Mis primeros recuerdos del tenis femenino son muy vagos y se centran especialmente en el rarísimo nombre de una chica, Evonne Goolagong. Era cuando Margaret Court lo ganaba todo y Franco se hacía fotos con unos salmones que abultaban más que él. Pero, en fin, lo nuestro era el tenis masculino desde Gimeno, y lo fue definitivamente cuando llegó Santana. El único que ponía objeciones a aquel desperecio por el tenis con faldita era mi padre, que aparte de un poco sátiro, que vaya usted a saber, recordaba con su infatigable memoria a Lily Álvárez, que había ganado Wimbledon. Se ve que aquella dama, como se dice hoy, le ponía lo suyo… Empecé a comprenderle cuando vi nadar a Mari Paz Corominas, aquella musa de mi adolescencia.
Pasaron los años. Ganaban los torneos chicas no muy vistosas: aquel elegante pececillo llamado Chris Evert, por ejemplo… O la gran Martina, nunca demasiado preocupada por el desinterés de los varones. Hasta que llegó ella: la espléndida Sabatinni, la argentina de mirada lenta y cuerpo vertiginoso, Gabriela: clavo y canela, diría Jorge Amado. Fue el primer bellezón del circuito que yo recuerde. Eran tiempos en los que Argentina tenía el monopolio de los guapos: ahí estaba Guillermo Vilas, haciendo polvo el corazón de la princesa que nos tenía presos a todos…
Luego llegó nuestro tenis femenino. ¿Qién puede olvidar aquel domingo en el que Arantxa ganó su primer Garros? LLegaron los triunfos de Arantxa y Conchita y nos sentimos de pronto invulnerables. Las adorábamos: pero sobre todo por sus méritos deportivos, ¡ay! Recordaba un poco aquello que decía la Caballé con tanta gracia: a ver si mis compañeros dejan de mirarme como a una diva y me miran alguna vez como a una mujer.
El hechizo volvió con Ana Kurnikova. Entre los contratos publicitarios y el novio la pobre no tenía tiempo para nada: su carrera deportiva se quedó ahí, en una top ten efímera. Mona, una rato, pero poco más: un arranque de misticismo le llevó tempranamente a interesarse por todas las Iglesias, especialmente la de San Enrique, y ahí quedó todo.
De manera que cuando apareció la maravillosa gata rubia, la esbeltísima espía que surgió del frío, María Sharapova, todos pensamos que sería también flor de un día. Y eso que arrancó ganando un Gran Slam.
Nos equivocamos de medio a medio. No sólo es peciosa hasta decir basta: es que además juega al tenis en serio, se lo toma como hay que tomárselo. Y, de repente, en el reino de la prodigiosa Henin o de las poderosas hermanas Williams, ha aparecido este lujo de la naturaleza. Que juega, gana y es divina. Es como ver a Mari Paz Corominas ganar un par de oros olímpicos. Gracias, María, por devolverme tanta perdida, inolvidable adolescencia…