Pasado mañana de anteayer

Lo que sigue es más que nada una conversación con uno mismo, por tanto cargada de subjetividad. ¿Quién sabe si puede servir a alguien más? En este escenario que nos ha tocado vivir sucede todo tan despacio que uno no acaba de entender qué día es hoy. Si el que sumó uno a ayer o el que restó algo al mañana. A la vez, los ciclos pasan sin darnos cuenta; cada cual tiene su calendario, a veces una misma hoja contiene muchos renglones de escritura. El número del mes apenas importa, 18 es más o menos lo mismo que 24; si es lunes o viernes casi es lo de menos, a no ser que se trabaje de forma presencial o telemática. Las jornadas se cuentan y sin quererlo te pasas al descuento que no sabes de qué restarlo; que se lo pregunten a quienes fueron atrapados por la espiral pandémica o a la gente que cuida.

El hoy se ha dilatado tanto, por las similitudes entre las jornadas, que parece que las 24 horas que antes lo delimitaban tienen una duración indeterminada, acaso interrumpida por las noches, más o menos durmientes. El reloj, tan reconocido hasta hace poco, ha perdido su función primordial para muchos de nosotros. Si miramos bien, de verdad, queda reducido a un amasijo de cuestiones puramente biológicas, propias y ajenas. Acaso logremos algo de paz emocional si se recuerda lo que sucedió anteayer, aquel lejano estadio de hace un par de meses. Sirve para no lamentar el pasado mañana, o creer que estos días que llevamos de confinamiento sean simplemente un paréntesis. En esta condición colectivo de shock hasta ha perdido casi todo su valor el “más pronto que tarde”, porque a nada que te descuides compite con su contrario.

Empiezas a sumar desde el 15 de marzo, más que nada para ser consciente de tu templanza y ahora te enteras de que la cosa empezó mucho antes, en febrero y llegó por distintas vías. El calendario se desdibuja, casi se ha borrado el mes en el que nos encontramos; de él han desaparecido efemérides y fiestas. Algunas se retrasan, otras se suspenden para pasado mañana, pero ya no será lo mismo. Poco hay que celebrar colectivamente, aunque quienes sufren directamente el impacto de los días sufrientes soporten las cosas de otra forma, sobre todo si no aciertan a ver el mañana, mucho más si el anteayer ya los tenía malheridos. Perdimos la cuenta de los que faltan, esos que dejaron de mirar el calendario. Para los no infectados por ahora, el desconcierto con pena. El tiempo desapareció tras las rutinas, aunque estas ayuden a sobrellevarlo mejor. En momentos concretos, da casi lo mismo que los números de damnificados crezcan o se estabilicen, pues ni siquiera de eso hay seguridad.

Hablan los que saben de cifras y datos, comparan con ayer o anteayer, periodos que no se sabe si es cuando empezaron a contar. Tras los números vienen los porcentajes, sostenidos o crecientes, mezclados con criterios cambiantes. Se diluye el tiempo, qué más da. Las gráficas tratan de esclarecer el futuro que tampoco tiene marca en el calendario. Seguro que será pasado mañana, en un mes, un año o quién sabe. Hay números para pensar en positivo o no tanto; depende de quien los lea. Ya lo versó el poeta Ángel González: “Ayer fue miércoles toda la mañana./ Por la tarde cambió:/ se puso casi lunes,/ la tristeza invadió los corazones/ y hubo un claro/ movimiento de pánico/…/Por eso mismo,/ porque es como os digo,/ dejadme que os hable/ de ayer, una vez más/ de ayer: el día/ incomparable que ya nadie nunca/ volverá a ver jamás sobre la tierra».

Tiemblan incluso quienes disfrutaban de todas la bienaventuranzas, no digamos aquellos que ya tenían un pasado extremadamente vulnerable, que son en parte una sombra derribada que no sabe como pronunciar el mañana. El virus se ha enseñoreado por todos los lados, ha puesto en quiebra el neoliberalismo de anteayer, que dicen estaba sustentado en un proyecto ideológico de libertades: ganancias sin límites que han debilitado hasta las instituciones supranacionales que antes miraban hacia el futuro para librarnos de las incertidumbres de anteayer. Ha sido un golpe brutal en su línea de flotación, supuestamente asentada en el beneficio para todos cuando hay mucho a repartir. Tanto ha cundido el desánimo que mucha gente se pregunta dónde ha quedado del espíritu combativo colectivo de hace unos 40 años.

Dicen que estos episodios nos devolverán un poco la humildad de tiempos pasados, más o menos remotos, que para nada eran la Arcadia feliz. Lo que sí es seguro es que nos han recordado la fragilidad de pasado mañana. Pocos se atreven a pronosticar cuándo y cómo llegará ese momento. No hay garantías sobre lo que surgirá después, este año y los siguientes. Si atendemos a los augures económicos es para ponerse a temblar. En particular quienes ayer ya vivían en precario, cuando el dinero no alcanza. Como se vuelva a los sistemas mercantiles de anteayer cualquiera sabe la revuelta social que puede generar. No la queremos. Por eso, huimos de las previsiones económicas, para no hundirnos en el desánimo. Nos preguntamos quién pagará todo lo que necesitamos para volver a la diferente normalidad que pronostican los que mandan. ¿Quién socorrerá a los vulnerables que ya lo eran y ahora han visto crecer la distancia social en sus vidas?.

El pasado mañana era cosa de otros, ahora es temido por todos, inexorable. No estará exento de espantos; el cambio climático arreará fuerte. Por eso, es urgente prever una renta mínima básica, como un derecho humano. Cada euro o dólar que se invierta ahora mismo traerá algo de legitimación del concierto colectivo, el único que asegura el futuro, si es que existe tal cual lo imaginamos. Cada euro entrará en la cadena mercantil viajando tras dar muchas vueltas a no se sabe dónde -puede que una buena parte hacia los acaparadores- pero al menos habrá librado en algún momento de la penuria particular. Parece indudable que una sociedad que tiene mal repartida la riqueza no solucionará mañana las sucesivas crisis que le van a llegar. Hemos oído comentar que los países septentrionales europeos -que ya no son lo que eran por cierto- pasarán menos males que los demás porque las desigualdades no son tan grandes. Algo similar se dice de Nueva Zelanda, algunas de cuyas últimas prevenciones están en las antípodas de las de aquí. Lo que sería bueno, conveniente incluso para los privilegiados pues de otra manera se les estropea el negocio, es que se articulase un pacto social, intergeneracional, marcadamente ambiental.

Pasado mañana no será como anteayer. Acaso tenga una liturgia propia. ¿Quién sabe? En ocasiones, cuando la mente se adorna de ilusiones se aclara un poco, aunque mantiene veladuras. En esos momentos, imagina proyectos y esperanzas. Los compartimos con quienes tenemos cerca para acrecentarlos; los enviamos vía Internet, a cuanta más gente mejor. Aunque el ejercicio sea efímero nos reconforta, volvemos a mirar bien el calendario, con cautela, eso sí. En el tiempo prolongado de los días monótonos nos llegan imágenes de cierta esperanza. En España, las lanzan batallas personales superadas o gente con ropaje sanitario, y de otros colores. Las emociones que transmiten nos evocan una pasado mañana un poco menos agresivo. Es de esperar que toda esa gente tenga pocas dudas de que hace falta un nuevo contrato social, más centrado en las personas, más acogedor con los más vulnerables, menos obstruido por los múltiples egoísmos de los partidos políticos. Portugal en el horizonte, por si no queremos mirar muy lejos.

Una niña mirando desde su balcón. (EUROPA PRESS)

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