The Show, una película de Alan Moore

Alan Moore es uno de los genios más grande de la humanidad. Es un demiurgo de siglos, capaz de absorber toda la cultura pop del S. XX y darle forma de historia oculta para la siguiente centuria. Es el hombre que colocó el ajenjo, la Biblia y el láudano en la mesa de Warren Ellis y Grant Morrisson y el único que ha sido capaz de sostener la mirada de Neil Gaiman durante los años dorados de los dos. Pero Alan Moore también es un cascarrabias con barba imitado por Joaquín Reyes, un tipo que adora a una divinidad viperina de nombre Glycon y es capaz, acuciado por las deudas con hacienda, de generar guiones para tebeos utilizando un taller de desarrolladores de ideas con el mismo hedor a fraude que los referentes del arte contemporáneo.

Después de abandonar la escritura de guiones para tebeos se ha concentrado en la novela, con incursiones puntuales en la performance e incluso en el spoken word o como letrista. Les invito a buscar y sumergirse en la escucha del recopilatorio “A Compilation of Songs and Performances by Alan Moore and Friends” donde se mezcla la manera de recitar de William Burroughs con las incursiones de Vincent Price en los discos de Black Sabbath. Pero hoy, esta noche, hemos abierto el Motel Margot para hablar, para escribir sobre “The Show”, su primera película, su primer guion original y, además, su debut como actor. El largometraje se pudo ver en una de las plataformas de cine independiente más conocidas dentro de la sección dedicada al Atlàntida Mallorca Film Fest hasta el 26 de agosto de 2021. Una pequeña sorpresa, una píldora malvada para terminar el verano, para revisar algunas de sus obras menos conocidas y, de paso, dar una respuesta a la pregunta: ¿puede Alan Moore volver a sorprender al mundo?

No será con The Show. Eso no significa que un fan medio de Watchmen o La liga de los seres extraordinarios pase un buen rato durante su visionario pero es un largometraje que adolece de dos defectos fundamentales: es esquemático en su planteamiento y juega con elementos sugerentes que terminan convertidos en cabos sueltos sin explicación. Y es que The Show repite el planteamiento de obras recientes como Alan Moore’s The Courtyard —en la que el druida solamente ejerce de “consultor-editor”, sea lo que sea eso—, donde un personaje aparece en una ciudad con una misión y deja que a su alrededor crezcan personajes estrambóticos, misterios con reminiscencias del pasado y algunos clubes nocturnos que resultarían misteriosos en los ochenta pero que la época de las reseñas por internet no aguantarían ni un mar de malas reseñas online.

«La ciudad, por cierto, es Northampton, lugar de nacimiento del autor y a cuyas más oscuras y deslavazadas historias le había dedicada su primera novela, “La voz del fuego”. La ciudad, se sugiere desde el principio, oculta algo más que solares con pintadas, restos de la destrucción del tejido industrial durante el mandato de Margaret Tatcher o calles residenciales victorianas, prefabricadas y con un pequeño jardín».

El aire especial de la Gran Bretaña cuando alteramos su dimensión básica y se convierte en Albión, emana desde el momento que escudriñamos la compañía de taxis local o la cámara nos lleva hasta los recovecos polvorientos de la Biblioteca Municipal. Ahí encontramos el primera guiño y también la semilla de la primera decepción: un analógico Moore lleva a su protagonista a buscar información entre libros polvorientos, como en una capilla de saberes perdidos, para encontrar a un bibliotecario que le ayuda a conseguir lo que necesita con la ayuda de un terminal conectado a la red municipal. La máscara del bibliotecario y su presencia como avatar del vigilante retirado que se dedica a controlar todas las cámaras que hacen las veces de ojos múltiples del Gran Hermano solo nos entregan una cucharada de melaza, un sosías del anciano Batman de Frank Miller, un heredero de su propia tradición de héroes pulp jubilados, solo lo vemos aparecer como un elemento decorativo sin trasfondo ni justificación narrativa.

Por cierto, el protagonista, de pelo revoltoso y gabardina entallada, parece una burla al John Constantine de pelo oscuro de Keanu Reeves.

