La alimentación es una permanente preocupación individual y colectiva. Desde tiempos inmemoriales ha ocupado el centro de la actividad humana. Desde siempre ha estado envuelta en una paradoja continuada: unos han disfrutado de mucho mientras otros se han debido conformar con poco. Tal es así que las hambrunas han escrito una parte de la historia colectiva, siguen redactándola. Un repaso a las más recientes plagas alimentarias obliga a citar la de Irlanda alrededor de 1850, la rusa tras la I Guerra Mundial y otras posteriores, la vietnamita de 1945, la de Corea del Norte a finales del siglo pasado, o las que han padecido China, Bangla Desh o África, donde se está haciendo estructural en determinados territorios. También España sufrió en el siglo pasado bandazos que lastimaron la vida de mucha gente.
Hoy en día, a pesar de los avances tecnológicos en la producción de alimentos y el multicomercio para la distribución, la alimentación y la nutrición de una buena parte de las personas se ha convertido en un grave problema social, aunque en la privilegiada Europa no se haga visible en la calle. En mayo de este año 2020 se publicó el Informe de la Nutrición Mundial. Medidas en materia de equidad para poner fin a la malnutrición en el que se constata que la alimentación humana sigue siendo un desafío mundial, de apremiante abordaje. Lo es que una de cada nueve personas padezca hambre, que un tercio de las personas tenga sobrepeso u obesidad, que cada vez más países deben enfrentarse a la contradictoria sobrecarga de que la desnutrición de muchas personas coexiste con el sobrepeso, la obesidad y varias enfermedades no transmisibles relacionadas con la dieta (ENT) en otras. El informe lamenta que la reversión de esta situación sea demasiado lenta, que corra el riesgo de no producirse. De hecho, ningún país de los 195 testados por los investigadores del informe ha diseñado las acciones para cumplir los diez objetivos de nutrición mundiales para 2025 y solo 8 están bien posicionados para conseguir cuatro de ellos. Nos viene a la memoria lo que leímos hace poco más de dos años en Global Nutrition Report 2017. Allí se avisaba de que 140 países se enfrentaban ya al menos a una de las formas principales de este desastre humanitario: una extendida anemia en las mujeres en edad para procrear, un creciente sobrepeso de los adultos y niños, y grandes bolsas de retraso por malnutrición infantil. Estas y otras lacras hacían que casi el 90 % de los ciudadanos objeto del estudio en esos países estuviesen muy afectados por dos o tres de estos trastornos. Cada vez queda más lejos, lo denuncia la FAO, aquel compromiso colectivo que supusieron los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que en el enunciado del número dos decía: hambre cero y seguridad alimentaria.
A la vista de estos últimos datos, de las tendencias acumulativas que denuncian cabría pedir una implicación política y social –ambos ámbitos parecen demasiado permisivos o despreocupados- para revertirlos antes de que sea demasiado tarde, porque los impactos lesivos en unos se multiplicarán también en otros. La comida discurre por laberintos difíciles de controlar, a pesar de ser una preocupación colectiva y por eso debería unirnos en la búsqueda de su organización menos desigual. Los intentos de formación a la ciudadanía y a los consumidores no sirven frente a los que publicitan los generadores de tendencias que sostienen las grandes redes de la alimentación, cuyos integrantes no hace falta señalar pues son de todos conocidos. Todo esto va en sentido contrario del derecho humano que supone la correcta alimentación.
Mientras todo esto sucede, la comida saludable trata de abrirse camino en las prácticas alimentarias, sobre todo en los países o familias que puede permitírselo. Alimentados y a la vez desnutridos, otra de las paradojas del vivir, tanto que alguien que estudia estos temas afirmó que “la dieta causa más muertes y enfermedades que el hambre”. Lo sufre gente rica que se atiborra de alimentos incorrectos en cantidades desaconsejables o hace dietas peligrosas. A la vez, los pobres de todo el mundo, y en particular los de países de ingresos más bajos, tienen una dieta cada vez más pobre en nutrientes básicos.
Mientras, la covid-19 se extiende por todo el mundo y daña demasiado a la seguridad alimentaria y la nutrición. Durante estos meses se hacen más visibles los trazos menos amables –amplificados por la vulnerabilidad de la vida humana y la fragilidad del sistema- de la elongada geometría social, marcadamente asimétrica y en donde asoman fronteras temporales y geográficas. Acabamos recordando un titular del diario Le Monde de noviembre del 2017 que resume el estado actual de las cosas y las perspectivas de futuro: la malnutrición no perdona a ningún país, la humanidad no perdonará jamás a quienes pudieron hacer mucho por evitarla.