Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de octubre, 2010

El más amable del pueblo

Gustavo Farrena no era el alcalde ni tampoco formaba parte del gobierno del pueblito. No había estudiado ninguna carrera profesional ni nada por el estilo. Aún así, todos los habitantes acudían a él. Simplemente se daba maña para solucionar problemas y por si fuera poco, no cobraba nada por dar una mano. Todo el pueblo golpeaba la puerta de Gustavo Farrena antes de golpear cualquier otra. Incluso los más dependientes, muchas veces pasaban en busca de un diagnóstico. «Ya le dije Don Carlos, que yo no soy médico», contestaba amablemente el personaje a quien todos querían por ser el más ducho y caritativo. Pero cierto día sucedió algo inesperado. Gustavo Farrena falleció de muerte súbita y el pueblo, de un momento a otro, se quedó sin consejero, sin carpintero, sin gasista, sin electricista, sin niñero, sin mecánico, sin vidriero, sin pintor, sin fletero y por supuesto, con un amigo menos.

La aislada vida del Científico

El Científico habita las profundidades de las cuevas de una isla perdida en el mediterráneo. Se ha alejado de la sociedad y sus absurdos reglamentos éticos y morales. «El planeta está contaminado por generaciones y generaciones de mentes cerradas que imposibilitan la evolución», opina el Científico, autoexiliado, mientras le habla a uno de sus clones. Las copias genéticamente idénticas de sí mismo tienen una única misión: la subsistencia. No la subsistencia de la humanidad; mucho menos la subsistencia de su persona en el tiempo. El Científico se clona periódicamente con el fin de tener la heladera bien abastecida. Siendo un apasionado de los gustosos artes culinarios del canibalismo, y habitando una isla desierta carente de seres humanos que puedan proveer una alimentación nutritiva, se ve obligado a clonar su propio alimento. Aislado de las absurdas reglas de convivencia sociales, el Científico se mata constantemente a sí mismo para poder sobrevivir.

Like a rolling stone

Se quedó parado frente a la bifurcación de los caminos sin saber hacia qué dirección dirigirse. Las decisiones no son un problema para quienes no tienen un destino, y lo mismo da ir por la derecha o por la izquierda, hacia el sur o hacia el norte, por mar o por tierra. Aún así, el trotamundos tardó en escoger. Cayó la noche mientras reflexionaba inmóvil delante de la bifurcación —a unos pocos pasos del cartel con la flecha que se abría en dos— y llegó a una conclusión cuando el sol salió por detrás de su espalda: su dilema, pensó, no era la ausencia de destinos sino la gran cantidad de ellos. No tenía que ir hacia un único lugar sino a muchos, y al paso que caminaba nunca llegaría a cumplir su objetivo. Sacó su navaja y con especial meticulosidad, se cortó al medio. Demediado, pudo tomar ambas direcciones.

El maleficio nasal

Al principio sintió una pequeña molestia en las fosas nasales. Fue un leve movimiento involuntario que duró apenas un par de segundos y sin darle demasiada importancia, siguió conversando con su mujer, contándole sobre su rutinario día laboral. A los pocos minutos regresó la molestia. Esta vez sintió un intenso hormigueo que invadió su tabique por completo, y luego el dolor se tornó insoportable. La nariz comenzó a crecerle hacia adelante y los gritos de sufrimiento alarmaron a su esposa, quien no supo cómo reaccionar frente a tan extraña mutación física. El martirio fue por momentos tan insoportable que se aflojaron sus esfínteres mientras se retorcía en el suelo. Más tarde el dolor fue mermando y su estructura osteocartilaginosa nasal dejó de estirarse. Hoy, los 9 centímetros de su nariz le recuerdan que es preferible enfrentar las consecuencias de la verdad, a mentir sobre dónde estuvo realmente durante el día.

«B» de besos

Busca sobre el teclado cada una de las letras. Encuentra la «B», la señala con el índice y con especial cuidado, calculando para no pifiarle, presiona la tecla. Mágicamente aparece la «B» larga de la palabra «besos» sobre el monitor. Señala la «E», frunce el ceño y dirige cuidadosamente el dedo hacia el botón que escribe la segunda letra de la palabra. «Que lenta es la comunicación de hoy en día», piensa la anciana mientras padece cada una de las teclas que presiona. Letra por letra va construyendo el mensaje deletreado que le escribe a su nieto, aquel al que tanto extraña y nunca puede ver. Después de la «S» del plural de «besos», un signo de admiración le da el cierre triunfal al mensaje. Agotada, habiendo dado por finalizada la dura faena, presiona el botón que envía el correo electrónico y, extrañamente, enciende una función analógica. Nace una lágrima.

