Hay comienzos de curso mágicos, hay libros que los permiten. Los relatos contenidos en Los divagantes de Guadalupe Nettel editado por Anagrama son el alimento perfecto para superar adversidades y reconciliarse con la vida, aunque, como dice la canción, “A veces duela”.
Imaginen personajes que son nutricios, situaciones donde se intercambia la realidad con la magia, el deseo queda preso de la casualidad, historias que son fragmentos efímeros que te dejan saciado porque, en unas pocas páginas, tienes suficiente para recuperar la fe. En la palabra, en la literatura, en las historias. Las tuyas y las de los demás. Porque solo con escritoras como Guadalupe Nettel lo propio y lo ajeno se mezclan y confunden con pasión primeriza.
En “La impronta” hay un misterio que se deja acompañar por la muerte, como si la enfermedad diera prestigio al recuerdo. Dos manos ajenas que, de pronto, encuentran un estadio de paz liofilizado por el desinfectante y la sensación de lo prohibido. Aquello que está escondido suele aparentar ser más apetitoso. “La cofradía de los huérfanos” es un juego de espejos que se reflejan dentro de la mente de la protagonista, entre deseo y realidad. Una vez más, familia y secretos, indicios son el mejor combustible.
Uno de mis cuentos preferidos comienza con una cita de una de mis escritoras favoritas, Liliana Colanzi. “Jugar con fuego”, con título como de canción de Andrés Calamaro o de Bomba Estéreo, comienza a deslizarse entre las rendijas familiares de un mundo ya devastado, contagioso en sus enfermedades, asustadizo… una madre que cocina el caldo de la paranoia mientras cree más en la manifestación de lo pagano que en la realidad que los rodea. Una huida, un espíritu, una mentira, el panteón que niega lo urbano termina por hacer florecer el salvajismo adolescente, ese frío ardor encapsulado que es capaz de convertir cuerpo y alma en cenizas en unos instantes.
Y si el anterior era magnífico, “La puerta rosada” es excepcional. Si el rosa es el color tras el que se esconde lo porteño, aquí el sinsentido mágico y abstracto lo aportan efluvios de Mújica Martínez, Bioy Casares, Eugenia Calny o Silvina Ocampo. Todo en una erección antigua, un hombre apagado, una mujer fugaz que crece y decrece, como el paso del tiempo, algo circular y divergente. La noche es vainilla dulce, donde lo que fue no podrá ser si rasgamos con la elegancia que hace Guadalupe, lo más básico de la realidad. Unos pocos pesos, un alivio, una goma de borrar que nos lleva a eliminar las arrugas, el cuerpo flaco y hambriento, el que reescribe el futuro. Edgard Neville estaría orgulloso.
“Un bosque bajo tierra”, donde el término araucaria y predio te devuelven al misterio. Donde un árbol muerto puede ser abuelo y puede ser hermano. Jim Jarmusch en sus películas de Nueva Orleans, Fellini en la belleza de la naturaleza. La familia desestructurada que es un árbol podrido, con cierta majestuosidad externa y podredumbre en el interior. Pero la familia, otra vez la familia, muestra raíces fuertes, savia y sustento, entomología y sangre, todo dura hasta que termina. No siempre es evidente. La protagonista es raíz nueva sin saberse semilla. Es más, sabe, intuye, que le falta un dedo de la mano en la contabilidad de lo familiar. Negarse a la muerte y esperar el alivio mínimo de un espectro. Ese aire de tenebroso terror de principio de siglo. ¿De qué siglo, me preguntas? De todos los siglos. Porque siempre hay moribundos que se dejan atraer por la vida y fantasmas que no saben lo que lo son hasta que intentan huir de su lugar de condena. Y allí, ella, raíz o mito, atrapada hasta convertirse en la nueva araucaria.
«Mi vida en otro lugar” es un bandazo en el libro. Solo sobrevive el juego de los espejos, de las imágenes distorsionados, el intercambio, el interino en el lugar del otro. Ahora es un hombre, y es actor, y vive en Barcelona. Y el árbol es un piso, pero la muerte y la enfermedad siempre están presentes. Y, claro, ella es danesa, como Gertrudis, y será viuda, en un fuerte parpadeo de lugares y edificios. Suerte de sustitución, milagro, ya lo he dicho antes, de interino. Un rey, el Ubu Rey. Y Alfred Jarry. Y Els Joglars. Y la muerte. Con su amiga, creo que ya lo he dicho antes, la enfermedad. Y en “Los divagantes”, que da título al libro, hay pájaros y hay exiliados. México que abre sus colonias prefabricadas a toda la izquierda revolucionaria de Sudamérica. Entre dos décadas se mezclaron los acentos y se perdieron los corazones, enterrados demasiado profundos bajo la tierra del exilio. El cierre de libro retoma, de alguna manera, el ambiente infeccioso y pandémico de “Jugar con fuego” pero llevándolo a una chispeante distopía que nos acerca a los gustos de clásicos como Ballard o Philip K. Dick, pero que han crecido últimamente en lengua española con las aportaciones de Michel Nieva. El sueño y su inducción, la noche eterna, la vida simulada, la reducción de la piel… todo encerrado, encapsulado, en raciones perfectamente preparadas. Todo sabor será imitado en el futuro.
No hay nada artificial en este libro, uno de los mejores en lo que va de año para los habitantes del Motel Margot. Disfrutando de la primera hasta la última historia. Apasionante.