Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de marzo, 2011

Un millonario excéntrico

El excéntrico millonario llega a su palacio y abre la puerta usando un código de voz. Enciende las luces, también con código de voz, y le pide a la orquesta situada en el escenario de la sala que toque algo de jazz. Camina hasta la cocina, se pone una abrigada campera de invierno y entra a su heladera para buscar una cerveza. Después de esquivar unas cuantas estanterías, sale y le entrega el abrigo a una de sus mujeres que lo espera semidesnuda sobre la mesada. Regresa a la sala, se sienta en el sillón y le pide a la orquesta que le ceda el espacio al grupo de teatro para que improvisen alguna obra. Al rato pone a los artistas en pausa usando otro código de voz: —Aguántenme un segundo que voy al baño —ordena, y luego se sienta en un inodoro como el que tiene todo el mundo.

La imposibilidad del descanso

«Algo peor que no despertar después de acostarse a dormir, es no volver a dormir nunca más», piensa, y se imagina en esa situación, con los ojos inyectados en sangre, abiertos en la oscuridad de su cuarto, esperando inútilmente a que sus párpados logren cerrarse. Le preocupa llegar al extremo de encontrarse físicamente imposibilitado para dormir. «La falta total de descanso seguramente es la peor de las torturas», reflexiona ante la ausencia de sueño y paranoico se desvela, preso del temor a vivir esa desgracia. «La peor de las muertes», continúa maquinándose e insiste dando vueltas en la cama, girando el cuerpo para un lado, para orto, boca arriba, boca abajo, con las manos debajo de la almohada. Luego, sin darse cuenta, duerme. Se entrega al glorioso descanso aunque sólo sea durante unos pocos minutos hasta que, finalmente, despierta ante la recurrente pesadilla de no volver a dormir nunca más.

Psicología inversa

Algo tenía que hacer. Al principio y mientras duró, no lo niego, funcionó a la perfección. Pablo era tan maleducado y desobediente que al ordenarle algo, nunca obedecía y de puro mal llevado, hacía exactamente lo contrario. Al decirle que hiciera tal cosa, para él, significaba lo opuesto casi literalmente. Susana fue la primera en usar la psicología inversa. «¡Nunca limpies tu cuarto!», gritó mi mujer con voz de enojada y al día siguiente, la pieza de nuestro hijo amaneció mejor que si la hubiese limpiado ella. «No comas verduras», «no hagas la tarea», «no te cepilles los dientes» y «jugá al fútbol en el comedor», fueron solo algunas de las muchas órdenes y consejos que dieron resultado. Habíamos logrado que Pablo, al querer portarse mal, terminara portándose bien; pero finalmente tuve que intervenir. Cuando Susana lo mandó a meter los dedos en el enchufe me pareció una verdadera exageración.

Minifalda a cuadros

Con la pastilla haciendo efecto, besa su estilizado cuello. Ansioso, pero manteniendo la calma, lentamente desabrocha los botones de la camisa blanca lisa y la tira fuera de la cama. El corpiño negro también termina en el suelo. Siente el frío de su piel sobre su pecho, la juventud de sus senos, la firmeza de sus pezones. «Por fin una colegiala con trencitas y minifalda a cuadros», piensa entusiasmado y se le eriza la piel al observar las medias largas que recorren sus piernas, se tensan sus músculos cuando ella roza los labios sobre su cuello, se tildan sus ojos en el ventilador de techo al sentir la estremecedora humedad de una lengua escurridiza penetrando su oreja. Su corazón se acelera. Luego estalla.
La intensa luz roja del cartel de neón que entra por la ventana ilumina su mandíbula torcida. El desesperado grito de terror parece salir desde su boca.

El pintor monotemático

Desde aquel beso, el pintor nunca más volvió a pintar otra cosa más que el rostro de la mujer que logró enamorarlo. No volvió a dibujar otro paisaje más que el tranquilo río en el que la besó, el atardecer en el que, bajo el efecto de una mirada hipnótica, cerró los ojos, inclinó su cuerpo y rozó sus labios. Ella y él, sobre una roca, enfrentados, sentados en canastita, estirando sus torsos hacia delante, uniéndose por siempre, repetidas veces, constantemente sobre sus lienzos. De mil y una maneras, la misma y única escena era revivida por el pintor que, enamorado de aquel recuerdo perfecto —para nada sobrevalorado— lo representaba sin descanso. Aún así, el dulce beso, presente todo el tiempo en el corazón enamorado del pincel con el que garabateaba constantemente los mismos e idénticos trazos, fue único e irrepetible. El pintor lo sabía, pero le fue imposible aceptarlo.

