado y presente de nuestra relación con el agua o mejor recordamos todo si esto nos ayuda a sostener un futuro menos incierto.
Desde muchos lugares se nos lanzan mensajes que nos recuerdan el riesgo de los olvidos. Hoy mismo, 22 de marzo, se celebra el Día Mundial de las Aguas, en plural porque hay muchas, con diversos usos, en formatos más o menos útiles para nosotros. El singular es poco más que una fórmula química en donde se combinan hidrógenos y oxígeno. El plural nos dice que más de 2.000 millones de personas no tienen acceso a agua potable de calidad ni un saneamiento apropiado según cuentas de la ONU que aún aspira a convertirla en un bien común. Sus metas se articulan en el tan añorado ODS. núm. 6. En el planeta de las aguas que es la Tierra habitan muchos más seres que dependen del agua.
Agua de las mil maneras, como sabe bien quien esto escribe pues se crio en la estepa de los Monegros aragoneses, en donde se adoraba al agua por su escasez. Cómo olvidar las balsas y los pozos donde se recogía el agua de lluvia, siempre insuficiente, para beber personas y animales; no sin antes despojarla de aditamentos varios. Agua de recuerdos del monegrino que en la Balsa Seca, vaya nombre contradictorio, llenaba el botijo cuando faenaba en el campo. Atrás quedaron las novenas y la canción infantil que imploraba a la Virgen de la Cueva que lloviese. Esa tonadilla pedigüeña que parece ser que surgió en alguna localidad levantina en el siglo XVIII. Las generaciones posteriores han bebido otras aguas, más seguras y ya no la cantan.
Por entonces nada se decía que la vida es algo así como una metáfora del agua, que se la iba a elevar a la categoría de derecho humano, en forma de 60 litros por persona y día. Tal importancia tiene hoy que la ONU viene publicando cada año sus informes. Esos que nos dicen cómo va evolucionando ese derecho en el mundo, nos avisa que todavía no lo disfrutan cientos de millones de personas. Hay que leer los informes y saborearlos para entender el agua que fuimos y podemos ser, esa misma que también buscan otros. Aguas que son mitos, como aquellas que perseguía Narciso para ver su belleza reflejada y al final acabaron con su vida.
Aguas del recuerdo y del olvido hay muchas. Agua de Alfonsina Storni, que veía como «Elásticos de agua mecen la casa marina. Como a tropa la tiran. La tapa del cielo desciende en tormenta ceñida: Su lazo negro. Vigila. Asoman en la tinta del agua su cabeza estúpida las bestias marinas». Agua para no olvidar. Como aquella agua cortesana que recitaba Juana de Ibarbourou: El agua tiene un alma melancólica y suave/ que en el lecho arenoso de las ondas solloza,/ atrae, llama, subyuga. ¡Dios sabe si la nave/ que naufraga, en sus brazos de misterio, reposa! O esas aguas del olvido, Guadalete eso significa, de las que se ocupa Antonio Muñoz Molina en una de sus sugerentes relatos “Nada del otro mundo”. Porque en la mitología griega Lete era el río del olvido, como también se atribuye al gallego río Limia. Aguas que son mitos y a la vez realidades, porque nada esconden y a la vez bastante ocultan, máxime si se ponen en nuestras manos; menos cuando les reconocemos su valía.
Agua de ayer y de hoy para no olvidar ni a los que la despilfarran ni a quienes no la tienen ni para satisfacer sus necesidades básicas. Siempre hay “Distintas formas de mirar al agua”, como nos recordó Julio Llamazares, a quien podríamos llamar algo así como el escritor del pueblo sumergido. En la novela cuenta el último regreso de una familia a la masa de agua empantanada que cubrió sus tierras para arrojar allí las cenizas de quien fue marido, padre, suegro y abuelo de todos ellos. Agua diferente o parecida a aquella que en las tierras sedientas de África se extrae de los pozos cada vez más secos.
Agua detenida en cualquier embalse y agua oculta en el subsuelo son dos caras del olvido que no podemos llegar a ser. No son mitos. Son realidades también presentes en la vieja España, esa que la urbanización se tragó a destiempo. La misma que ahora no sabe si el agua sobrará o faltará, no le preocupa. Ni siquiera cuando se habla de la penosa estampa de la Tablas de Daimiel o Doñana a causa de extracciones múltiples de sus acuíferos. Tampoco del nivel de los embalses, que son algo así como esperanzas contenidas a la vez que el monumento a muchos olvidos, allí donde se construyó la presa y debieron huir sus moradores. Acaso ninguno de ellos quiso ver un mundo en guerra asolado por una sequía, que a la vez se había convertido en el privilegio de unos pocos, tal cual lo describe Emmi Itäranta en “La memoria del agua”.
Por solo esto, pero hay mucho más en los poderes de las aguas. Aguas del recuerdo con las que remontamos el tiempo, para nunca caer en el olvido que seremos y abandonarnos a su curso. Aguas verdaderas porque entre todas forman la alegoría de la vida: agua como derecho humano fundamental, que no puede ser de un solo día, sino una metáfora prolongada del devenir de todas las personas.