Las afueras de Pablo García-Casado: canon poético personal

Gracias a Enrique Cebrián e Inés Roncal por la ayuda y los consejos.

Algunas canciones que sirvan de acompañamiento para la lectura

¿Es Las afueras el libro que más me impresionó en los noventa? ¿Es merecedor de ser parte del canon oficial de la poesía española? Sí y sí. Sí porque lo primero es subjetivo y lo segundo parte de la opción libre de un lector en su propio motel. Habitaciones para todos. Mi edición es la tercera. Compruebo que lo compré en 2007, así que más bien sería el libro con el que empecé el siglo, aunque la obra venía de ser finalista del Premio Nacional de Poesía y había ganado el Premio Ojo Crítico de RNE. Las afueras era una década entera, porque valía haberlo empezado en 1997 o en 2007. Entre medio las afueras de las ciudades ya eran parte del corazón y la manera que tenía Pablo García Casado de extender los textos tenía algo de arterial, con una rítmica de sistema circulatorio, extendiéndose como la raíz de un árbol, en un fraseo supuestamente anárquico, como si al morder la sangre se derramara, Espadas como labios de Vicente Aleixandre, el desorden del polígono y la tristeza, donde nada sucede, donde el desierto, en una década, se hizo diamante y ciudad.

Conocí a Pablo García-Casado en unas jornadas que organizó Manuel Vilas en Zaragoza. Los chicos están bien, como una canción de los Who. La lista de ponentes de fuera de la región es majestuosa: Martín López-Vega, Eva Vaz, Elena Medel, José Luis Piquero o Javier Rodríguez Marcos. Había más y estábamos los otros. Y estaba Pablo García-Casado. Solo tenía publicados dos libros, El mapa de América y Las afueras, pero sus poemas aparecían en distintas antologías. No había antología de comienzo de siglo en la que no contaran con García-Casado.

«Había algo en aquella boya editada por la añorada editorial DVD de Sergio Gaspar. Los libros blancos de Gaspar tenían algo hipnótico, con el diseño minimalista, que era el reservo al populismo de Visor, que mantenía el halo pero se sumergía en una deriva de subvención, premios y pilotos automáticos. De todos modos, antes de volver a Las afueras, Visor sigue, DVD no».

Sexo y promesas, todo se desdibuja al llegar la mañana, ese domingo de cárcel y clausura, de agua caliente que se acaba en el termo de la ducha, de pensar en el lunes como resaca. Hay algo en Las afueras de juego de azar, de dados marcados que llevan personajes grotescos en los bolsillos, de garfios que florecen en leyendas urbanas para rajar bragas. Avisos de derrota es la parte del libro en la que el amor se convierte en sexo casi con la probabilidad alterada de la lotería, sin caminos que explorar. Pablo García Casado escribe con arsénico y ginebra, con Radio Taxi a todo volumen, las suelas que se abrazan al asfalto derretido de la mañana a falta de mejor amante. Qué alma más fría la de la noche cuando la curva del cubata ha alcanzado su máximo y la primera derivada toma signo positivo. España, por la noche, cualquier capital de provincia, donde los desconocidos lo son por habitar la ciudad sumergida y en los bares de taxista hay racionamiento de chinchón y churros, solo quedan magdalenas envueltas en plástico, de las que te dejan los dedos de las manos impregnados en aceite de palma —porque en esa década nadie hablaba del aceite de palma, si era vegetal, todo valía—, el lunes como una arcadia agridulce, opositores, sí opositores, que buscan ofrecer un puesto fijo al ligue del sábado y que solo tienen promesas y sueños con los que pagar la cocaína.

