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Un paseo por el corazón de Francia

Las elecciones presidenciales del próximo domingo tienen a las clases políticas francesas en ascuas. El debate entre los candidatos del pasado miércoles ha sido diseccionado el jueves en periódicos y televisiones de modo obsesivo, analizando desde los gestos al lenguaje y la ropa; ponderando si la ecuanimidad del agresivo Sarkozy o la agresividad de la mesurada Ségolène se llevaron el gato al agua, o modificaron en algo los resultados de las encuestas. La pasión de medios y políticos se corresponde con el espectacular éxito de audiencia del debate (más de 20 millones de televidentes) y con la elevadísima participación de la primera vuelta (más del 80% del censo). En el corazón de Francia, en cambio, sólo llaman la atención la primavera y la escasez de signos visibles de la reñida batalla electoral. El Valle del Loira está en calma, dormido.

La región conocida como Valle del Loira ocupa una zona central en la geografía francesa, y también en su historia. En las orillas del gran río se arremolinaron durante milenios los grandes y los poderosos, lo que garantizó que acontecimientos vitales para el destino del país sucedieran en alguno de sus numerosos castillos. Aquí venció César a los Carnutos, San Martín de Tours partió su capa y se convirtió Clovis al cristianismo tras derrotar a los alamanes. En una fortaleza a sus orillas (Beaugency) se pusieron las semillas de la Guerra de los Cien Años con un divorcio real (Luis VIII se divorcia de Leonor de Aquitania, que se casa con Enrique Plantagenet, más tarde Enrique II de Inglaterra); la guerra terminaría un siglo más tarde, después de que Juana de Arco forzara la liberación de Orleans de los ingleses. En otra de sus ciudades, Amboise, una conspiración protestante dio el pistoletazo de salida a las Guerras de Religión, que acabaron con un Borbón en el trono. El área hacia el mar estuvo implicada en la Guerra de la Vendée, en contra del gobierno revolucionario. Balzac, Rabelais y otros grandes escritores eran de por allí. Hoy el valle está ornado de centrales nucleares; hasta cuatro, dos de ellas sólo técnicamente fuera de los límites del área nombrada patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

La región son ante todo las terrazas fluviales de un gran río y sus afluentes: buena y fértil tierra fácil de trabajar y generosa en la producción que en esta época está rabiosamente verde, con ese color profundo de la vida vegetal desbordante de vitalidad. La inmensa llanura se ve rota por bosques espesos, por lo que la caza es abundante; ésta es la razón principal de que varias dinastías francesas llenaran el valle de palacios, hoy uno de los cultivos principales. No en vano el ‘tour-isme’ se inventó aquí con las visitas de los ingleses en los siglos XVIII y XIX a Tours y alrededores: hoy españoles e italianos llenan los Castillos del Loira, con alguna presencia de exóticos miembros de la naciente burguesía china. Agricultura, turismo, logística (inmensos almacenes jalonan la autopista A10, cuajada de camiones de toda Europa) y por supuesto nucleares son el sustento del país. Eso, y el peso de la historia, lo hacen tender hacia lo conservador.

Sin embargo llama la atención la ausencia de carteles, o de algún signo externo de pasión, o de interés siquiera. Si, el miércoles por la noche todos los televisores de los bares estaban en el debate, pero las barras estaban vacías. Los únicos carteles electorales (uno por candidato, lado a lado) aparecen en los paneles oficiales, junto a los ayuntamientos. Incluso en Tours, donde se fundara el Partido Comunista francés y con una nutrida y cosmopolita población universitaria, sólo pueden verse algunas pegatinas contra Sarkozy, más que a favor de Royal. Aquí y allá en algunos rincones quedan carteles de la primera vuelta: Le Pen, Villiers, José Bové en Orleans (no se ven de Bayrou). Los pueblecitos dormitan, con sus Boulangerie-Patisserie y sus Tabac, sin una mala pintada, con sus paseantes con la baguette bajo el brazo. Inmaculadamente hermosos con sus casitas de greda blanca y sus empinados tejados de pizarra negra, con bocas de incendios hasta en la última calle del último pueblecito y postes de socorro en las carreteras secundarias, con sus idílicos paisajes, sus atracciones turísticas reales (palacios renacentistas, fortalezas medievales, catedrales góticas) o inventadas (el pueblo de Dampierre, vecino de una nuclear de cuatro reactores, tiene un museo del circo y la ilusión), con sus poblaciones multiétnicas y su majestuoso río en medio de una verdadera explosión de naturaleza vibrante, sus gentes viven aparentemente alejadas de la elección.

Esta zona que algunos consideran el corazón de Francia, con su purísimo francés carente de acento, con su rico queso de cabra tan extendido que parece ubicuo, sin gran personalidad en lo tocante a vinos (excepto los blancos espumosos de Vouvray); esta zona donde se forjó buena parte de la Francia actual desde hace casi dos mil años parece dormitar. ¿Será una especie de semana de reflexión silenciosa? ¿Será que el voto a Sarkozy se da tan por supuesto aquí que nadie se molesta en hacer campaña? ¿Viven demasiado bien aquí como para ocuparse de la política? El río, antaño tan temible que los pueblos se sitúan a buena distancia del cauce, hoy aparece formidable pero domado, hermoso y calmo. Quizá todo sea más sencillo y el peso de la historia haya convencido al paisanaje de que las elecciones no son tan importantes; los poderosos llevan mucho tiempo pasando por allí; sólo los ríos y las gentes que viven junto a ellos permanecen.

Corregido el 5/05/2007.