Ecocuento. Confieso mi culpa: acabé con una especie de dinosaurios

“Podrás tener todo el dinero del mundo,
pero hay algo que jamás podrás comprar…un dinosaurio”

Homer Simpson

Me encontraba en el barranco levantino de Mortero. Se llamaba así porque se sacaba la tierra para la argamasa de las casas que empezamos a construir cuando los neolíticos nos hicimos sedentarios. ¡Qué alivio! Por fin abandonamos las inseguras chozas que nos cobijaban cuando practicábamos el nomadismo. Cuando no nos las destrozaba el viento, que por aquí sopla sin descanso, el agua se filtraba por el techo. Los parásitos animales campaban a sus anchas por el suelo y las paredes. ¡Cómo picaban los canallas! Entraba una luz por la mañana que no se podía dormir. Mi casa era la más bonita, con terraza hacia el barranco. Me la habían levantado gratis los constructores. Los amenacé con desatar la ira de los dioses y cargarme los centenares de casas que construían por todos lados. Desde que se descubrió el barro como argamasa se había desatado una fiebre inmobiliaria desconocida hasta ese momento. Se le llamó la “fiebre del adobe del Neolítico”, y se extendió por todo el mediterráneo y el creciente fértil.

Aquel infausto día vagaba por la hendidura geológica localizando cuevas para plasmar mis figuraciones artísticas. Un escalofrío me recorrió el espinazo. ¿Qué era aquello? Estaba casi sepultado por la tierra roja. Me acerqué hambriento de percepción, sigiloso. Poco a poco percibí la real realidad. Me sirvió esa potencia aguda con la que me conducía cuando era el brujo de la tribu.

Más o menos era del color del suelo, quizás un poco más pálido que el rojo terroso del barranco, tirando a rosa camuflado con ocre. Me acerqué un poco más, desconfiado porque aquel día me había tomado doble dosis de impulsor vital. Identifiqué su cabeza, los ojos me habían parecido al principio unas pelotillas como las que fabrican los escarabajos. Me pareció que apenas respiraba, no levantaba ni una brizna de polvo. Le tiré una piedrecilla. Nada. Otra más gorda, tampoco. Lo iba a intentar con otra más todavía más gorda. No conseguía despegarla del suelo a pesar de que tiraba con fuerza con las dos manos.

Hacía unos días que había llovido y la tierra estaba apelmazada. Insistí hasta con patadas. Me costó darme cuenta. Era una escama dorsal del lagarto. Entonces pareció que se atrevía a abrir el legañoso ojo. Esperé. Escuché algo así como un suspiro melancólico. Vuelta al silencio. Empecé a cantar el ritual de los resucitados. Ese que empleo después de las muertes masivas de los animales que pretendemos domesticar. Me salía algo ronco. Una segunda repetición del ritual. Antes me tomé otro lingotazo de poción. El aumento de voz y el cambio de ritmo provocó que abriera los ojos. Los giró hacia mí. ¡Estaba vivo!

Nos miramos, parpadeó con esos raros párpados que tienen. Noté que se me arrugaba la frente y se me movían las orejas. Me pasa en los momentos de tensión acumulada. Al tiempo, conseguimos entendernos. Me explicó que era el nieto de los nietos de los biznietos de los tataranietos de tres dinosaurios que se había librado de una extinción masiva. Mis poderes mágicos me decían que hubo una hace unos 60 millones de años. Relataba, quise apreciar con nostalgia que ocurrió hace mucho tiempo. Entonces una gran nube de polvo surgió de repente y los mató. Así se lo habían transmitido de forma oral sus antepasados generación tras generación. Me dijo proceder de no muy lejos, de los pantanos que hay cerca de las tierras altas. Había vivido tanto tiempo que no se podía contar. A los chamanes no nos merece la pena anotar el tránsito día/noche. Además, como se dedicaba a la vida contemplativa, como yo, apenas gastaba energía. Esta estrategia le dilataba la existencia cual si estuviese en una hibernación permanente. Por otra parte, en el fondo del barranco estaba a resguardo y siempre caía algo de comer. Agua no le faltaba. Me reconoció que estaba bastante deprimido. Normal, era el único de su clase que quedaba.