El truco del Mago

Por quinta noche consecutiva, vuelve a llenar el teatro. Una banda de sonido cargada de intensidad comienza a sonar en la sala. Las luces se vuelven más opacas, se enciende la máquina de humo y el cajón es colocado por la secretaria en el medio del escenario. En un extremo del dispositivo se ve sobresalir una cabeza y desde el costado opuesto emergen un par de zapatos. El mago aparece cubierto por una túnica negra, sosteniendo la motosierra que luego utiliza para cortar el cajón a la mitad. La actuación es impecable. Está tan bien realizada y se siente tan realista, que incluso mucha gente se desmaya de la impresión. Los gritos de dolor, la sangre, las vísceras desparramándose sobre el suelo son detalles tan excéntricos y auténticos, que nadie se pregunta por qué el mago no vuelve a unir las mitades. El público, asombrado, le otorga un fuerte aplauso.

El vendedor de caras

Mire, qué le parece este rostro de acá. Tiene una hermosa tez morena, se broncea fácilmente con el sol y resiste a las arrugas que genera el tiempo. También cuenta con un año de garantía y por si fuera poco, si lo paga al contado y en efectivo, le podemos hacer un buen descuento. Es una oferta única; yo que usted no me la perdería. También viene asegurado contra cualquier tipo de incidente que pueda sucederle. Ya no va a tener que preocuparse por las marcas de cachetadas de mujeres despechadas, por un severo ataque de acné, ni mucho menos por tropezarse y romperse la nariz contra el suelo. No hay que pensarlo mucho. Sólo tiene que colocarse este precioso rostro, sacarse una foto con el móvil y mandársela a todos sus familiares, amigos y conocidos diciéndoles que cambió de cara. Ellos la agendan, y usted empieza una vida nueva.

Cuernos de carnero

—Yo soy un hombre de trueques; un hombre de negocios —me dijo con voz ronca y silenciosa, como tratando de apagar su vozarrón para hablar en confidencia. Luego continuó presentándose—: Cambio algo, a cambio de algo. Doy, pero también saco. Soy justo, por supuesto, y por lo tanto mis recompensas no son más que las merecidas. Existo desde el comienzo de la existencia, y le he otorgado reinos e imperios a quienes lo han sabido pagar. Por lo tanto, lo que tú me pides puede ser otorgado con gran facilidad, mas resta saber si estás dispuesto a pagar el precio.
El hombre tenía cuernos de carnero, pero ese detalle no me pareció motivo para desconfiar y después de dudar algunos segundos, me animé a firmar el contrato. Embebí la pluma en tinta y manché el papel con mi nombre y apellido, las únicas dos cosas que me quedaban por perder.

El peso de la vida

Cada una de las personas que habitan sobre este planeta, tienen que cargar con su propio peso, y cuando hablamos de peso, no hablamos únicamente de grasas, carne, músculos, órganos, huesos, sangre y tripas. Cargar con nuestro propio cuerpo es de lo más sencillo y es un trabajo que hacemos sin pensar. Pero el humano lleva consigo, además de kilos, una mochila repleta de preocupaciones y molestias. La espalda se nos dobla con el paso de los años, se nos retuerce ante el casi insoportable peso del pasado, de los problemas, de los impuestos, del trabajo, de las obligaciones. Sobrevivimos, soportando sobre nuestras espaldas el peso de nuestras vidas y lo único capaz de calmar el dolor, lo único que puede hacer que nuestro viaje sea más cómodo y liviano, es deshacernos del equipaje. Algunos olvidan, otros ignoran, otros evaden, otros renuncian, otros se desentienden y muchos otros, simplemente adelgazan.

Una canción de reconquista

Trepa sobre las finas líneas de una clave de sol y dibuja lágrimas sobre la partitura. Piensa en sus ojos negros y los estampa en corcheas; piensa en su espléndida sonrisa, aquella que extraña con locura, y le da un lugar privilegiado en el estribillo. Selecciona los mejores momentos de sus vidas y, estrofa por estrofa, los adorna con metáforas y los encastra en dulces rimas. Escribe con esperanza, tratando de recuperar el verdadero amor de su vida. Finalmente, cuando hace sonar la melodía, las cuerdas de la guitarra parecen llorar de tristeza mientras escuchan su voz arrepentida. Al llegar la noche y con la canción estudiada, se dirige hasta su casa, se para debajo del balcón y se entrega por completo a las palabras que salen de su corazón. El ex novio, curioso y un poco avergonzado, abre la ventana. «Generalmente son los hombres quienes cantan las serenatas», piensa.