Un deportista es aquel que sabe que el triunfo del otro es también una recompensa: la de haber encontrado alguien mejor

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O camisinheiro

Robinho desembarcó en Cádiz como un terremoto. Jugó los pocos minutos que su condición física le permitían: parecía una cerilla y acababa de concluir el campeonato paulista, creo recordar.

Un Madrid atascado, en el que todos corrían, todos sufrían y ninguno encontraba el camino vio aparecer aquella cosita que, entre bicicleta y bicicleta, le puso a Ronaldo un gol en las botas. ¡Dios mío: ¿de dónde había salido aquel genio?!

El problema era otro: saber adónde había llegado. Poco después sufría, corría y no encontraba el camino: era uno más de aquel despropósito cuartelario que no entendía ni de geometrías brasileñas ni de vírgenes andaluzas. Luxemburgo, López Caro… parece que ha pasado un siglo y fue antesdeayer.

Adquirió una sólida fama de maula, mientras por la banda derecha del Camp Nou empezaba a dibujar locuras un tal Messi.

La comparación se antojaba sonrojante: ciertamente el chico seguía haciendo bicicletas y era cazado de vez en cuando dentro del área, con el eterno beneplácito arbitral, que nunca creen a los habilidosos. Pero tenía lagunas de órdago, y desaparecía con una facilidad preocupante en un equipo que siempre aspira a todo.

Algo tenía de ídolo caído, a pesar de haber ganado la Liga pasada: viva moneda que nunca se volverá a repetir. Encima cogió fama de juerguista, con o sin razón. Alguien habló de venderlo. Chico, del mal, el menos: aquel deportivo tenía menos motor que una vespa.

Quedaba, eso sí, la sorpresa de su buen rendimiento con la canarinha. ¿O no? ¿Cómo se entendía que fuera el máximo goleador en Sudamérica y un petardo en Europa? En el último partido con Brasil encargó cuarenta chubasqueiros: o el chico era un superdotado o era tan buena gente que pagaba esa ronda.

De manera que regresó al vestuario entre carcajadas de todo el mundo. Menos de Schuster, que ha jugado al fútbol y sabe que cada uno es cada uno. “Chaval”, le dijo, “tú haz lo que sabes. Juega y sé feliz. Y no te preocupes de nada más”.

Desde entonces ha vuelto el chico de Cádiz. Si algo quiero destacar aquí no es su facilidad deslumbrante para el regate, que es algo con lo que se nace.

Quiero destacar su compromiso, y eso son palabras mayores. En el partido frente a Osasuna, que no fue su partido, tomó un balón en su banda y se vio rodeado por dos contrarios.

Aquello era un jardín sin salida, salvo para él: sacó la pelota, el balón pasó por Guti y Van Nistelrooy y le llegó a Snejder en el borde del área. Y, de pronto, como una sombra, apareció Robinho por la derecha: había corrido cincuenta metros para hacerlo a tiempo.

El defensa se abrió, para detener la puñalada lateral: y era todo lo que necesitaba el holandés para soltar un zapatazo de los suyos. Gol, y se acabó el partido.

No fue el mejor. Pero esa jugada explica cuánto han cambiado las cosas en el Bernabéu. Para bien.

Tres eran tres

No ha sido mala la cosecha: tres de cuatro. Sevilla, Barcelona y Real Madrid han pasado a octavos de la Liga de campeones, están entre los dieciséis aspirantes y, además, cuentan con el factor campo en sus próximos enfrentamientos. Primeros de grupo: ¡casi ná!

Una hazaña para este Sevilla esquizofrénico, que ha desaparecido de la competición nacional y es capaz de dejar atrás al Arsenal, superando el shock del 3-0 en el primer partido, ante los gunners precisamente. Se los deja, como un regalo envenenado, a sus compatriotas.

Tampoco está mal lo del Barça, con alemanes por medio y el siempre temible Olympique de Lyon, que tantos estragos hizo en la línea de flotación de su eterno rival español.

Los franceses, que empezaron desganados, han conseguido al final, como todos los años, ser un grupo temible, perfectamente acoplado al ritmo de samba de Juninho Pernambucano y aliñado con una nueva estrella emergente (¿cuántas van?) del fútbol francés. Tampoco deja mal recado para los primos peninsulares.

También había alemanes en el grupo del Madrid, pero los teutones han fracasado estrepitosamente este año: un sorprendente (¿?) equipo helenos, el Olympiakos, ha dejado fuera a los verdes de Bremen. Y a un lacio equipo italiano, además.

Parece un regalo más apetecible que los anteriores, pero juraría que de los griegos ya no se fía nadie, sobre todo desde que probaron el bacalhau a portuguesa. Yo al menos no lo haría, forasteros.

Enseguida sabremos qué nos espera en primavera. En el bombo de enfrente, como un dolor de muelas compartido en Concha Espina, la Masía y Nervión, los reds de Anfield Road, el castillo de Rafa Benítez en el que la Reina tiene atrancado el puente levadizo y desde las Torres se disparan saetas de efecto mortal.

Que me digan a quién hay que poner un telegrama si juega Arbeloa en el Bernabéu y pasa el Liverpool la eliminatoria.