A lo largo del metraje un observador atento no se perderá la doble referencia en la inmobiliaria Usher-AMITYVILLE (la primera por La caída de la Casa Usher de Edgar Allan Poe y la otra por el caso de casa encantado más famoso de la historia del cine) que lleva al detective —sospechamos que está buscando algo o alguien— hasta alquilar una habitación en una casa donde comparte zonas comunes con un monologuista especializado en lo satánico y una virginal muchacha que se gana unas libras realizando visitas guiadas por los lugares donde sucedieron los acontecimientos más sórdidos de la ciudad a lo largo de su historia. Descubrir que Northampton puede ser a la vez el origen de hitos de tercera en la historia de la Gran Bretaña o que existen diferentes lugares de poder basados en esa oscura época anterior a la romanización y que con tanta pasión utiliza Moore en sus construcciones narrativas, y una población aburrida, todo eso queda, de nuevo, como un cabo suelto, uno más en la película.

«¿Qué importancia tiene la ciudad en la historia cuando la ciudad se presenta como un personaje más? Es difícil de creer que Alan Moore después de definir el espacio emocional y geográfico lo deje sin uso, así, sin más. Empezamos a darnos cuenta de que David Lynch y sus picos gemelos podrían haber sido la levadura que dio comienzo a la fermentación pero que esta ha quedado detenida en mitad del proceso químico».

Como el uso de personajes estrambóticos de usar y tirar: el enfermero del hospital que va disfrazado de Peter Murphy, incluyendo una camiseta de Bauhaus, la segunda protagonista que ha caminado entre la vida y la muerte para servir como excusa para presentar el mundo del sueño vívido – y su novio de quita y pon—, la recepcionista del lugar con su deliberado tono kafkiano y burocrático…

Podríamos seguir con algunas de esas referencias de las últimas producciones británicas, más atrevidas que el promedio de lo que se hace en Estados Unidos y ya no digamos en Europa (imaginen comparar This is country con cualquier serial español o incluso el Sherlock de Benedict Cumberbatch y Martin Freeman con la sobrevaloradísima Casa de papel) pero es que Moore bebe y bebe, modela y recicla, pero no aporta nada nuevo. El pelo sucio del enfermero podría ser rapado y con sus ojos maquillados imitar la escena más impactante de las últimas décadas: la llamada desde la fiesta en Carretera perdida de David Lynch.

Y ese es el problema, el Club de los Sueños, ahí donde se mezcla la estética del Jack’s Crocodile Bar de American Gods de Neil Gaiman con aquellas confusas cortinas de terciopelo rojo donde bailaba El Hombre de Otro Sitio de en los sueños del agente Cooper. El sueño como purgatorio es un elemento de la cultura popular heredado de los ochenta, donde alcanzó su cénit terrorífico con las andanzas de Freddy Krueger y sus juegos macabros en Pesadilla en Elm Street pero también con las ensoñaciones del Sandman de Neil Gaiman, donde los Eternos y sus acólitos surcaban los planos de existencia de los humanos mientras dormían. Lo malo es que Gaiman entonces buscaba la guía de Alan Moore y ahora parece que Moore ha cogido la freidora con aceite usado y está rebozando los restos de lo que él mismo inventó.

Poco a poco descubrimos que el detective es más bien un asesino a sueldo y su aparente falta de habilidad siguiendo pistas lo lleva a subcontratar los servicios de una agencia cuyo contacto ha obtenido a través de un anuncio en papel colgado del tablón de una tienda. Uno no sabe muy bien si Alan Moore quiere que su protagonista encuentre ayuda o funde Echo and The Bunnymen. Si hemos hablado de cabos sueltos, aquí tenemos varios: una casa familiar, una madre que ofrece galletas de un sabor muy específico —elemento que se recuerda en el diálogo entre protagonista y detectives— y unos profesionales de la investigación que resultan ser dos niños con cierta dependencia hacia las bebidas energéticas.

Una voz en off que describe el pensamiento de uno de ellos vuelve a demostrarnos que Alan Moore más que un genio es un reciclador que busca el guiño continuo con el oyente —pensar en las películas de detectives que imitaban a su vez los largometrajes clásicos con dos saltos de distancia entre James Ellroy, Dashiell Hammett y Humphrey Bogart—, con una falta de lógica narrativa o más bien un deus ex machina de manual con la carpeta que le entregan los detectives que sirve para aclarar toda la trama en el comienzo del tercer acto. Nada más. ¿Por qué era importante el sabor de las galletas que ofrece la madre de los detectives? ¿Qué importancia tiene el sueño de la compañero de piso con actitud sensual y un disfraz de un cuerpo humano sin piel como reverso de la bata que porta?

«La mayor parte de la atmósfera sobrenatural de la película se basa en ensoñaciones y juegos de espejos con las pesadillas y la idea del sueño recurrente y lúcido. Pero ahí es cuando se le ven las costuras a la película: personajes claustrofóbicos que podrían haber surgido de la pluma de Reece Shearsmith y la mente turbulenta de Steve Pemberton (pueden seguir el peligroso hilo —para su salud—, que va desde Psychoville hasta The League of Gentlemen y llega a la sexta temporada de su magnífica Inside number 9».

