Algunas palabras sobre Todos los museos son novelas de ciencia ficción de Jorge Carrión (Galaxia Gutenberg)

No me pregunten el porqué. Salieron cinco bolas de setenta y cuatro temas y yo elegí el tema de grafos. Estuve escribiendo tres horas sin parar. Hablé de Alan Turing y Howard Philip Lovecraft. No aprobé. Esperé cuatro años más. Un parpadeo. Esa vez me tocó elaborar ocho carillas sobre los axiomas de la geometría clásica griega. Los Elementos de Euclides.

Unas canciones para escuchar mientras leen el texto

Pensaba en 2010, en mi primera prueba, que coincidía con el año del contacto según Asimov, en mi padre llevándome al cine del pasaje Caracol a ver la película, en el año 1984. El año de Orwell. Aquella mujer que bebía agua de un bote de plástico blanco a través de una pajita del mismo color. Volver allí. Saludarme a mí mismo, guiñar mi ojo izquierdo y devolver el guiño con mi ojo derecho.

«Hoy leo este libro de Jorge Carrión, Todos los museos son novelas de ciencia ficción puede que sea ahora mismo, en manos de otras personas, un libro sagrado, una visión puesta por escrito sobre la que se construye el fractal del nuevo Testamento. O se utilice en escuelas de Bellas Artes como demiurgo literario entre la plasticidad analógica y las interfaces animadas de las luces de neón».

Pero estamos en 2022 y el piloto Pirx espera en una luna de Titán que el motor de su nave acumule suficiente vapor como para volver a la Tierra.

Construir una novela sobre una I.A que no se ha sometido al test de Turing, de la que uno solo puede protegerse con el uso de teléfonos de baquelita, todo en un apartamento de Barcelona. Con la detección y enumeración de todos los medios de comunicación entre ella, Mare y él, Jorge o Jordi. ¿Es una novela elitista? En absoluto. Es una novela de arte fractal, como el millón de pixeles con los que Brian Eno quiso atrapar a la humanidad, como aquel ensayo sobre el caos de Antonio Escohotado que le dictó Fernando Arrabal mientras se dejaba ganar al ajedrez. El ajedrez como primera versión de todo aquello que tememos de las máquinas, sus ojos azul profundo, comunicarnos a través de elementos transitorios, recibir el material genético desde el esporangio, devolverlo con nuestra saliva.

«Una sencilla fórmula, la constante G, el producto de las masas, el cuadrado de la distancia. La limitación básica del agujero negro, la compactación del amor dentro de un cerebro. ¿Monkey Island fue la primera IA? ¿una Máquina de Von Neumann dotada de sentimientos? ¿un remolino dentro de otro remolino? Las estructuras de Daniel Melero con las que soñaba Gustavo Cerati».

Pienso en Carrión, transformando lo intangible, cuantificando lo incontable, con el pánico a romper cualquier jarrón cuántico: llego del instituto, cansado, como lo que me dan, mi hijo se apoya en la mano mientras come la fruta, se le cierran los ojos, se tumba sobre mí, vemos un rato de la Patrulla Canina, dormimos… pienso en la anfetamina como el orden básico, en la ausencia de sueño, en el consumo de la datura, que te lleva hasta un estadio parecido al del ácido lisérgico, sumidos en estructuras proféticas que se repiten y ramifican como el arte, como las simetrías que se muestran en la novela. Elegancia liviana, una intervención artística directamente en el software del ordenador, como si el MS-DOS fuera la primera alma digital capturada. Simulemos que la vida se repite, en loop, y que, con cada vuelta, se pierde algo en la fotocopia. Esas desigualdades son las que dotan de autonomía a la inteligencia artificial.

Carrión ha conseguido una novela que puede cambiar la historia o quedar arrinconada en un cajón. Fascinará a unos cuantos, será imprescindible para un porcentaje menor, pero, como dice su autor en la novela, «Si algo va a viajar en el tiempo, solo puede ser la información». Todavía estremecido, video «El pato Donald en el país de las matemáticas» y pienso que aquella arcadia feliz del cero absoluto, allí donde las moléculas van tan despacio que se detienen, es lo más cercano que tendremos nunca a controlar el tiempo. Y Nick Cave con Warren Ellis esperando al bosón de Higgs en el CERN, con un piano, un violín y una moleskine llena de ceros y unos.

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