Recuerden el colegio, por un instante regresen a ese campo de concentración psíquico al que nos enviaron nuestros progenitores en busca de un mundo mejor. Y díganme… ¿conocen un lugar más horrible? Todos los presentes, compañeros y profesores, padres y madres, se empeñaban en decirte cómo debías ser. Funcionaba a rajatabla el sistema punitivo, con sanciones muy jodidas: el insulto, el cateo, el golpe o el ostracismo. Para cada uno de estos tormentos elijan ahora su propia aventura… como en Salò o los 120 días en Sodoma, de Pier Paolo Pasolini.
Si en aquel siniestro lugar llego a soltar que era lesbiana, un chico lesbiana… ya pueden adivinar el resto de la película (10 años en Gomorra, sería el título…). ¡Y a eso lo llaman escuela!: patria del aprendizaje, orgullo del futuro latente.
Pero volvamos al presente, conjuremos los traumas…
Soy lesbiana- sí, lo admito, lo digo y secundo-soy lesbiana- ¿por qué…?
Me perdonarán la falta de puntualidad ya que este post se quedó atrasado cuando publicamos el reportaje Entre el orgullo y el esteriotipo. No tengo excusas. Es el síndrome de la postergación permutable.
Me lo dijo Amanda mientras husmeaba en el universo lésbico: «Tú eres lesbiana. Una lesbiana encerrada en cuerpo de hombre». Esta sentencia al principio me chocó, fue como si un neutrino impactara en mi cabeza. Así que busqué en el cajón de lecciones aprendidas y respondí con aires de escolar: «La lesbiana es aquella mujer a la que le gustan otras mujeres. Si yo soy hombre, no puedo ser lesbiana…»
(Canción infantil: Los niños tienen pene las niñas vagina…)
Era un silogismo perfecto. La ciencia es ciencia. Yo no podía ser lesbiana-según la regla expuesta- y Amanda podía estar perfectamente loca-según la psiquiatría que aplicase esa regla. Pero algo fallaba. Demasiado perfecto. Y la perfección me atemorizó desde pequeño, nunca me he fiado de ella… Pensaba de crío: el coco, si es que existe, debe medir metro noventa, será rubio, pectorales de ensueño, y los ojitos muy azules… Si ven a uno así: ¡huyan!
¡Qué hacen! ¡He dicho que huyan!
Enseguida pensé en otro silogismo, quizá menos exacto. Eliminé el sujeto de la argumentación y el sentido cambió: «Lesbiana: persona a la que le gustan otras mujeres. Yo: persona a la que le gustan otras mujeres…» Por lo tanto, si era persona, y las lesbianas estaba seguro de que también lo eran, yo=lesbiana…
Lo sé. No deja de ser una trampa. Entonces significaría que todas las personas a las que les gustaran las mujeres se convertirían automáticamente en lesbianas. ¡Hecatombe! John Wayne, por poner un ejemplo, no tenía pinta de…
¿O sí?
No, no… Wayne sería un fascista, un héroe proletario o un absurdo existencial… ¿pero lesbiana? No. Yo era lesbiana. Lo decía mi regla personal. Era una persona a la que le gustaban otras mujeres del mismo modo que las lesbianas con pedigrí. Y me di cuenta (porque yo también sufría una regla metafísica que me daba cíclicos dolores) que mi problema estaba con los hombres. Y no era gay. Ni un misántropo. Ni un matón de discoteca. Tenía mérito. Mi renuncia expresa se basaba en la tetosterona. Busqué palabras cruzadas con macho varón. Utilicé el pensamiento transversal.
Varón: fútbol, coche, guerra, hombría, gallinero, torero, virilidad, chulito, peleón, Wayne, territorial, alfa, deporte, jefe, dominador, velocidad, violencia, simpleza, buitreo, Brad Pitt, camaradería, simpleza (esta va repe porque mal que me pese sigo siendo hombre), poder, cola de pavo real…
¿Qué camino le queda al que se encuentra encerrado en una definición única que no se ajusta a su personalidad?
Desde el principio nos dicen cómo debemos ser. Tienes que tener un pene grande (luego las mujeres lo desmienten para más tarde volverlo a afirmar). El cariño y el roce sólo se demuestran en las zonas genitales y con mujeres, ¿eh? (menudo bulo). Tienes que demostrar que eres más fuerte, un buen deportista, dominante, el más listo de la clase (un perfecto idiota). Tienes que demostrar…Debes reírte de los demás. Debes odiar lo diferente (no vaya ser que vengan a por ti).
Yo era lesbiana. Tenía razón Amanda. No era un transexual (otra opción posible, pero descartada, madre) ya que me sentía a gusto con mi cuerpo. Me vestía lo justo de mujer, y mi pene me daba más placer que dolor. La definición inicial entonces fallaba: «mujer a la que le gusta…» Por exclusión, significaba que yo era un hombre heterosexual (volvemos a lo del pensamiento transversal). Y no encontraba ese punto de unión necesario para formar parte de la tribu del pene civilizado, guiada por la voluntad del férreo poder hormonal. Tras miles de años de demostración histórica ser hombre tenía que ser otra cosa más allá del patriarcalismo o yo acabaría siendo una perfecta lesbiana. Y gracias a Amanda me he dado cuenta de que ese futurible ya ha llegado. Yo soy un hombre lesbiana. Hasta que las lesbianas o los hombres me demuestren lo contrario.
Aunque en realidad, pensándolo fríamente, creo que me parezco más a un gremlin…
Entonces tendría que reescribirlo todo de nuevo. Yo soy un gremlin- sí, lo admito, lo digo y secundo-soy gremlin- ¿por qué…?
Javier Rada