En una obra de Moore, en un británico que vivió el punk y el post-punk, nunca puede faltar un garito con su banda de música experimental (incluyendo un cantante que se disfraza de Hitler y al que luego vemos grabando maquetas un de ruidismo que producirían gozosas escuchas a los aficionados a Esplendor Geométrico) y personajes como una mujer que viste como un damero de ajedrez y que golpea con una piña al Mcguffin de la película u otro de mis cabos sueltos favoritos: camellos que venden sustancias tóxicas imbuidos en una estética de vudú.

Sí, hay vudú y hay una especie de Grace Jones con elementos de dominatrix, vendiendo a desdentados postadolescentes que escuchan house malo mientras rebozan chocolatinas Mars mientras hacen tiempo entre que les llega el bajón y empieza Geordie Shore que sirve, básicamente, para darle contexto al protagonista y desvelarnos un trabajo previo en México, que no aporta nada más allá que esa sensación de búsqueda de precuela y sucesivos capítulos. Pero un poco de vudú siempre queda bien.

«A veces parece que Alan Moore ha estado jugando con tebeos de Warren Ellis, recortando con unas largas tijeras y pegamento para niños y haciendo un estupendo collage infantil sobre una cartulina que le sirva de storyboard. Estoy casi seguro que en mi revisión de la obra de Moore, trabajo apasionante y lo mejor que me ha ofrecido la película, encontraré algo relacionado con Marie Laveau en los textos que acompañan en las distintas entregas a la serie de La liga de los seres extraordinarios».

Pero no todo va a ser elementos extraídos del punto limpio de una ciudad dormitorio de la cultura pop europea de antes de los ochenta. Al menos tenemos algo de los noventa con la aparición del verdadero malo de la película, un personaje que parece sacado de las películas que hacía Guy Ritchie antes de conocer a Madonna o las novelas de Irvine Welsh. Un mafioso con americana a cuadros, cojera y un evidente olor a sobaco que se intuye fotograma a fotograma. Una joya que es básica en el desarrollo de la historia, la protagonista que es periodista y tiene un novio pero, lo que es más importante, le gustan los juegos al modo de David Carradine.

Una galería de habitantes del sueño que ofrece, al menos, un homenaje a Freaks de Tod Browning y una especie de araña humana hecha con los restos de los efectos especiales que dejó Tim Burton después de destrozar la obra de Lewis Carroll nos dejan a los pies de lo mejor de la película: el mismo Alan Moore, disfrazado como un clown con sobredosis de lamé y purpurina, habitante de los sueños, cómico frustrado, que no puede evitar que entre los ingredientes de la sopa del día aparezca Aleister Crowley, que siempre tiene un lugar como boya recurrente entre los preferidos de Moore.

¿Ese monólogo lo justifica todo? No me atrevería a decir tanto. Quizá el 40% del tiempo empleado en la película. Podría haber sido mayor si no es por el uso de un tirachinas por el asesino a sueldo protagonista. Quizá sea un homenaje a las novelas juveniles de Richmal Crompton, Guillermo y los Proscritos, o es una broma privada… o es parte de lo deslavazado del metraje.

La idea de los humoristas de los treinta es puro Moore y que encima termine uno de ellos con problemas de adicción a los opiáceos puro Minutemen, pero que la madre del dueño del club sea la que lleva la página web que los recuerda es otro martillazo en el escasamente grácil desarrollo de la historia. No creo que Alan Moore haga esto por dinero. Mi esperanza es que algún día llegue una novelización de la historia y llegue la luz a los abundantes lugares oscuros de la trama o que, finalmente, admita que lo que buscaba era sembrar semillas para una serie con varias temporadas. En ese caso revisaremos el visionado y quizá encontremos una justificación.

¿Y después de todo esto? Pues pueden reírse de mí cuando les comente que tengo señalados en Wallapop y en Todocolección ejemplares de segunda mano de Providence —continuación o más bien precuela, de Neonomicon—, el segundo tomo de Crossed+100 e, incluso, las dos entregas que terminan con el arco argumental de Miracleman. Y he vuelto a leer La liga de los seres extraordinarios, incluyendo las obras más áridas, Dossier negro y La tempestad, así que no descarten que pronto volvamos a ver las barbas del mago de Northampton en Motel Margot.

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