Ricardo Díez es un poeta que apura la belleza, la que existe entre los huecos de las letras, la que sirve de arcilla construida por los acuosos recuerdos del pasado. En el enjambre del silencio, un bien escaso y caro, busca lo nutricio que aún queda en la naturaleza oculta, esos pequeños espacios que, todavía, no han sido domados por el alquitrán de las ciudades: árboles y bailarinas, tierra y espacio. Explorador interior en su exilio sabe que habrá vetas de poesía todavía pura, en el exterior, donde el vacío toma nombres de planetas, las vetas inalcanzables son el sustento del verso. La materia sobre la que construimos la realidad es, paradójicamente, vacío en un porcentaje muy alto, esencialmente hueco, cuantitativamente abismo, así que la solidez es una entelequia y solo nos queda acercarnos al recuerdo de lo clásico, armados de semidioses y demiurgos, aplastando las definiciones de divinidad, sabiendo que “La luz es especialmente vigilante” cuando la oscuridad nos rodea. Divinidad y naturaleza, papel y diamante negro, teclas digitales que giran palabras para el rebaño: “Un instante perfecto en un bosque/que renuncia a proferir fuego”. El silencio, de nuevo el silencio, cultivado como el limón agrio, como el fruto profundo, guiado por el gusano de Hefesto, el humus entrañable que todavía tiene algo de néctar entre su ahogo.
El silencio del colibrí es un catálogo de notas que se resisten a desaparecer una vez han sido entonadas. No es lo mismo sentirse mudo que ejercitar el silencio, otra manera de ejercicio divino es permanecer tras el acorde último del pájaro. Colibríes que atrapan en su pico lo que permanece puro brevemente, lo que aleja la fosforescencia parpadeante de lo urbano, ser el mar, siempre lejano, ser el jardín retorcido donde Jorge Luis Borges se pierde, minotauro último de nuestra cultura. Entre el infinito sideral y las construcciones de barro impúdico en manos mínimas, hay un poema último que bucea hacia el corazón de la tierra, mascando la exigencia y dejando camino para que la luz de las sibilas se adentre en lo profundo. Un desfile íntimo de presencias que pasan inadvertidas, básica cultura de nuestros ancestros. La poesía, en el origen, regaba las semillas del silencio. Hoy, una vez más, aquel follaje se eleva y permite que la palabra nos sostenga.
Entrevista de Ana Segura en la Torre de Babel
Unas palabras sobre Mictlán (Odas a la muerte) de Ricardo Díez Pellejero (Olifante, 2020)