Jan Juc Moon de XAVIER RUDD (Universal Music, 2022)

El disco comienza con una oración-recitado, luego unos sintetizadores que parecen ser una versión de una ópera rock cristina, con psicodelia sintetizada y pesadas bases de dancehall, los sonidos burbujean desde ignotas máquinas mientras pájaros imposibles revolotean alterando los campos magnéticos de los arreglos. Y más espíritus cocinando el tema, una manera de realizar una declaración de intenciones, aún a sabiendas que tras I´m a eagle, la cosa irá adelgazando. Un personaje curioso Xavier Rudd, Jac Juc Moc, el segundo tema de su LP es un simple arpegio de acústica y una voz angelical mientras en el fondo se escuchar el sonido amplificado de un corazón, hasta que las programaciones entran y dan calor a la melodía, percusiones que recuerdan a las manos que aplauden a la espera de la tormenta. Esperando a los ángeles con sus mixtapes favoritas, las canciones que esperan tras un largo viaje. En Stoney Creek el comienzo vuelve a ser esquemático, como en una de esas canciones de los cantautores de los setenta, con el nylon que de pronto se convierte en un ladrido y aumenta el ritmo de la canción hasta acercarse a la brillantes tropical de un Devendra Banhart contenido.

«La distancia entre Brasil y Australia depende de la conexión wifi. Mira a los árboles, allí encuentras los lanzadores de frutas que quieren dejar de ser prisioneros sin prisión. Una divinidad sagrada, un piano que acompasa la manera que tiene de llevar el volcán hasta sus fieles, nuestro compositor e intérprete oscurece su voz para probar la fe, acompañarle hasta lo profundo de la cueva, allí encontrarás cobijo pero ni rastro de baile, solo los sedientos beberán de mis láminas».

Y el desfile de cuchillas como sintetizadores o sintetizadores como cuchillas. Una canción que parece estar siempre a punto de empezar: llegamos a Ball of chain y las bases del tema se acercan mucho más a los Zebda o gente como Mau Mau, estamos en la zona de Stromae, oscuridad para una pista de baile, más el recitado, el flow de J-Milla, que suma, no lo negaremos, era tiempo de salir de las catacumbas y bailar bajo la luz de la luna artificial del club. Pero la fiesta termina pronto y volvemos al porche de la casa, no sabemos si es amanecer o la tarde se ha ido, pero hay fuera de la ley repartiendo guitarras que compraron por unos dólares al último bluesman en una encrucijada. Como en otros temas, la suavidad inicial se eclipsa y matemáticamente entran las bases, con bombo a negras adormecido, pero que ofrecen soplo al corazón mientras en ese We deserve for dream.

Una armónica afilada en the window, la vista está nublada desde hace días, el cantante no sabe si hay alguien al otro lado escuchando, pero no para, sería un mal presagio, pide, como en el resto de los temas, que los instrumentos le acompañen, esos sonidos de sintetizador que tienen más de sueño que de realidad, y las voces que se doblan para que todos escuchemos lo que deseamos oír. Y cuando pensamos que el disco es continuista (sin ser plano, no nos confundamos) entendemos el porqué de 13 temas, un ritmo industrial Slidin Down a Rainbow. Aquí la pista está completamente encendida y las luces vienen de los setenta y todavía lucen con fuerza, luego algo de house de Chicago y fuegos fatuos de Berlín. Es como escuchar una metalurgia acompasada. Nunca se me hubiera pasado por la cabeza.

Un eclecticismo controlado, un disco largo, temas que alcanzan los once minutos, con sencillas guitarras y ambientes vaporosos como en Dawn to dusk. De canción pop susurrada creciendo hasta un mantra, de Red House Painters crece hasta un mantra de sacerdotisas del maestro Cohen que imprimen exotismo casi devocional y una rabia que parece arrastrar el fiemo fino de unos Radiohead menos divinizados, más humanos. Estamos hablando de más de 77 minutos, así que hay espacio -no hablemos de tiempo-, para casi todo, incluso un amago tropical, de ukelele y visión de flores, un punto a los Desmond Dekker mirando el arcoiris, sabiendo que las mejores semillas crecen junto al pozo del final, Magic es un tema que sorpredende por las percusiones acopadas y los coros, una vez con un punto de humildad mesiánica.

Angel at war es otro viraje, tú hablarías de Dylan, pero yo llevo persiguiendo fuera de la ley más que tú y pienso en Warren Zevon u otros habitantes de los desiertos australianos con talento pero poca suerte. Simplemente sostenerse con una guitarra y una voz mientras esperas que caigan las bombas y donde había algo ya no quede nada. Y en la penúltima canción, otro tour de force, con una sección rítmica sacada del pantano, como una escisión de los Crime & The City Solution, con órganos de iglesias y guitarras acústicas abiertas. Todo ese tono final tiene algo de recogimiento y comunión, sin elementos malignos, como si Leonard Cohen soplara aceites esenciales en la frontera del oeste y eso ayudara a creer. La voz de Xavier Rudd tiene algo de predicador afónico, de nocturno hombre de arena que susurra en los oídos agotados de los que duermen. Electricidad para cerrar el hechizo antes de afrontar el tema final, con una simple armónica, percusión de guitarra de palo, casi una canción festiva, como alguien que despedide un autobús que marcha en dirección al este. Joanna era un dulce que aliviaba la espera en la oscuridad diaria y todos la echaremos de menos.

El disco de Xavier Ruud es una biblia estilística pero, en vez de resulta deslabazado, promete una mundo propio donde todos pueden encontrar su lugar. Una producción exquisita y una ejecución limpia, con la selección perfecta de instrumentos. Atrapado por la telaraña, el laberinto de este autor que es, para mí, toda una magnífica sorpresa.

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