Maestro en la vida y en la muerte, en la salud y en la enfermedad, José Mateos publica su nuevo libro de poemas, La hora de lobo, con la editorial Pre-Textos. La hora del lobo es el momento en el que los animales están en la puerta de las ciudades, los salvajes encuentran recovecos para invadir el cuerpo. Cerramos la entrada: «La enfermedad es como un agua negra/y contra el sucio,/resbaladizo/fondo de la muerte». Dentro, ¿Qué espera el maestro? ¿es una enfermedad o la enfermedad es el verso? El demonio hijo de Hanbi sobrevuela los cuerpos como un insecto: «Desde entonces no puede abrir los ojos/sin que el mundo se llene de moscas y cadáveres». Un hospital, con su arena blanca infinita y la sed del líquido, que solo se vende fuera de esas paredes asépticas, bebida de vida, vida de bebida. Bajo la luna, la existencia. Todo el poema «El herido» es un canto a la ensoñación trágica para que le discute con la duermevela de la soledad en su celda, porque ese celda donde muere y vive la enfermedad, está condenada a prisión no revisable.
Gallos mudos, soles que se han olvidado, la sangre que supura animada por el filo: «Y a su espalda, no ve cómo una mano/lo acuchilla de amor, y sangra, sangra/todo su cuerpo y ya renace el día». En la misma celda, en un número distinto. No importan las cifras en la puerta, solo las que muestran las hojas del calendario, harto, muy harto, pides cuentas a la enfermedad y su hijo travieso, el dolor. Disculpa, muerte de pasos sucios, acaban de limpiar el pasillo. Aún huele a desinfectante. «No vengas esta noche/no saltes la muralla». Porque se ha colado en ella la belleza, un poco de paz. «Otoño trae el anuncio/de los cielos que arden,/y a la fuente ha venido/algunos ruiseñores».
Se rinde, pero no, no hay que ofrecer a la muerte nada que no quiera devolvernos. Ve el opio, vi el opio, vimos el opio caer gota a gota sobre las venas de mi padre y, en la ventana, mi hijo se despedía, sin saberlo, con el único deseo de volver al parque: «Ven, es la hora/que nadie cuenta/la hora del lobo». Y el poeta y el padre, y el padre que lee al poeta no quiere que los lobos de Boris Vian, con sus rabias y colmillos, entren el corazón enfermo. Aunque el verso esté allí, siempre: «Ya estoy maduro/para tu otoño». Cuanto te marches no habrá pañuelos ni hombres llorando, quizá el periódico del día que comenzó el velatorio, sobre la mesa de la celda, rodeado de botellines de agua vacíos. Sobre el río, tu río, que es distinto, como lo son todos los ríos, pero en el que las horas apaisadas muestran barcos imposibles navegando en cortejo fúnebre: «Hoy salgo a un mar sin viento ni confines/rumbo a ninguna otra orilla/porque ahora ya no hay orillas. Todo, todo es agua».
Cómo puede uno contar el tiempo, medirlo más bien. Deslizarse entre las carencias de la vida: «Hace ya muchas noches que es de noche», son cartas de la premura, cuando todo parece, cuesta abajo, hacia una paz no deseada. Quieres paz a trompicones, no eterna. ¿Qué paz eliges, maestro? «¿De dónde habrá traído/la canción que ahora tiembla entre mis labios?». Otra religión, cualquier religión, no preguntas el nombre del árbol al que te agarras en un lago helado. Su tronco, tus costillas: «Hay un lugar donde la muerte acaba».
Un poema que son todos los poemas. Una canción que puede ser entonada por cualquiera. Pero es tu turno. El silencio no cambia ni mejora. Maestro, te escribo al leerte, un coro que aprieta: «Es tan viejo y lejano/lo que narran los libros/-Al tercer día el trueno/ y un sepulcro vacío-/que apenas nos sirve/de cuento para niños». Cuando la bombilla tintinea, afónica y cansada sabes que cualquier golpe que des para devolverle su esplendor puede ser el último, entonces estás asustado y deseas que la puerta lleve a otra habitación. Una habitación de la que te burlaste toda una vida, pero que hoy se te antoja imprescindible: «¿Es tan sólo un capricho/del mar este destello/en el mar infinito?». Nadie sabe qué voz de sirena nos llama desde el abismo. En este cuerpo soyo hay medicina si reconocemos el tono familiar y agudo de los que nos rodean. En la madrugada el silencio puede ser la madre y puede ser aliado, en la madrugada el tiempo puede ser arena que en la garganta o picazón en los ojos. Tos o insomnio: «Y no sé si ya he muerto/o aún no he nacido».
Segunda parte: de la podredumbre todos somos culpables, asfalto y carburante precocido, el blanco del almendro nos guía, nos lleva hasta nuestros pecados, Dios y los pájaros lo contemplan «Cómo de la niebla/de esos brotes tiernos de vida/que hoy se abren/en un mundo podrido»:. Así, Pepito, en mi oreja reseca al escuchar los lamentos, miro y oigo: «Que baja turbio el río de la culpa». No quiero que tú termines como yo, que no quiera que lo hieran, que no muera otro Octavio alrededor, fui peregrino y revolucionario de una causa que se sabía perdida, una y otra vez: «Que ser y ama no se acaben todavía».
Cuando la canción de la vida se termina, uno desea que la aguja vuelva al comienzo de la cara, que alguien le dé la vuelta al vinilo y que se lance, de nuevo, al principio de los surcos: » A veces no sé si es real la vida/ o es sólo un eco, una ausencia», así que «Si la muerte es el precio/qué barato», la amistad y la sencillez, el agua, el vino, el pan, el aceite y la sal: «Ya hasta es posible que morir no importe» o cuando escapes de la enfermedad, con su sonrisa de muerte cosida en la boca, recordaras que las lágrimas arden cuando contemplan el sol de nuevo: «Quizás he atravesado/noches de fiebre y días sin consuelo».
En el final, el silencio y la vida, la muerte y la noche, la morfina y la gota, porque al final todas las agujas clavadas en la piel son el mapa que lleva a un tesoro no deseado: «Y ahora de todo aquello/solo queda el abismo».