Hay que guardar algo para lo que no nos recete el médico. 1998 el año en el que Los Planetas vendían katovit para estudiar, 1999, 2000, 2001, 2002, 2003,2004, 2005,2006 y 2007. España en una década, satisfecha de los cálculos precisos de Las afueras. En Zaragoza se llamó Valdespartera, pero antes había sido Parque Goya, como un ensayo que no terminó de cuajar. ¿Qué habrá sido de las parejas de Parque Goya? Sin Mercadona ni Pizza Hut. Pablo García-Casado había soñado con Valdespartera y con el tranvía que llegaría a Cantando bajo la lluvia y Mario Bros. La avenida Mario Bros. Todos aquellos poemas funcionaban en 2007 porque uno tenía trabajo, fumaba, escribía y buscaba amor y, con suerte, conseguía sexo. Y eso era todo: dinero, sexo, droga y los sábados por la mañana enfrentarse al resto del fin de semana con el deber cumplido. Tener tuppers llenos de comida fría que devoras al llegar de madrugada, tuppers que son como una especie de maná, un desierto que es tu vida y tu madre que arrastra su condición divina, mira el móvil, esperar un sms, no tener internet, el mito de robar internet al vecino, a la vecina, robar el internet a la ciudad, comer mucho arroz, escribir mucho porque no había series y no había redes sociales y el porno lo tenías que tener bajado y se repetía, una y otra vez, como un cigarrillo en la boca, enganchando uno con otro. En las afueras había tiempo para eso y mucho más, para escribir y para fumar hasta que la boca ardía y los dedos tenían en la punta restos de kétchup, arroz con kétchup, algún kebab que llegaba frío desde el centro hasta las afueras —si tenías dinero para kebab no te quedaba para el taxi—, condones y orfidal en el mismo cajón. Un buzón que tenía tu nombre, suscribirte a revistas, bajar la basura, subir basura de la calle y esperar que fuera amor verdadero. Tener dos camas o una cama de matrimonio para ti solo. Dormir y follar, dormir y fumar, más fumar que dormir. Qué feliz eras con tu resaca y tu tabaco, con el primer cigarrillo del domingo, no había derrota al encender ese pitillo. No consultabas correo electrónico, no había wifi, no había nada, solo un teléfono móvil que era como un arma arrojadiza y algún mensaje, nunca el que esperabas, solo un mensaje y llamadas perdidas, toques.

«Un toque, de la blanca, de la buena. Ver porno, eso ya lo he dicho. Ver el mismo porno siempre. Había más sexo en los poemas de aquella generación que en sus camas. En la penúltima mudanza los tipos encontraron sobre un armario unos deuvedés con pelis porno. Les pregunté si las querían, se las llevaron tan contentos. No habían traído ni cajas para la mudanza, pero la acabaron y se llevaron unas pelis porno. ¿A dónde te llevó aquella mudanza?»


Yo tenía un amago de banda y hacíamos Sweet Jane con un poema sobre las afueras. Yo recitaba con fuerza, sabía que había un mito sobre una ciudad que crecía desde el centro hacia fuera. Una ciudad que se expandía, como si alguien hubiera lanzado una piedra en mitad del estanque donde los patos malvivían en el parque. Una ciudad que iba creciendo lejos del centro. Mi padre me animaba, me dijo: “vete, allí estarás muy bien”. Pero yo estaba muy solo con mi ordenador y mi tabaco y trabajos de ida y vuelta. Mi resistí, en el nuevo piso el frigorífico era tan pequeño que utilizaba el supermercado de la calle de abajo para guardar la comida y cuando volvía y estaba cerrando el MARTÍN MARTÍN les pedía a las dependientes que me dieran el pan duro y los bollos que fueran a tirar. En el MARTÍN MARTÍN las dependientes eran preciosas y al llegar al final de la jornada, con el pelo sucio recogido en una coleta yo sabía que tenía que amarlas. Tenía películas en mi casa en las que pasaban cosas entre los clientes y las dependientas de los colmados en barrios muy lejos de los míos. El pan de aquella época era de ese que a duras penas duraba un día. Yo les daba las gracias y subía a mi piso, unas veces con ascensor, otras no. Qué gloria aquellos bollos rellenos de chocolate, aguantando el tirón del día, la parte de fuera seca, muy seca, la de dentro con aceite de palma. Yo sabía que la nicotina era muy mala pero no sabíamos nada del aceite de palma. Divina crema de chocolate rebosante de aceite de palma.

