José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Archivo de abril, 2007

Castillos de arena

Llevo toda la tarde con la mano de una niña entre las mías. Se llama Lala, tiene siete años, tantos como palabras sabe decir en español. Las suficientes para que nos entendamos. Cerca, para echar otra mano, esta Sali, su primo, uno de los siete que pululan todo el día por la jaima de Dajla, mirando, sonriendo, esperando.

Salim sí que sabe hacerse entender. Ha estado veranos en Sevilla, en Huelva y en Cádiz y tiene todo el brillo de la inteligencia en cada una de sus palabras. Hoy no tiene clase, pero me ha acompañado a a la escuela del campamento saharahui a buscar a su colección de primos y a participar en una fiesta menuda, con fanta y patatas fritas, otro pequeño agasajo de esta mañana de desierto. La escuela se llama Carlo Giuliani, en recuerdo de aquel muerto en Génova, y no es la única pìsta italiana en el campo de refugiados de Dajla. He visto guiños franceses, holandeses, belgas y, de la mano de la Lala, se puede dar un paseo por la sombra de un camiòn de Málaga, por los rastros de un todo terreno de Cudad Real, refuguiarse del sol en una casa de cultura de Asturias o en mostradores de apoyo de Palencia o de Alcobendas, por toldos de Canarias, se pùede admirar las pequeñas placas solares de Aragón o las mangueras de agua y la casas de apoyo a las mujer con arquitectura sevillana. Lala no conoce ninguna de esas ciudades, ni muchas otras de la lluvia solidaria que mantiene la vida en el desierto, pero Sali le cuenta lo que a mí me gustaría enseñarle.

Sali tiene quince años y grandes planes. Si sus padres de Sevilla y de Dajla consiguen arreglar papeleos empezará el bachillerato en España y luego la universidad. Todo el mundo está de acuerdo. Como él lo ha hecho cientos en los últimos años. Casi todos vuelven luego, con el título en la mano. He conocido, por ejemplo, a un geólogo que justificaría su existencia con un yacimiento que llevarse a las manos. Otros se resiten, prefieren seguir con su vida nueva. Está empezando a pasar. Sali es los que apuesta con volver sin haber jugado las cartas todavía: y ser médico, ejercer en una consulta en Dajla, en la verdadera, la que fue Villa Cisneros, la que ahora oficioso tiene título marroquí. Eso imagina Sali. Tal vez lo consiga, o tal vez tenga que seguir esperando si el sueño no llega. Esperar es el trabajo más duro en un campo de refugiados. Aquí levan treinta años ejerciendo 24 ahoras al día ese trabajo.

De eso hablaban luego las autoridades de la República Saharahui y los gestores del Festival de cine. Y de como conseguirlo. El cine es una cura que se comprometen todos a aplicarla en un Sahara libre.

No estoy seguro de que Lala lo entendiera todo, más pendiente de una cámara que le buscaba la sonrisa. Salim se habìa quedado en la arena, jugando. El y sus amigos tienen una calle que mide miles de kilómetos cuadrados para soñar y construir castillos de arena.

Me escapo. Lala y su madre recolectan la recua de primos y despacio buscan la jaima. Ha caído el sol y yo he buscado un rincón a sólas desde el que me mire. Luego he encontrado en otro rincón a un amigo.

Al anochecer

Poco a poco se sucedían los relatos: descargas eléctricas sólo para hacer gritar y que al lado se oyeran esos gritos donde otros estaban siendo torturados; limpiar huesos de restos humanos hasta dejarlos mondos para que pudieran ser enviados a familiares de detenidos como aviso y como tortura; detenidos colgados de aspas de helicópteros; detenidas violadas sin hacer una sola pregunta; bebes recién nacidos apuntados a cañón tocante delante de la madre que los acaba de parir. Todo. Del horror más extremo hasta el absurdo igualmente incompresible: una festín de navidad, un asado, antes de ser mancillados o fusilados, un hijo de torturador al que su padre lleva de visita a su trabajo. Todo les estaba permitido desde la amabilidad insensata hasta la muerte más cruel en los años terribles de las dictaduras militares de Chile, Argentina, Uruguay. Y todo estaba medido, decidido, controlado. Era un sistema. El documental del periodista Vicente Romero y el juez Baltasar Garzón de ayer quería escarbar en el alma de los verdugos y se preguntó por su pericia, por lo que les convierte en burócratas del dolor, por lo que les hace vulgares, cercanos, amables padres de familia y asesinos oficiales de nómina y horario, por lo que hay dentro de los seres inhumanos, por lo que les hace posibles y no monstruos extraordinarios. Desfilaron teorías y recuerdos terribles, nuevos y antiguos testimonios, hijos, nietos desparecidos y encontrados, perversas historias de amor y dependencia, regalos, miseria, falsos padres, gente bruta, enloquecida, testigos corroídos, lógicas económicas que se impusieron a sangre y fuego, leyes de impunidad, leyes del olvido. El más verdugo de todos los verdugos es el sistema que necesita los verdugos, le escuché decir al escritor Eduardo Galeano. Los militares defendieron la fe y la civilización cristiana, estaban bendecidos, le escuché sermonear a un abogado de los uniformados. Los que salimos vivos siempre fue a cambio de algo, le escuché decir en voz alta a una superviviente. El juez se empeña en que no se baje la guardia: ahora hay cárceles secretas, vistas que miran a otro lado, democracias olvidadizas, contagiadas. De acuerdo, que no se baje.

