Algunas palabras sobre Huntington Beach de Kem Nunn

La editorial Libros del Asteroide nos lleva hasta 1984, Estados Unidos, la guerra del Vietnam todavía presente en las heridas sin cicatrizar, punks que hacen surf, moteros que mastican odio, trabajadores humildes con seis latas de cerveza como premio, la playa, el sol, la juventud como el único bien del penúltimo estrato de la sociedad. Un libro absolutamente magnífico que debería estar en la vitrina, en el estante, bajo la cama de cualquier amante del género.

Calor sin mal, cerveza para esperar, la cerveza como sala de espera, un autobús que se prolonga hasta el infinito, extraña relación entre hermanos. Llegar a la playa, un papelito en la mano, el recuerdo de un pezón duro entre los dedos, buscar un lugar donde dormir entre las colmenas baratas que rezuman marihuana y desencanto. Piscinas de cloro y veneno, quinta línea de playa, cada vez más lejos, cada vez más cerca del fondo del infierno. El papel arrugado, las iniciales, listas de teléfonos, es 1984, personas que llevan tanto tiempo solas que no recuerdan cómo se habla con otra persona. Comer pan de plátano. Iker quiere su parte de la arena de playa. Iker no quería su parte del desierto. Demasiada arena del desierto. Punk, surfistas y ángeles del infierno. Las motos rugen enfermas. Iker busca iniciales en mingitorios cuando ya no quedan listas de papel. Era un mundo sencillo, un mundo de encuentros, un mundo en el que nadie te iba a echar de menos. No existen compartimentos.

Mecánicos, sonidos, carburantes, calvicie, bandanas, música de los ochenta, rock de los ochenta, punk surf bajo el puente. El desierto es tan frío de noche como una mala canción de Lou Reed de la década. Un pezón duro entre los dedos. Eso es el amor. Cristales rotos, destilados, abuelas, chaperos: mezclar frío y calor, madrugadas y madrugones, el miedo y la forma, la locura ejemplarizada en una pistola contra el incesto. El sol sobre el mar, la superficie que muta, según las horas, los colores, los moteros y los punks y un adolescente que busca su razón de ser en la búsqueda de su hermana. Figuras paternas que se mezclan con el aceite de los motores, la América más básica y atemporal de trapicheo y sólidas convicciones. Los pelos descoloridos, los porros, los salmos, el espectáculo circense. La figura paterna, otra vez sobre ruedas, olor a gasolina: “Era la primera vez que alguien lo llevaba a algún sitio”.

Añadimos vaqueros, vallas, propiedades privadas, las colas como algo que libera de la sensación impostada. Preston, algo más, chanchullos en la ciudad, reducción a la lógica, la realidad de su hermana, la droga, la gente con dinero, la frontera, violencia de falsa bandera, la gente con contactos. Y al tercer día Jacobs y un perro se dejan atrapar por círculos tribales. La violencia del absurdo. Golpes, silencio, asesinos psicópatas, el descubrimiento del pasado, la feminidad como una forma de limpieza, como una forma de suciedad, Ike es un inocente que ha dejado de sentir dolor.

Estrechar los círculos del pasado, perseguidos, perseguidor, amigo y enemigo, todos los perros salvajes se acomodan en la puerta de la vida. Ike busca entre las rubias perdidas de los cuentos de hadas más información sobre Fausto. Fausto es Adams y su amigo descubre que ya no hay desencanto suficiente que le aparte de la vida, la que le ha dejado heridas que se abren, se abren, y nunca cauterizan.

«La violencia se va acumulando: primero un bar, después un muerte, luego un golpe, una cicatriz, un poco de sexo. La violencia se compensa con el sexo, el odio con el amor. No estoy siendo cursi. Un libro donde la soledad se acumula en las habitaciones baratas de los moteles, siempre es abundante, es arena de la playa, arena pútrida. Michelle e Ike, dos ángeles a los que nunca les crecerán las alas. Soledad, lujuria y cariño. Todo es una gran mezcla. Todo el brebaje trata de saciar la sed de los adolescentes que nunca han sido queridos. El golpe de Harris, la hermana en el desierto, su pezón, el silencio, todo es sol, dormir y ser golpeado. Los samoanos, los motoristas, los punks. Figuras maternas y paternas que se recortan en la lejanía. Falsas sonrisas que se encuentran enterradas en la arena de la playa, en la arena del desierto. Nadie puede distinguir unas de otras».