Pablo García-Casado, una década por delante, tres manos extra, observando lo populoso, la miseria de los que se dejaban seducir por promesas de silicona y créditos en Tecnocasa que permitían hacerte con una hipoteca que cubría casa, muebles y coche. No había Ikea, pero había hipotecas. “Dios proveerá”, le dijeron a un amigo que trababaja en una de esas inmobiliarias. Ya no había Blockbuster pero sí tiendas de frutos secos y panaderías y financieras de inmuebles. Casa, televisión y algo para picar mientras ves la televisión. En Las afueras vivía Jane. Había una canción para ella. La hicieron los Deneuve. Yo tenía una banda y antes tuve otra y con esa teloneamos a Deneuve en la antigua Lata de Bombillas. Yo no recitaba, solamente escribía las letras.

La canción del primer disco de Jane´s Addiction, Jane says tiene esa estructura tan de Lou Reed: Candy says, Stephanie says, Caroline Says I y Caroline Says II, Lisa Says…volver a casa pasado de todo, tener una casa donde poder volver y hacer ruido, sin pensar qué dirá tu madre si te escucha encerrarte en el baño y sacar todo del estómago. Jane, eres tan dulce que no quiero que me veas así. Se deja llevar y yo no estoy nunca en el camino para recogerla. Para Jane siempre es domingo con resaca. Para mí siempre es domingo sin Jane. Porque el poeta vuelve a casa solo y sueña con Jane, dulce y asustada, dulce y ajustada. Dos príncipes azules reventando condones y los míos sin usar en el cajón, dos príncipes que arrasan los baños y yo limpiando con lejía el domingo por la tarde para despejarme: mujeres que veinte años más tarde pondrán excusas a su comportamiento sin que nadie se lo pida. Dice Pablo García- Casado que Miran el amor por los anuncios.

El disco de Deneuve se llamaba Llueve revolución y había aparecido en 2003 en la discográfica aragonesa Grabaciones en el Mar. La misma que editaba los discos de El niño gusano y después de La Habitación Roja o de La Costa Brava. Yo iba mucho a la oficina que tenía Pedro Vizcaíno, el capo del sello, a unas pocas calles de mi casa. En unas pocas manzanas vivíamos varios emancipados de la vida en aquella Zaragoza de principios de siglo. Yo llegué a cambiar de cama tres veces en menos de una década y no cambié de distrito postal. Pedro tenía el piso lleno hasta los topes de cedés y más cedés, promocionales, vinilos, postales, pósters…empezaba la decadencia de la música tal y como la habíamos conocido y los fanzines y los sellos sobrevivíamos sabiendo que el abismo iba a ser nuestro lugar natural de convivencia. En aquel disco los cordobeses ponían música a poemas de Elena Medel o Vicente Luis Mora. Todo eran poetas andaluces. Las canciones eran hermosas, tenían un aire a pop escocés bañado de acústicas y violines. Guardo la carátula, la caja, guardo los créditos y he perdido el cedé. Pero puedo decir que había escuchado a Pablo García-Casado antes de leerlo.

La parte de Publicidad engañosa juega con los aprendices de adultos, los niños que dejaron que su mente se marcara como el lomo de una vaca con el jingle de rigor: “Estoy a oscuras por culpa de tus ritos”. Es el final del primer amor y funcionaría como un blues si el lamento no sonara tan ordinario. El que escribe es el que en luz se convierte: “Las brasas después del incendio gríteme”.

«La generación de Pablo García Casado sabía que la poesía estaba en el incendio. En la gente que tenía fuego en los ojos, en las cenizas que quedaban como hijos bastardos del fuego, en el humo que se veía a lo lejos y dejaba claro que la revuelta no había triunfado».