Carta para Griselda

Cercana a ser una práctica condenada al olvido, la actitud de escribir cartas tiende a desaparecer. Ya no hay puño y letra en papeles manchados con lágrimas o gotas de café. No existen más preguntas que esperen durante semanas una respuesta. Todo se resume en apenas un renglón por correo electrónico, en unos míseros 140 caracteres o en algunas pocas palabras por mensajes de texto con abreviaturas sin sentido. Aún así, la carta, emblemática, renace con la nobleza digna de un clásico que nunca perderá la magia. Todavía hay esperanzas para una práctica tan ilustre como la de expresar los sentimientos, ponerlos en un sobre y meterlos en el buzón con la ilusión de que los sentimientos lleguen a destino y por supuesto, sean bien recibidos. La esperanza, es lo que me motiva a expresar con una pluma, aquello que tantas veces confesó mi corazón: la amo, mi querida Griselda.

La muerte de las ideas

Para impedir la difusión de pensamientos contradictorios y con el objetivo de formar una sociedad unificada y ordenada, los gobiernos autoritarios del planeta censuraron las cuerdas vocales del pueblo y ciertas palabras e ideas nunca más pudieron ser pronunciadas. Aquellos que intentaban deletrearlas, desistían después de emitir la primera letra. Aún así, a la sociedad le quedaba la escritura, y había gente que escribía; le quedaba también la lectura y había gente que leía. Pero al tiempo, para contrarrestar estas virtudes, los gobiernos eliminaron las palabras prohibidas de todo texto existente, y ciertas ideas jamás volvieron a ser leídas. Por otro lado y para no dejar cabos sueltos, censuraron las manos de quienes las escribían. Con el correr de los años los pensamientos terminaron por convertirse en los prisioneros de sus propias mentes creadoras. Ahora las palabras, aunque latentes, son incapaces de cobrar vida y permanecen exiliadas, condenadas al olvido.

Un acordeón invisible

El mimo apoya su pierna sobre una silla invisible para comenzar a tocar un acordeón que tampoco puede verse. El público observa desde que el artista se apoyó minutos atrás sobre una pared transparente, y utilizó una soga imaginaria para acercarse a una hermosa señorita. Se concentra, pliega el alargado instrumento y en ese movimiento se escucha un sonido. El mimo, con el rostro totalmente cubierto de maquillaje blanco, actúa tan sorprendido como el público y con gran curiosidad, separa nuevamente sus manos. Esta vez el tono es más armónico y el artista, experimentando con su extraña facultad, comienza a hacer sonar el instrumento hasta que un policía invisible se le acerca y le informa que está prohibido hacer música en la calle. El mimo, decepcionado, guarda el instrumento en un supuesto estuche, pliega la silla ficticia y se aleja caminando, no sin antes inclinarse para saludar al público inexistente.

El asesor de imagen

En su tarjeta personal se lee «asesor de imagen», aunque para resaltar del resto, suele llamarse a sí mismo «desarrollador de personas» o «entrenador de personalidades». Como buen hombre de oficio, se encarga de lograr resultados mediante un meticuloso cambio estético. Para ello, sigue estrategias de actitudes y guardarropas totalmente flexibles, adaptables a las diversas circunstancias y contextos de sus clientes. Cambiar a una persona es una tarea compleja y él sabe que sólo puede hacerse superficialmente. Por lo tanto, les ofrece a sus clientes la clave para mejorar su imagen pública, sabiendo que nunca podrá cambiarlos en su esencia. Reconoce que más que un asesor de imagen, es un falsificador. El mejor de todos.
—¿Lo de los bebés hace falta? —preguntó su más reciente proyecto.
—Es primordial, Señor Gobernador. Y también recuerde besar a las madres. Primero pulamos estos pequeños detalles. Cuando hayamos terminado, hablaremos seriamente sobre sus corbatas.

Misión de rescate

Mientras caminaba notó que las ventanas y la puerta de entrada de una fachada se asemejaban a un rostro. El grafitero, reflexionando sobre la cruda tristeza de las calles, con un aerosol azul pintó una lágrima debajo de la esquina inferior derecha del alféizar. En su camino encontró también un tapial con un mensaje que prohibía pintar o fijar carteles. «Paradójico», pensó el grafitero y ejerciendo su derecho de ciudadano decidió quejarse. Pintó un ornamentado marco barroco que cercaba el aviso, intentando resaltar la incongruencia del mismo. Al final de su caminata por el viejo barrio, se paró frente a una pulcra pared recientemente pintada. Su primer grafiti se asfixiaba detrás de la pintura blanca que ocultaba su creación. Volver a pintar aquel corazón, significaría una nueva capa de pintura blanca. Se decidió entonces a matizar un pequeño orificio casi imperceptible, para darle un poco de aire a sus sentimientos.