Algunas palabras sobre El año del Desierto de Pedro Mairal

La enésima distopía porteña, el Buenos Aires del Eternauta antes de la crisis de 2008. La Argentina en crisis económica y social constante, una forma de vida, una enfermedad degenerativa, la fibromialgia social. El año del desierto de Pedro Mairal editado por Libros del Asteroide.

Mairal desbroza Buenos Aires, elimina Argentina, desde su centro, los barrios del lunfardo, el microcentro, Rivadavia, el Obelisco, las calles arrasadas en un mapa de Buenos Aires que se traza como sacado de una secuela de Mad Max. Buenos Aires llena de ambientadores extraños, una muchacha que acude a su trabajo en uno de los grandes edificios de oficinas donde el producto, el negocio, es la riqueza y la pobreza. La metáfora es Ménem y su pelo teñido, los teléfonos móviles, las vacaciones en Miami, la paridad. Poco a poco la electricidad falla y el trabajo sigue siendo etéreo, entre las casas más alejadas del centro se filtran los monstruos como en “Aterrados” de Demián Rugna. La protagonista, un muchacha, bella novia de un idealista, como lo son todos los extraños de las novelas argentinas, se ve arrastrada hacia la muerte de todos los punks. Hay sangre en los lugares más inverosímiles, sangre en el cuello, sangre en las habitaciones donde se ocultaba Oswaldo Lamborguini.



Mairal
Convierte Palermo Hollywood en Palermo Bagdad, como la enésima fundación de la ciudad de Buenos Aires, como Manuel Mújica Martínez introduciendo la magia entre los primeros habitantes del Río de la Plata. En 1982 Charly García le pedía a los ingleses que no bombardearan Buenos Aires y era él mismo quien destrozaba el escenario de cartón en el estadio de Ferrocarril Oeste.


Cuando los vecinos se hacinan por cuadras -manzanas en español-, todo alcanza niveles postapocalípticos, como en la novela gráfica de Leonardo Oyola, Kryptonita: los chicos de la villa se convierten en señores de la guerra. Mairal recoge la tradición barrial de Roberto Arlt y su “Juguete rabioso” o del Buenos Aires imaginario, del que no existe: Buenos Aires entelequia como si en las televisiones desconectadas solo pasaran repeticiones de “60 minutos antes de la medianoche”, el programa imposible que aparecía en “Historia de lo oculto” de Cristian Ponce.

Personas que deciden, cuando todo se desmorona, como terruño apretado entre los dedos, hacer caso omiso a la realidad: escuchar teléfonos que suenan sin corriente, recorrer las noches del barrio de Flores siguiendo las historias de César Aira. Mairal comienza su novela removiendo los jirones últimos de coherencia a la ciudad ausente de la que hablaba Ricardo Piglia y haciendo de la chatarra, de los villeros (enemigo invisible está siempre presente), los chicos asesinados por la autoridad invisible, el enemigo invisible es la realidad más irrealidad, la presencia más ausente, como en “Chicos que vuelven” de Mariana Enríquez.

Estructurado en distintos espacios físico-geográficos que recorre la protagonista, los mismos no dejan de ser estadios de degradación y supervivencia emocional. En el Panal, cuando las fortalezas han caído por la peste, llega el aviso de la supervivencia: trabajar en un hotel, donde la lágrima del cansancio amenaza con destruir su cara plena de belleza. El hacinamiento y la enfermedad convierten los mercadillos de antigüedades en abastos de frutas y verduras. Solo interesan aparatos que aparecían anunciados en revistas de los años cuarenta. Un guiño a la obsolescencia programada contra la que pelea los Calentadores Primus. Hay que comer rápido, hay que comer lo que se p

 

ueda antes de que de eche a perder o te lo quiten: “Se pudrían solo de mirarlos”.

 

La maestría de Mairal se encuentra en la descripción de la mentalidad de la sociedad, una veces en estructura de colmena y otra individual de la protagonista, que no cae en el delirio y la locura y es capaz de superar la adversidad de la debacle tecnológica: el avance del vacío -volvemos al enemigo invisible y siempre presente-, que se lleva por delante el barrio de Liniers y el de Devoto, que se alimenta de la carne de vacuno, el alma de la Argentina, un país hambriento con cuerpo de carne. No hay electricidad y, conforme se apagan la red, los barrios de la ciudad, órganos del cuerpo de Buenos Aires, dejan de funcionar.

Un prostíbulo, el penúltimo refugio. La portuaria, desnudarse, ducharse con agua fría, mantener el pudor como única forma de cordura: busca la intimidad para poder llorar con calma. El cabello suelo se acaba prohibiendo, las armas toman el control, los acróbatas y el circo sustituyen al rock, es una diversión de siglos indeterminado. En la radio los locutores inventan los partidos que narran. Así define Mairal la apariencia de civilización. Conforme la erosión avanza la Argentina interior se convierte en un escenario de Margaret Atwood donde las elecciones se deciden con disparos al aire frente la multitud, con prohibición del sufragio universal, con servicios comunitarios obligatorios y la mujer sin derecho a voto. Comida podrida y camas con piojos. Pero el mundo, y ahí de nuevo la maestría de Mairal, no se altera cualitativamente, asume la degradación en pequeños saltos cuantitativos, del celular de última generación al mate con agua turbia frente a una hoguera.

El campo se está comiendo a la ciudad, es el final de la historia, es el comienzo de la historia, sin electricidad, sin tecnología, solo teatro y música lírica, sin máquinas, como una especie de luditas del S.XXI: el Gobierno de la Argentina se desmorona, caída Buenos Aires solo quedan señores de la guerra que no permiten el darwinismo. Un interruptor es el diferencial que nos separa de la barbarie. Maté con quinina para luchar contra la fiebre y la peste: “El mundo se caía a pedazos pero los prejuicios se mantenían intactos”.

Luján, Manuel, El Montador, Adán, tierra sucia, escapar, todo son promesas, los gauchos vuelven, la sociedad de Mairal, nuestra sociedad, se desmorona en unas pocas páginas. Como lector uno se siente confundido, es la satisfacción de la buena literatura, la que te lleva a la distopía poco a poco, deslizándose entre promesas de mejora mientras la luz se va apagando. No saber nada o descubrir que todo lo que sabes no sirve para nada. De pronto la civilización es una forma de evasión de lo inútil: lees a Conrad, los caminos del interior de la Argentina se convierten en La carretera de Cormac McCarthy, picaresca y gauchos convertidos en bandoleros.

«Como lector uno se siente confundido, es la satisfacción de la buena literatura, la que te lleva a la distopía poco a poco, deslizándose entre promesas de mejora mientras la luz se va apagando. No saber nada o descubrir que todo lo que sabes no sirve para nada. De pronto la civilización es una forma de evasión de lo inútil. Solo queda esperar el último atardecer, el que anuncia la primera mañana».

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