La noche después del tatuaje, Bárbara, la fosa común de su único amigo, los calmantes, las fotografías las carga el diablo. Janet Adams podría ser su hermana. Asesinos, el agua está hambrienta, los hombres arriba, las mujeres bajo tierra. Dos historias semejantes: México también está hambriento y lo ceban los punks y los surferos y los moteros con muchachas anestesiadas. Los gringos que recorren sus esquinas con ojos vidriosos y ganas de agarrarse a una batería en marcha.

Motoristas sin dedos, bajo el calor que chirría la negrura de los pozos, las tripas encendidas de la tierra. Donde el desierto se encuentra con la playa, allí están los pozos, el salitre que nutre a la tierra cuando la reseca se prolonga miles de años. Daba igual que ella estuviera muerta o que se hubiera marchado. La incertidumbre constante frente al dolor instantáneo. Él es ridículo porque se afana en creer en el amor, acetona que se evapora en Huntington Beach.

Las fiestas, la coca, los villanos van duros, sus sonrisas están aceleradas, son temblorosas. Milo Trax, Todo se repite, agujas hipodérmicas, snuff movies. Décadas y décadas de salvajismos y sustancias. El tiempo se queda detenido hasta que todo termina rompiéndose. Mientras, el asesino y la pérdida sobrevuelan, el autor ahoga al lector en delicados oleajes, espuma que se fusiona con el terror exterior, la paz enquistada, el silencio bajo la superficie del océano.

El recuerdo es un flash súbito. Su hermana y el tatuaje. Todose mezcla con el sexo que desconoce la idea de los espacios. Qué válvula retiene el misterio. Un chalet es el cielo. Una ola te deja mejor sabor de boca que la sangre. Janet y Ellem. Embarazos y jeringas. Todos terminan eligiendo su propio camino aunque ese camino los lleve a la muerte. Quizá sea el camino que más los acerque a la paz. O es posible que las personas desorientadas no lo eligieran correctamente. Una llave para el Paraíso, ¿quién puede ofrecer una llave para el Paraíso?

«Todo termina aquí o allí. En el mar o en el mismo rancho de siempre, el rancho del demonio, el rancho infernal, el rancho de las sonrisas y la morfina, como una historia para niños, una fábula inconexa, cualquier excusa es buena. Todo vale menos México».

Círculos y personas, ropas y edades, todo en un rancho, una construcción endeble, vallas para no entrar, vallas para no poder salir. Un camino analógico hacia lo más profundo de la degradación: películas de super 8, joyas, baratijas familiares, más terribles y morbosas que los huesos jóvenes de las tumbas comunes. Osario de los tristes. Sacrificios. Hemos vuelto a la sangre. La novela ha avanzado a una velocidad difícil de calibrar. Es una novela brutal. Una novela que salva al lector, que lo golpea y se niega siempre a besarlo. Abrázame antes de inyectarme la muerte. Porque la saliva de cualquiera de los besos atravesaría las páginas.

Gente que sabe distinguir algo turbio en cuanto lo ve. Autobuses baratos, autobuses infinitos, volver a casa de tu madre, volver a casa de tu padre. Ser el último de los hijos vivo. Hijo único, hijo muerto. Una madre donde volver. Asesinos rituales, hijos de buena familia con desórdenes, porno, narcóticos, risas vidriosas. Gente adicta a la inocencia, gente que recluta inocentes hasta que la corrupción los hace inconsumibles. Todavía estaba fresco Vietnam. Todavía se creía en bandos opuestos y pétreos. Todavía se creía en la redención. El agua del mar está sucia. Demasiados cadáveres sumergidos y demasiados enterrados en la arena. Demasiados cadáveres dispuestos a formar parte del club caminando por el bulevar con una cerveza tibia en la mano. Que en el barro aún quede esperanza, que la culpa del pasado haga de ti un mísero intento de ser mejor persona. Una historia donde el mar es un personaje que salta de un lugar a otro y los restos que deja siguen caminando, esperando la siguiente ola.

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