‘El malentendido’: cuando sólo hace falta esa palabra que no nos atrevemos a decir

Por María J. Mateomariajesus_mateo
A veces sólo bastaría con una palabra. Con una sencilla que pudiera llevar cualquiera de vosotros «en sus bolsos, en su cuerpo», que diría el bueno de Ángel González… Y el mundo sería otra cosa. Ya no ese espacio en el que a veces uno se siente extranjero en su propia patria. Sino la casa soñada desde la que es posible escuchar el sonido del mar.

Sería simple en realidad. Solo cuestión de alterar el orden y lograr que el último deseo fuese el primero para pronunciar la palabra que llevamos presa entre los dientes. Esa que no nos atrevemos a decir y acaba envenenada, convertida en el germen de muchos de nuestros males.

145717Es esa misma palabra callada, pensaba estos días, la que precisamente hace avanzar la trama de El Malentendido, de Albert Camus, el texto que se representa en Madrid, en las Naves del Español bajo la dirección de Eduardo Vasco, y que reviso ahora.

Es la que, por incapacidad, no pronuncia uno de sus personajes, Jan, el «hijo pródigo» que vuelve desde lejos para recuperar a su madre y a su hermana. Y también la que, por no ser dicha, irá prefigurando la fatalidad: disponiendo un destino contrario al que los personajes habrían querido para sí mismos.

La cuestión es fácil, le dice a Jan su mujer, María, antes del fatídico equívoco. Todo pasa —asegura— por «dejar hablar al corazón», que «emplea palabras sencillas», y decir: «Soy tu hijo y ésta es mi mujer. He vivido con ella en un país que amamos, frente al mar y al sol. Pero no era bastante feliz y hoy os necesito».

«Pero ¿por qué no haber anunciado tu llegada? Hay casos en que es obligado proceder como todo el mundo. Cuando uno quiere que le reconozcan, da su nombre; eso es evidente. Se acaba por embrollarlo todo cuando se aparenta lo que no se es.

Y sin embargo, qué complicado es a veces descubrirnos, creer mostrarnos vulnerables cuando la suerte esperaba en realidad el momento de acabar con las máscaras que no nos dejan respirar.

Qué importante —decía a mi compañera Paula una de las artífices de la nueva puesta en escena, la espléndida Cayetana Guillén Cuervo— emplear las palabras justas para comunicar: dar la cara, jugar al descubierto, para vivir como deseamos la única vida que tenemos.

Este es es el principal mensaje que extraigo de un texto denso pero clarividente. Un texto que, estrenado en el triste momento de la ocupación nazi en Francia, en 1944, sigue teniendo validez y que, una vez «visto» o leído, nos habla aún hoy de la ausencia de un Dios en el que el finalmente querremos creer, aunque solo sea por reacción.

Ese Dios real o ficticio, escrito con o sin mayúsculas, que se llama esperanza o porvenir y que vemos en el rostro de una persona amada. El motivo, al fin y al cabo, que nos hace levantarnos de la cama cada día y sortear los obstáculos que vamos encontrando.

Una nota escrita al dorso por el mejor Camus: ese incitador de conciencias tan necesario como la palabra que, posada sobre los labios, podría estar a punto de brotar.

 

 

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