Algunas palabras sobre Un mapa cómo de Sara Herrera Peralta

Dime que en cuatro partes vas a atrapar todo lo que hemos querido contar siempre a nuestros hijos, prometer a nuestros padres, devolver a nuestros abuelos. Poesía de ancestros, poesía de intersecciones… Sara Herrera Peralta dibuja en «Un mapa como» el camino que desemboca en un lugar desconocido pero que acaba resultando familiar. Historias no vividas, historias que son alimento de bocas cercanas. En la primera parte, La violencia en el mundo, abre con versos como » El agua pregunta por el grito» o la muerte de Ramona Domínguez Gil, muerte universal: «¿Quién sostiene una bala frente a la escuela?». De la muerte solo: «los árboles oyeron sus gritos». Me pregunto si el grito impregna la tierra como lo hace la sangre. El agua es el camino del tiempo, la naturaleza frente a la violencia, como un recuerdo frente a una pesadilla. Casamentera infalible entre el tiempo y el olvido, la poesía de Sara busca evitar el horror que se desliza como el agua pútrida tras una tormenta. Mujeres que son árboles. Mujeres en las que la naturaleza se reconoce: «Los vientos fuertes reconocen la fuerza de un cuerpo».

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Cuando has escapado, te has refugiado en la gran ciudad, el bullicio de la noche es tu protección principal. Yo, aquí, en el pueblo, busco ser valiente, el silencio es el dueño de la oscuridad y te escucho: «Las calles de un pueblo desierto/me atormentan por la noche». Mi hijo se despierta asustado. Lo abrazo, yo no seré hombre que muera de espalda, ni escupiré ácido en el suelo, escribo y te leo, Sara, mezclando el tiempo con la poesía, velando los sueños de los demás. La segunda parte, «Un paisaje cómo», atrapar en el ámbar, memoria en distintas funciones: «La flor que luego secaste como si la memoria/pudiera en realidad devolverte la fotografía real/ o un instante preciso». Una abuela, una madre, un padre, mi sangre, que en el extraño que la bebe parece devolverle la memoria: «El tiempo no acaba con él/aunque lo entristezca». En los mapas de los abuelos, en las casas de gloria donde se abandona a la vida sencilla la propia VIDA, allí, sin suscripciones, ni actualizaciones, sin me gusta ni seguidores, solo espuma pura: «Aquel mapa guarda alfileres y hambruna». En las mismas casas de los otros poetas, de sencillez y campo. No hay televisión dice: «No sé de qué color es la bandera del país en el que vivo». Busco, con el atrevimiento del que lee en noche de viernes mientras su hijo ha dejado por fin de toser. Busco tu edad. Dos años de diferencia. Pienso en unos abuelos que murieron recordando el color de su bandera. Las distintas perspectivas, los colores diferentes, la televisión ausente o la televisión en blanco y negro: «La muerte es gris, la locura daña, las dos existen/ las banderas no: las banderas crujen». Tela que cruje es tela que está enferma de frío, que el vapor no abandonó al tenderse frente a un viento helado. Y después.

«Después nada está sucediendo, nada nos sucede. Décadas de indie pop, de grabaciones olvidadas, de saltar siempre hacia delante, resbalar: algunos cambiamos el katovit por las oposiciones y ahora somos padres poetas en una generación que sortean en bucle: madre, hija, abuela. Luego lo repetiré, de ahí el bucle. El tiempo es un trilero que cambia la vida de lugar bajo los cuencos: «El dolor sigue y/entre las vértebras, los ríos llevan peces que van a parar/ a un cuerpo muriéndose en el agua».

En la tercera parte, «Idiomas propios», Una biografía que tiene pescado e idiomas borrosos. El resumen de la muerte en unas pocas palabras: «La gruta desemboca en un refugio», ausencia y presencia que se confunden cuando no sabes si hay hogar o si o estás alejada de él. La autora no quiere perder sus raíces, pero desea amar su nueva tierra. La poeta entra en contradicción, un bello oficio: «Me robas las palabras de mis padres/y mis abuelos». Escapar hacia delante o esconderse en el ayer. Bravo.

Cuarta parte, «Leche árbol», un hijo y sus preguntas. Un hijo que sabe que es más real lo que sale de las manos de su madre, de su boca, de su cuerpo…porque ese ha sido su cuerpo y su boca y su sangre y todavía pasarán unos cuantos años antes de que lo olvide. Así que lo que le rodea no le interesa. Para él, para el que lee, lo real está en la palabra, en la poeta. Guardar los restos, amasar el recuerdo, papel perecedero de una existencia que comienza a escasear. Porque el hijo es poesía también: «Para acordarme de su sombra/para oír al pájaro en sus ramas».

Llega la guerra y los soldados, la maldad y el miedo. Todos los hombres armados terminan por ser fantasmas entre las nubes, entre la niebla de un pueblo ocupado, en el que sus voces suenan demasiado familiares: «Esa vajilla es un fantasma viejo:/en mis sueños se oxida». Poesía en olas, poesía en botellas que se lanzan al mar. Bombas y recuerdo.

«La madre es un eslabón. Hija y madre. Hija y nieta, entre medio, una escalera, con diferentes alturas, escalones como generaciones. Subir y bajar en la búsqueda del instante preciso en el que atrapar un abrazo. Se guía por los sabores espléndidos que son promesas del sabor perfecto».

Para cada familia existe un gusto particular: huerto, pan, higueras, migas, confituras, leche. «Un lago puede tener alguna semejanza/con una sopa, derramada en el suelo/por un niño enfadado».

Yo también, Sara, escribo antes y escribo después del sueño de mi hijo. Sé que nunca volveré a dormir solo. Su cuerpo es un bronquio que me da aire y cuando él tose yo me ahogo y escribo sobre el dolor que más duele, el dolor que no es propio: «La historia se repite/las agujas tejen». Atrapados en el ámbar, en libros, en objetos que sospechamos serán devorados por esta obsolescencia impertinente: «Empezad este libro/viajad en él».

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