Tres eran tres. Esperemos que nos salgan mejor que las hijas de Elena, caray.

El silencio de Quique

El chico es obediente y se ha ido ya. Él pilotaba la cuarta nave: un Valencia que empezó siendo el visitante más feroz de la Liga española, aunque al llegar a casa se encontrara sistemáticamente con la gota fría e hiciera aguas.

Tradicionalmente solvente en Europa, esta vez hasta el equipo noruego de toda la vida, el Rosenborg, le ha burreado.

Total: un equipo que ha cambiado de manos, dejando el aroma a romancero del hijo de Isidro para ser manejados por dos payos de ley: el bombardero Koeman y el jettatore Baquero. ¿Para qué? Buena pregunta.

Me sorprende que entre las causas de la crisis valencianista nadie cite a Luis Aragonés

. España se ha clasificado para la Eurocopa a base de ordeñar las escasa leche de la vaca de Mestalla: Albiol, Marchena, Villa, Silva, Albelda y Joaquín han viajado más que los baúles de la Piquer, que también era de allí, han fatigado los campos de Europa en busca de un pasaporte para Austria y Suiza y se han vaciado.

Lo siento por un equipo que ha jugado la final de la Champions y ha ganado la UEFA en esta misma década. Me parece especialmente elocuente el silencio de Quique Sánchez Flores en estos momentos. Y en otros, anteriormente.

Y especialmente elegante.

Franquismo del bueno

Había cundido el pánico a las orillas del río de los golfos y de los genios, donde se bañan Joaquín Sabina y José Tomás: se habían traído de Italia un portero que parecía discípulo de Pavarotti por la afinación con la que cantaba. Algunos, incluso, le cambiaron el nombre de Abiatti por el de Averiatti.

De manera que al inicio de la temporada, cuando las cosas no terminaban de salir, cundió mucho el franquismo por el Calderón: sólo que Franco había estirado mucho y hablaba con acento porteño. Que no se nos lesione Leo, madre…

Bien. Las cosas han empezado a rodar a orillas del Manzanares, como no podía ser de otro modo: han confeccionado un equipo lleno de equilibrio y con muchísima pegada.

Un equipo en el que la presencia de Raúl García da sentido a todo el juego: el artesano navarro no se dedica a la orfebrería como Iniesta, ni a la arquitectura como Xavi, ni a la poesía como Guti: pero es capaz de transformar un galimatías en un desfile de alemanes. De manera que al cabo de unos partidos todos los jugadores se preguntan cómo coño han podido jugar sin ese chico.

Los últimos partidos, además, han corroborado lo que ya demostró la transición española: que hay vida después de Franco y que Abiatti es, pasados los primeros calores, un excelente portero. Calla, que lo mismo se llama Giancarlo…

Jugones

Va a empezar un año bisiesto, de esos que llevan a la vez Eurocopa de fútbol y juegos olímpicos, entre otras cosas.

Empecemos por la primera, que está más cerca, y que hemos alcanzado tras una borrascosa travesía con final feliz. De hecho lleva el timón el mismo seleccionador que fracasó gravemente en el pasado Mundial.

Veamos eso. En los anteriores, con resultados no muy alentadores, fallaron los hombres de las barreras y los postes eran de madera balcánica (Italia 90), Julito Salinas no hizo lo que sí hizo Baggio y el árbitro se comió un penalti de Tassotti a Luis Enrique (USA 94), Zubi se tragó el balón más tonto de su vida ante Nigeria (Francia 98) y un egipcio de nación y, acaso, de profesión, anuló un gol legal a todas luces, a mayor gloria del anfitrión (Corea 2002).

En Alemania alguien volvió loco a un entrenador tan experimentado como Luis, que se hizo famoso con una táctica tan guerrillera (tan nuestra) como el contraataque: clausura feroz y vuelo repentino.

El hombre clave había sido Albelda, el invisible: uno de los jugadores más rentables de la última década. Apareció de pronto como un personaje doble de una vieja película: era a la vez el feo y el malo. El bueno era, eran, los jugones.

Y en aquella cubierta llena de almirantes nadie baldeaba. O no lo hacía bien: la gente de Estado mayor no es demasiado buena con la fregona.

Con las líneas adelantadas treinta metros, como si necesitáramos marcar, cuando ya llevábamos ventaja, seguimos suponiendo que nadie como nosotros para la cosa del tiqui taca, aunque enfrente estuviera Zidane, y que los franceses, además de viejos, eran cojos. Como Ribery, sin ir más lejos. Y nos volvimos a casa, tan ricamente.

Desde entonces Albelda ha sido un fijo, salvo en la pachanga de Canarias ante los suecos: aunque enfrente estuviera un equipo de segunda B. Aplaudo la rectificación de Luis (él no lo llamaría así, supongo): sólo espero que esta vez sepa mantener su criterio de perro viejo, que tanto sabe de fútbol.

Y es que los jugones, a los que tanto admiro (también a Yeste, por ejemplo. De Guti ni hablamos) necesitan, como los niños, ir en buenas compañías. Fue otro mundial que pudimos ganar: a ver si no se escapa la cita centroeuropea de este verano. Con don David fijo y en su sitio, por favor.