Sad Song, Lou Reed como un ángel al que todos acudíamos entonces. Lou Reed nos destripaba pescado pasado y nos lo daba para comer. Si Lou Reed viviera se reiría de todos los poemas que protagonizó aquellos años: “Estar en las afueras/también es estar dentro”. La idea de escapar hacia los barrios donde las calles tienen nombres ridículos, las diversiones son rítmicas y los espacios grandes y baratos y todo ello hace de la felicidad algo contagioso. En una autopista eléctrica no sabes si Bob Dylan es el que conduce o el que está haciendo dedo en una de las salidas hacia la circunvalación: “Las cosas no han cambiado mucho desde entonces”.

En 2007, cuando se cumplía una década de la primera edición de La afueras el club de fans de Pablo García-Casado editó un libro tributo. Éramos una generación tan pop que nos atrevíamos con todo. Se atrevían con todo. Yo solo miraba desde lejos. La primera Bella Varsovia eran unas poetas con gracejo y ganas de divertirse que solamente se ponían serías frente al folio en blanco. La fuerza de Elena Medel y Alejandra Vanessa, repartiendo globos y matasuegras en una fiesta-recital en Oviedo, mientras se repartían los premios Príncipe de Asturias y nadie podía aplaudir los temas que hacía con Luis a la guitarra. Entrar en la única Ibercaja de Oviedo. Esa es otra historia. No tiene nada que ver con Pablo ni su obra. En realidad sí, pero no es el lugar. El momento ya ha pasado. En el libro hay un hermoso poema de Antonio Lucas, un texto de Vicente Luis Mora en el que se descubre un primer título provisional que remite a lo más enfermo de Jorge Ilegal, muchas participaciones que saben a texto de diario, a carta de amor, al recuerdo iniciático, poemas que imitan esa rítmica desmesurada, anárquica, el texto de Cristina para H. y, por supuesto, la vagancia de algunos de los que pronto acabarían en el disparadero mediático, encumbrados a la gloria de la repetición y el aburrimiento.

Pero estamos hablando de Estar en las afueras también es estar adentro, un libro coral, un documento, una especie de catálogo de exposición imposible donde se aloja un mundo compartido y maravilloso. Sabía de su existencia, estuve varios años buscándolo, porque estuve muy muy colgado de Las afueras, pero no había manera. En uno de los viajes por alguna capital, seguramente en la tienda de un museo, en una librería coqueta de esas que florecieron con la venta de novelas gráficas y revistas de sesudo expresionismo, en algún lugar donde nadie hubiera esperado encontrarlo, lo encontré. Marca seis euros. Seis euros de felicidad para un fetichista, para un completista.

Después de Las afueras me hice con Dinero el primer día que llegó a las librerías de Zaragoza. También con DVD. Era continuista y no tan acertado. Es complicado cuando has llegado tan arriba. Paré con García-Casado. Tuvieron que pasar años. Tuve que cambiar de día, dejar la banda, mutar de piel, amar a mi mujer, tener un hijo y preguntarme qué había sido de él. Encontré que había caído en las tentadoras redes de Visor y me hice con la poesía completa, Fuera de campo. Ese mismo año también compré La cámara te quiere.

«Me quedé frío. Daba igual. No es necesario seguir hablando. Solo hay que cantar. Y conducir. Podría decir la verdad. Entre medio además de tener un hijo aprendí a conducir y pude por fin recorrer los lugares donde la ciudad dejaba de ser consciente. Luego me marché. Donde vivo ahora no hay afueras».

Las afueras supuso una revolución por su ortografía acelerada, por su puntuación arrítmica, por esa permanencia noventera de Lou Reed y Bob Dylan —pero que resultaba más auténtica porque tenías la sensación de que no era parte de la historia, solamente eran canciones que uno podía escuchar en el radiocasete—, ese beber combinados hasta desfallecer, esas mujeres que sufrían, pero el dolor era de los otros y tú te afanabas en escribir versos por si algún día te pedían una cura. El alcohol como el amigo feo del que había sido el hombre del saco de la década anterior, la heroína. Pablo García-Casado después de aquel libro descansó. No quiso ser profeta. Se lo estuvimos rogando. Mérito el suyo. Nosotros abandonamos. Yo abandoné.

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