Un deportista es aquel que sabe que el triunfo del otro es también una recompensa: la de haber encontrado alguien mejor

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La chica del al lado

Tú la ves correr y enseguida piensas que la conoces de algo: la vecina del tercero, la prima de Manolo o la chica de la mercería el barrio.

Me suena, dices: como te suena una canción de Fran Perea… Pero cuando están en la línea de salida, antes del disparo, todas la miran: saben quien es la de la cinta rosa que se guarda la risa para luego, mientras aprieta unos sorprendentes, por repentinos, dientes de chacal.

Esta vez la apuesta era fantástica, al alcance de casi nadie: la triple corona europea.

Y el escenario único: la llanura cereal de Toro, tan parecida a la suya, apenas verde en primavera, oro en el corto y feroz verano y una larga y desolada esperanza parda en los inviernos, cuando se alzan las nieblas del Carrión o del Duero.

Podía fallar: ella no es una especialista en campo a través. ¿Pero cuándo nos ha fallado Marta Domínguez?

En la memoria, otras citas: los oros europeos en pista cubierta y al aire libre, los subcampeonatos mundiales en tierras lejanas, las horas de espera en la noche, fieles a la cita con ella, de las decenas de miles de novios suyos diseminados por todo el país.

Sabemos que acudirá a la cita: tiene que sentirnos cuando ha resistido hachazo tras hachazo, cuando se ha acoplado a ritmos infernales, cuando ha perdido el respeto a las serpientes de ébano. Ya están las elegidas y se corre el último trescientos.

Marta agoniza en la recta de enfrente, como las yeguas de leyenda: pegada, cosida a la calle uno, aguantando con los codos más sabios del circuito, entra en la curva dispuesta a morir. La curva es terrible: atacan por todas partes y se deja en ella hasta las bragas.

Al entrar en el último hectómetro las rivales se abren y pasan, aunque tú sabes que no es verdad, que ella no ha muerto. O lo sueñas: no es posible que en los últimos cuarenta metros…

Pero es Marta. Sale, de no sé dónde, un fuego, una última llama: y esprinta, cazando a las gacelas que no la esperan, que no la pueden esperar, porque no le está permitido a ningún ser humano alzarse de la ruina de ese modo. Sólo al final se dan cuenta de que la chica de la cinta rosa es eso, sobrehumana.

Nosotros, los novios, agitamos las servilletas como en una boda, nos abrazamos unos a otros, porque somos una fratría especial: los de Nessun dorma.

Al alba, o cuando sea, ella vencerá. Lo hizo en Toro, aguantando a una húngara que pagó su esfuerzo y recibiendo el homenaje de una francesa que se sabía plata en el mejor de los casos.

Detrás aparecía un dúo posible, porque ella ya no baila sola: sentimos un gusano en la tripa al ver correr a Rosa Morató, medalla de bronce, que a veces es el metal de las esperanza. Tengo que hablar con los cofrades de noviazgo: me temo que hay que seguir trasnochando…