No voy al cine, pero leo, leo Trinity, la historia gráfica del Proyecto Manhattan de Jonathan Fetter-Vorm editada por Big Sur. Es un libro magnífico, sus viñetas, evocadores, juntan el blanco y negro, la teoría y la pasión, el pitillo de Oppenheimer, la realidad de la guerra. Una carrera donde el primero sería el asesino y el resto las víctimas. Pero todo/nadie quería estar dentro de aquella caja de Erwin Schrödinger. El pasado 22 de septiembre publiqué una columna en el Heraldo de Aragón. Era una columna política, aquí solo hay emociones y la destrucción erótica de la muerte.
En las primeras páginas repaso mis clases de física y química de BUP. El modelo de Bohrn, la teoría atómica de Rutherford, los neutrones de Chadwick, el matrimonio Curie fotografiándose los huesos unos años de morir de leucemia galopante. El blanco y negro de Robert Oppenheimer, camino de Los Alamos, fumando, siempre fumando. Todo era muerte. No había futuro. Es curioso que nos hemos encontrado un verano de Barbie y de Oppenheimer.
Escucho y recuerdo la canción de Domador, su versión maqueta, Proyecto Manhattan. El destructor de mundos. Antonio Romeo, su letrista, era un poeta pánico siempre al borde de la apoplejía lírica. Música rock para el fin del mundo, como el mal inglés de Enrico Fermi, asustado por los resultados de las ecuaciones. Mi admirada Silvia Grijalba está en Albuquerque. Escribe por las noches con el fantasma de William S Burroughs y la lumbre de Oppie.
“No arrojarás una bomba atómica ni la cagarás en primer lugar”. Sí, le hablo a usted, Dr. Robert Oppenheimer (conocido como “Oppie” por sus amigos). Si tienes un átomo por amigo, tu único enemigo es un fiasco. Cuando Oppie escuchó las buenas noticias sobre Hiroshima, dijo: «Gracias a Dios, no fue un fracaso». – ¿A qué Dios le estás dando gracias por Hiroshima, Oppenheimer? Y Harry Truman dijo: “Dios nos ha dado la bomba atómica y nos mostrará cómo usarla” – ¡Oh Dios! dijo William S Burroughs
Nuevo México y los Álamos. El periodo de semidesintegración. Los problemas de física de COU, resueltos con ecuaciones logarítmicas, siempre con Nepper, con un número irracional. Un número irracional es la metáfora perfecta para la explosión en cadena, el número de choques, los granos de arena de la playa. El silencio de Hiroshima, decía en el tebeo el encargado japonés de telecomunicaciones. Como si ya no hubiera nada.
Lo cíclico de la muerte. Leo el Ragnarok de Hellboy. La humanidad se esconde en las cuevas, ahí esperará renacer o, al menos, competir con las ranas mutantes. El isótopo de uranio es la pila del despertador de Cthulhu: Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn … “En la morada de R´lyeh, el difunto Cthulhu espera soñando”. El modelo de Rutherford terminó siendo falso. Pasamos de lo estático a la función de frecuencia. ¿Dónde está el electrón? No podemos saberlo. Tenemos un número, una probabilidad. Pero probabilidad no es certeza, es un sucedáneo fungente y mohoso.
Y en las noches de pesadilla, el hijo de Enola Gay busca las pastillas que lo hagan dormir definitivamente. Y Oppenheimer vivirá denunciando que el titán que le obligaron a desatar de la profundidad del universo podría acabar con la humanidad. Y había más titanes en el fondo del abismo, centro de la tierra hueca, del queso lleno de radiación invisible, de muerte silenciosa. Viejos ejemplares de “El hombre en el castillo” de Philip K. Dick repartidos por Hiroshima y Nagasaki, por orden del Emperador del Japón, Dios en la Tierra, deseoso de extrapolar su sociedad medieval a todo Occidente, a todo el mundo. Alan Moore y el reloj del juicio final, puesto ahora en marcha sin su permiso. El Doctor Manhattan tatuándose el modelo de hidrógeno en la frente. Marguerite Duras escribiendo Hiroshima, mon amour, con los planos en gris, con el grano casi purulento de un amor intoxicado.
Podríamos devolver el fuego a los dioses, podríamos quemar carbón para producir vapor y ducharnos con agua fría todas las mañanas. Todos los grises del vuelo del hombre gordo deberían ser considerados, pero no olvidar que la sangre que empapa las manos de los contendientes en cualquier guerra no se puede medir de manera cuantitativa. En el tebeo de Trinity nos embarga el pánico, ver cómo se abren y se cierran las fauces de la bestia: primero exhalan, luego inhalan, o viceversa, da igual. Durante unos segundos invierten según su disfrute las leyes de la física. La bomba atómica arranca a la vez las páginas de los libros de poesía y de los de ciencia. Y todo arde, como la piel, desprendida en un ejercicio de repulsa hacia la vida.
No niego los grises del vuelto del Enola Gay. El mismo Oppenheimer vivió denunciando que el titán que le obligaron a desatar de la profundidad del universo podría acabar con la humanidad. Pero, por favor, no olvidemos que la sangre que empapa las manos de los contendientes en una guerra mundial no se mide de manera cuantitativa. Y sí, claro, prefiero que los norteamericanos ganaran la guerra.