Todos cambiamos con el paso del tiempo (ley de vida, supongo), pero cierto es que algunos, más que cambiar por sí mismos, se dejan cambiar o se arrastran o amoldan a sus nuevas mitades. Acaban adoptando los rasgos más suaves de sus propias parejas, mutando de personalidad o tal vez limándola hasta encajar en sus preferencias, borrando a su vez cualquier rasgo propio o escondiéndolo o hibernándolo en la capa más profunda de su esencia innata.
Algo así intuí en aquel matrimonio de mi taxi: él tenía aspecto de tipo rudo aunque amansado, previsiblemente, por la fuerte influencia que sin duda le inyectaba ella. Me juego el cuello a que el tipo en cuestión, antes de conocerla, había sido un pieza de cuidado: el típico juerguista y mujeriego cuanto menos, dominante y difícil de domar, broncas y egoísta, pero ahora reconvertido en cordero dócil, tierno y sumiso con su mujer. Hablaba siempre un tono más bajo que ella, falseando su voz cazallera y colando en cada frase un cariño por aquí, un mi vida o un mi amor por allá, gracias a lo cual conseguía suavizar el trasfondo del mensaje. Si decía, por ejemplo: “Tu hermano es gilipollas, amor” (léase en tono melódico-meloso), no sonaba igual de incisivo que si le hubiera llamado «gilipollas» a secas con un tono más grueso. Había encontrado, pues, la salvación en ella: de bala perdida a balar cual oveja en su redil. Era ella quien le había suavizado, lo cual sin duda alguna (aunque en silencio) agradecía. Quién sabe cómo habría acabado de no haberse topado con la dosis ansiolítica precisa para acallar su poca y mala cabeza.
Algunas mujeres ejercen sin querer de madres salvadoras (raro es el caso opuesto), y es por eso que son y serán siempre intrínsecamente más fuertes que nosotros. No lo llames calzonazos, no. Llámalo supervivencia.