Le expliqué que la vida era bella. Le susurré que merecía la pena esforzarse. Le conté que había visto otros lagartos como él. En realidad eran mucho más pequeños. Pero eso me lo callé. Lo animé a salir de su escondite. Le aseguré que en las tierras de mis antepasados, que se parecían bastante a las de los suyos, debía haber otros lagartos como él. Como si nada, pero al final me creyó. En realidad parecía algo ignorante, o no quería abandonar su retiro.

Se empezó a levantar. Le costaba. Cada esfuerzo iba seguido de un eructo. Sin duda le hacía perder energía, pero lo relajaría. Supuse en aquellos momentos. No pude ayudarle, me hubiera aplastado si se caía. Pasó el tiempo, por la tarde ya se había puesto de pie. Entoné uno de los cantos rituales de alegría. En realidad era el de las cosechas, que no pegaba mucho pero el lagarto no lo sabía. Se fue animando. Zancada tras zancada consiguió remontar el barranco, despacio, extremadamente lento. No conté el número de eructos pero pasaría de 100. Aliviado, por el próximo logro pero también por evitarme la halitosis del lagarto gigante, entoné el canto de la victoria en guerras. Este sí pegaba para la ocasión. Al acceder a la cornisa, la maldita luz del Sol lo cegó. Se tambaleó una y otra vez. Al final cayó rodando por el precipicio y se descalabró. No dijo nada, ni un gritito lastimero, ni siquiera un eructo póstumo. Hubiera supuesto un final acorde con el empeño.

Lo dejo todo escrito en ideogramas, rayas, palos y cosas similares. El caracolillo de abajo es la firma. Me ha quedado bien. Pero me ha costado tres días y tres noches. Yo soy el brujo-artista de los neolíticos. Me pinto aquí encima: el de la figura estilizada que no lleva arcos ni flechas, el que tiene unas ramas en la mano. Quien descifre estos jeroglíficos conocerá mi historia. Si nadie es tan listo, no pasa nada. No sé si se conservarán bien o alguien los rayará adrede. Los hijos del jefe me tienen inquina. Nunca que han perdonado que bendijera con lluvia la unión carnal de su padre con una concubina. ¡Me tienen frito los ortodoxos de la poligamia!

Fue involuntario. Lo induje a la muerte pero fue él el que se mató. Solamente quería darle ánimos para que se fuese. Así me dejaría pintar en paz en un abrigo que había encontrado con las paredes perfectas.

No me busquen para castigarme. Yo también me pienso extinguir. Por cierto, ¡qué pena la de este dinosaurio! No dejará huellas ni restos de huesos como los que dice mi abuelo que hay en la tierra de donde él vino.

Estado actual del dinosaurio peliculero sin utilizar porque Spielberg no quiso repoblar el mundo rural. (Fotografía: Fernando González Seral)

NECROLÓGICA DOBLE. Érase una vez un país maravilloso llamado Turolisia. Se regía por una especie de constitución titulada “Mitos y leyendas. Tratado moral de los extintos dinosaurios y nacientes neolíticos para el regocijo de los amantes que vivirán en 2030”. Estaba escrita en un grabado lítico que, algo deteriorado, llegó hasta nosotros y se conserva en un museo de París. Tuvo más suerte que el país, que desapareció y se llevó con él su reglamento moral completo.

COTILLEO LEGENDARIO. Quedó recogida en la tradición oral de su pueblo que hubo una vez un chamán estrafalario. Enloqueció y murió despeñado. Había permanecido en un barranco todo un mes de un febrero con hielo permanente recitando un poema corto. Aseguraba que había visto un dinosaurio. Nadie lo creía porque estaba cargado de hierbas siempre. La gente cotilleaba que se trataría de un lagarto. En otra pared escribió con ideogramas: no me hubiera importado vivir en tiempos de los dinosaurios para estudiar el influjo de sus eructos en el efecto invernadero.

OTRA COSA. El alcalde del pueblo le envió varias cartas a Steven Spielberg invitándolo a que rodase por allí un nuevo Parque Jurásico, mezclando dinosaurios y neolíticos aunque era sabedor de que no coexistieron. Pero todo servía si se detenía el abandono del mundo rural. No obtuvo respuesta. Hasta habían construido una estatua de dinosaurio. Es la de la foto. Muy mermada su imagen por la acción de los meteoros atmosféricos. Otro tanto le pasa a la Esfinge de Giza.

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