Vivimos en un presente sustentado en la explotación abusiva de los recursos materiales. Lo cual nos coloca un permanente futuro imperfecto. Se acabarán los patrimonios de no ser que aumenten las prevenciones ambientales: potencial con varios condicionantes detrás. Los tiempos vitales se conjugan con los residuos y vertidos industriales, que van desajustados en personas y número. Suenan verbos que alertan de que se ha incentivado la compra del vehículo privado y se ha abandonado el transporte público; que esa movilidad del cada uno con su coche de estos últimos 60 años tiene mucho que ver en el cambio climático y con la salud. ¿Dónde quedará la gente?
Dicen quienes mandan que todo se arreglará con la Agenda 2030. Aunque a este paso va a tener menos páginas rellenas que un calendario de bolsillo. Hay quienes aseguran que la legislación renovará todo, para bien. Ahí están las muchas leyes y normas existentes y las que vendrán a la carrera tras el Pacto Verde Europeo. Tanto avanza (sic) la sostenibilidad que figurará en todos documentos oficiales, al menos en sus preámbulos. Se nos antoja raro que a partir de ahora se apueste en la normativa por un cambio del modelo vivencial y contra ese desarrollo/crecimiento responsable del deterioro ambiental. Pero demos tiempo.
Se escribe y difunde que cada administración (estatal, autonómica o local) que se precie ya está redactando la coordinación entre departamentos para llevar todo esto a término. Han diseñado sus fases de implementación; tienen muy claros los criterios y momentos de valoración de las acciones. Además, todo gobierno se dotará pronto de un órgano de vigilancia independiente, cuyas recomendaciones tendrán carácter vinculante. Están tan preparados para completar bien este proceso de cambios productivos y ambientales que ya tienen comprometida una sustancial dotación presupuestaria. Se dice que la Unión Europea va a destinar millonadas de euros al tránsito hacia una preponderante sostenibilidad. Ojalá las grandes corporaciones no acaparen casi todos.
Cada vez más gente puede hacer propia esa tendencia de sostenibilidad que se escucha por todos los lados; cual misión redentora de los males ambientales. Pero cuidado con sucumbir sin reflexión a la sostenibilidad publicitada y escasamente reflexionada. Tal como se disemina el término se corre el riesgo de que termine desgastado, como otros muchos que afectaban al pensamiento y bienestar colectivo. Más o menos lo que antes se llamaba ética, pero ahora lleva añadida la dimensión ecosocial.
Las astutas empresas también nos la venden. Se adelantan con su protagonismo reverdecedor. Ya florecen varios fondos de inversión que manifiestan que se van a dedicar a impulsarla en cualquier generación de riqueza o actividad. Incluso las comercializadoras eléctricas se publicitan como verdes. Nos trae a la memoria el olivo centenario de aquella película de Icíar Bollaín que acabó en un vestíbulo, dando lustre ecológico a una supuestamente dañina energética alemana.
No falta gente suspicaz con la gran conversión. Le cuesta creer que los perezosos gobiernos y las empresas nos vayan a ayudar a cambiar nuestros estilos de vida. Los mismos que han permitido o provocado ‒o al menos ayudado por acción u omisión negando evidencias‒ una buena parte de los desastres del descabellado modelo de crecimiento. Por eso se duda de la publicidad ambiental con que ahora abruman día sí y otro también. Es más, tanta hay que no da tiempo de pensar si sus voluntades parecen inequívocas.
Levantan su voz advertidora las ONG pero también se oyen desde la ciencia y organismos internaciones. Alertan de que esa publicidad es de por si insostenible si se queda en la laminación de las preocupaciones ambientales, vía emoción exprés. Demasiadas veces decae el interés por el cambio de estilo de vida si aparece la autosatisfacción no razonada. Es más sanatorio comprometerse con la sostenibilidad que solo comprarla. Da más réditos personales y sociales. Alguien tituló la inversión personal como generadora de cultura y recursos ecosociales. ¡Ahí es nada!
No podemos resignarnos a que el maquillaje ambiental, por más que sea bien consumido, mejore nuestro exterior mientras el interior no se conmueve. No seamos como los gobiernos que en este asunto están presos del cortoplacismo. Hemos sido testigos de que lo que el departamento administrativo encargado de la imprescindible transición ecológica propone es contradicho por las acciones del resto. Pensemos en la simple gestión del agua, en la contaminación del aire por actividades industriales o de movilidad incentivada, en la lucha razonada contra la pobreza energética y otras cuestiones ecosociales de fuerte impacto.
Las voces que nos alertan sobre la necesidad de un cambio en los estilos de vida desde hace más de 30 años apenas han conseguido rascar un poco en la tan nombrada concienciación ambiental. Transitando en ese estadio se encuentra bastante gente a la que el “viejo progreso” no le genera emoción, como puede ser, hay otros grupos activos, el Foro Transiciones. Luchan porque lo que en un principio fue un compromiso minoritario con el medioambiente se convierta en un reto de humanismo crítico en la actualidad.
Es hora de pasar a la acción. Dejemos la pereza y hagámonos cómplices en el ejercicio continuado de la nueva marca existencial, aunque sea poco a poco. No nos quedemos en los ecogestos, en el maquillaje que con el tiempo y el calor se desvanece. Sobran consumidores de sostenibilidad. Hacen falta productores de tránsito ético, tanto de cercanía como hacia el ancho mundo.