Algunas palabras sobre La acción es el frío de Alfredo Saldaña (2023)

Editado por Olifante, acercarse a La acción es el frío, acercarse, en definitiva, a la poesía de Alfredo Saldaña es una acción que produce un cierto pudor previo. Asumes que debes estar preparado para someterte a los entresijos de una arquitectura compleja, a un andamiaje, un corpus sólido y exigente. Pero la poesía siempre tiene algo de aventura. Y, cada vez lo tengo más claro, también de paciencia y revisión. Saber que en Saldaña los versos llegarán relucientes por un pulido exponencial en sus distintas rondas, casi obsesiva, como el amanuense que es, capaz de extraer del humus las pepitas más minúsculas y deslumbrantes.

Si me permiten, para este libro extraordinario, una selección especial:

Entre el humus y el fiemo, la vida que se congela. La vida no es solo responsabilidad del que vive, también hay “Un mundo que se abisma”, el pasado es una sombra sin sol que la provoque, esas huellas son ligeras, agotan la batería de una máquina que nació con la fecha de caducidad superada. En el lugar de un desconocido: “Como la superficie de un mundo/borrada por la profundidad/de otro mundo” abre el poeta su libro al abismo. Como Sergio Algora hablaba de la vida como un silencio entre dos canciones, Alfredo Saldaña escribe: “Así la vida, un blanco parentético entre dos nadas”.

El caminar y el descubrimiento. Sea el tesoro uno mismo. Como un entablar un diálogo con un mundo que ya no existe, más sencillo pero profundo, como el abismo de antes, de solo unas líneas antes. Alejarte como quien escapa de la orilla, de una orilla llena de gritos y niños maleducados y sombrillas de colores indecentes y se adentra en el mar, porque aún en el oscuro peligro encuentra la paz: “Una escritura sin trazo/ o una hoja sin tacha/bamboleada por el viento/que está ahí para ser solo hoja/y practicar ante sí misma la espera”.

En la práctica del extrañismo existe otra vía de escape en la vida, en la sociedad. Hay una desazón que no resulta impostada, pues en el mismo poema (o poemas) existe el rastro hacia la mayor de las complejidades: el lirismo de lo evidente (¿sencillez sin impostación? Sencillez destilada, (ámbar violeta). Llega el verso como debe llegar la tormenta o la marea: “Pensar como quien deshincha el espacio/ al inflar el hueco del vacío”. El poeta lixivia sus versos y deja que las palabras llenas de lodo y de plomo pesado caigan, famélicas, hasta el fondo: decantar el invierno hasta alcanzar su estadio más puro, el frío.

Recordar a Ángel Gracia, siempre Ángel. Sus libros recogen el agua del manantial de Alfredo Saldaña. Hermanados por lo fundamental, maestro y alumno avanzan hacia la claridad. Su manera de beber es poesía: “Cuando silba/el manantial muda su piel”. Y el Guinda que entraba en los cuerpos como quien lo hacía en un museo: “Salir de uno como si entrara/en el recinto amurallado por la luz”. Un tiempo de engaños, donde el poeta se mira en los espejos y duda entre la mueca o golpear el cristal: “La fotografía velada que oscurece/el vuelo del pájaro en su noche”. Y Sergio Algora, en mitad de la noche, cadáver vivo, vivo en su poesía, busca agua en el vaso, allí donde el alcohol solo dejó atrás sequedad. El pasillo, atravesar el desierto -remito a Saldaña-, la carencia que es la sed, una avidez nunca saciada.

Las manos en la tierra fértil, volvemos al humus, pero con las manos vacías: “y halló en él un hueco/en el que deshuesar la nada”. Pienso que, en el terruño, entre y debajo de las uñas, el poeta arrasa una verdad, una verdad todavía sin catalogar. Contradicción del calor y la pasión frente al hielo: “Toda la vida del mundo/cabe en la explosión de un deseo”. Lo que sacó Saldaña de aquella tierra horadada con sus propias manos, excavar en busca de las semillas o los muertos, terminar con los vivos: “No nombrar: despellejar el mundo/abrirlo en canal para que el aliento/de los muertos pueda por fin respirar”.

Seguir completando el pensamiento, el hombre y el frío: “En el frío respira la piedad del pensar”, un deseo del poder mágico, del poeta científico, de la matemática divina: “una palabra que sirva para desordenar la realidad”. Libro de ausencias, algo flota en la laguna, “Callar después de haber abierto/tantas palabras y quemado/casi todas las naves”. Poemas que son flores y poemas que son muertos y de sus cuerpos corruptos solo quedan semillas. Buscar agua, buscar tormentas a las que insultar para que descarguen electricidad nutriente: “Por debajo de estas palabras/y ya son ellas las invitadas ausentes de la fiesta”. Viaje y desiertos. Paradas, el erial, volver a la búsqueda, al hueco, a las manos: “Horadar/desde la certidumbre”, bajo las uñas (ya hablé de ello antes), el silencio se suela, es la minería básica de las palabras. “Solo con el vacío/se puede llenar ese hueco”.

El margen, el espacio entre las palabras, la respuesta para la que se usa restos de papel como bebedizo. Hay una interrogación en cada verso. Nos quedan susurros, que provocan pena con el desliz del tiempo, envejecidos: “Y recordándonos/que apenas fuimos/la materia de un sueño puesta en pie/sobre un endeble escenario”. Palabras que resisten a la humedad de la niebla, que buscan significante como quien busca un cuerpo que rescatar. Es el brote final que se eleva del cuerpo del cadáver (¿mala hierba arrancada del páramo?)

«Una sortija muerta en un carrusel, un mono abandonado en una atracción de feria, Adela flota en el aire, huyendo de su apariencia, buscando en la tierra, dentro de la tierra, las semillas que dejaron los desaparecidos como recuerdo».

Hasta aquí. Solo el comienzo. El desierto se parece a la vida, una monotonía en la que no te puedes despistar.

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