Fotos de Rosina Abós
Lo que se vivió en Binéfar el pasado sábado de madrugada fue un hecho histórico, algo que muchos de nosotros nunca pensamos vivir: ver en directo a los Proscritos, uno de los grupos fundacionales del rock español con raíces.
A mediados de los ochenta cinco muchachos se juntaron a ensayar, intoxicados por Neil Young, Credence Clearwater Revival y el Dylan mimetizado por Allen Ginsberg, querían ser parte real de la frontera, no les importaba Mojave o Monegros, ellos tenían las botas listas para que el polvo se acumulara, huellas y más huellas… en 2022 cuando todo es digital y se repite, compartido y mal copiado hasta la extenuación, un poco de buen sabor analógico, de electricidad salida de cables, de guitarras y tambores, se disfruta mucho más. Sobre el escenario de su Binéfar natal, cinco fuera de la ley desgranando temas de sus tres discos y alguna versión de esas que te estremecen una y otra vez, demostrando que el rock bien entendido tiene la poesía de la inmediatez metida en las venas del inconsciente colectivo.
Abrieron, claro, con Como un disparo, uno de los primeros temas que grabaron a finales de los ochenta, José Lapuente, carismático ángel del Dharma, volvía a sostener la armónica con el salvajismo de un águila hambrienta y los tres guitarristas que lo acompañaban se entretejían con gusto -merece destacar la jugosa acústica que empuñó Israel López a lo largo de casi todo el repertorio, que le daba ese arreglo a lo Gram Parsons que tanto disfrutamos los amantes de las cenizas en los dedos-, Robinson&Solano, como si no hubiera pasado el tiempo, sobrios y sobrados de buen gusto, para seguir con otras canciones como Cuéntame una historia, confesional himno donde todavía sobrevive Kris Kristofferson, Un refugio donde la pandereta y los coros casi religiosos, más el solo de guitarra, te llevan hacia Jonie Mitchell escribiendo Coyote en la gira de Medicine Show Revue. Todo tenía un aroma parecido, como si los ochenta hubieran sido un mal sueño y tuviéramos tiempo para disfrutar de la exaltación del perdedor que no se rinde, el boxeador que sabe que la lona puede ser una amante imparcial en su vida, así sonaba Cayendo, allí donde Montgomery Clift ahogaba sus cicatrices en bourbon, el evidente eco beatnik de Viajar, donde se mezcla García Lorca con Jack Kerouac, ese sur, tierra prometida, tierra de nadie. La contundencia de Felipe Puy y Luis Arilla “Pirilli” en la sección rítmica otorgó la contundencia prometida, de la que todo el mundo hablaba a los jóvenes alrededor del fuego en las noches de los lobos, cuando se narraba la leyenda del directo de los Proscritos.
Algo que tienen los temas de los Proscritos es que aquellos textos de la primera madurez mantienen vigencia a día de hoy… conseguir que no aparezca el síndrome de Peter Pan al escuchar la granítica sección rítmica del Blues del Caracol y su metáfora costumbrista de amistad y rebeldía, tiene mucho mérito. Después del Huracán, 1987, Barcelona y la tormenta tras el bolo de Neil Young, las lágrimas suenan como las gotas de lluvia. El que monta a los caballos locos, esos caballos salvajes, donde estuvo acompañado del Rey del Bugalú, el mítico Juanjo Javierre que tocó el teclado como solo él sabe hacerlo, dos palmos por encima de las teclas para que la voz se empastara con la de su viejo compinche Lapuente, y nos hiciera olvidar la voz de Aurora Beltrán también en Pobres sueños.
Uno se da cuenta de que el norte es el lugar donde el viento cruje con mayor salvajismo como con la versión de “Powderfinger” (“Pólvora en los dedos”), ahí es donde se notó más la evolución en la voz de Lapuente, que, con las décadas de experiencia, ha abandonado los tonos quebrados de sus primeras grabaciones y suena con ese fraseo que lo encumbró en Dos Lunas (uno de los proyectos más bellos de nuestra historia musical reciente, un secreto para paladares exquisitos). En el final, en el primer bis, una sorpresa, una espectacular versión de Travellin Band de la Credence Clearwater Revival donde la letra en español era un collage de toda la mitología particular de Fogerty y su culto de adoradores a la Virgen del Pantano. Cuando vimos la guitarra acústica cambiar de mano supimos que era el momento de Flores muertas, la versión de los Stones de Dead Flowers. Esa aproximación de Jagger a los pájaros que volaban sobre la cabeza de Townes Van Zandt mientras Mick Taylor hacía casi todo el trabajo. Faltaba, claro, Como una bala perdida, era el tiempo de recordar todos aquellos días de amores lejanos, inalcanzables, Alicias que estaban siempre en el lado equivocado del espejo… el sonido básico y mercurial de Proscritos volvía a devolvernos la ilusión por los poetas eléctricos, los que escupen versos y cantan las palabras. El último momento, el último vals, con Joaquín Gibanel y Luis Salvatella, para recordar, como dijo el maestro Luis Lles en su crónica, que los Proscritos nacieron para ser salvajes, como en la canción de “Born to be wild” de Steppenwolf.
«Mi padre me enseñó a amar a la Credence Clearwater Revival, yo le mostré la belleza de la voz nasal de Bob Dylan y Jose Lapuente hizo que me acercara a Neil Young. Todo, en una batidora de sueños sencillos, de lenguas afiladas, de gatos siameses sobre el hombro, todo ello me regaló un poco de esperanza para los tiempos que se avecinan. Gracias».
Este concierto, este momento no hubiera sido posible sin la invitación de mi admirado Jose, sin la compañía de mi querida Rosina, sin el ánimo de Ana y, por supuesto, sin ese coche, bajo lluvia y carreteras nacionales, con Merche y Ana. Mil gracias. Y Santi, te debo una.