Al final, uno de los que aceptaron confesar, uno que había arrojado cuerpos vivos desde aviones al océano, el viejo Scilingo, volvió a susurrar la frase más oscura: la peor hora era al anochecer, cuando ya no podía soportarme a mí mismo. Qué mala hora. También para sus víctimas.

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Liturgia para náufragos

El día después de la gran liturgia todo es casi como antes en San Carlos Borromeo, la parroquia excéntrica. No están otra vez mas que los de siempre, los que allí han encontrado refugio. He cogido el metro hasta Atocha y luego el tren de cercanías hasta la estación de Entrevías. Ahora también se llama Asamblea de Madrid porque a tiro de piedra está el edificio del Parlamento Autonómico. Siempre ha sido entrevías, a secas, y siempre ha estado más allá de donde acababan las mayúsculas de la ciudad, allí donde reinó muchos años la heroína, la única princesa para muchos, el único enganche para otras. Ahora hay un parque que Gallardón y sus semejantes han inaugurado por lo menos tres veces según han contado los que lo vieron de cerca.

He ido cuando no había multitudes y me he sentado enfrente del viejo caserón que ocupa la parroquia y que preside la plaza. A la izquierda, un quiosco de banquetes está cerrado; el cartel de un restaurante chino con una flecha de dirección obligatoria pegado en la fachada de la parroquia se ve más que el crucifijo y el enorme grafiti con tipografía de velones laicos invita a no quedarse a las puertas. Han estado treinta años haciendo lo mismo, (herejías, dicen los que más miedo les tienen), y extrañamente ahora han cogido ola otra vez, mala fama, después de haberse pasado décadas olvidados, repudiados, dejados de la mano de dios, tachados de la actualidad. Dedicados a lo suyo, una isla llena de náufragos. Dentro, como tantas otras veces, una mujer se afana barriendo la sala de la liturgia perseguida, y por el pasillo quedan algunos supervivientes del sida y las drogas malvadas, algunas esposas de presos que no saben dejar de serlo, algunas madres que perdieron hijos y encontraron hermanas, algunos adolescentes despistados y malditos del otro lado del mar. Los de siempre. Los náufragos.

Hablo un minuto con Javier Baeza, uno de los curas, amigo de los últimos años. Y mientras esta tarde me explica que el Evangelio no parece decirle lo mismo a ellos que a Rouco, el cardenal, más preocupado por los hábitos que por los monjes, desde el parque yo miro la isla, el único lugar, el único solar vacío en muchos kilómetros, listo para ser oficialmente (re) construido.

Me vuelvo en el tren, nadando en un mar de acentos distintos.

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Lisboa

Sobre siete colinas, que son otros tantos puntos de observación desde donde se pueden disfrutar magníficos panoramas, se extiende la vasta, irregular y multicolorida aglomeración de casas que constituye Lisboa.

Así empieza una pequeña guía que Fernando Pessoa escribió en 1925 sobre su ciudad. Apareció, al parecer, entre viejos papeles y fue publicado, por primera vez, en 1992. No conforme con que su ciudad y sus aromas, y sus ausencias, estén presente de una u otra forma en sus palabras y en las de todos los que fueron él, quiso escribir una guía, para colocar a Lisboa y a su país en el lugar que se merece. Me la han regalado justo antes de irnos de viaje, después de haberlo encontrado, de causalidad, en una librería que siempre nos ayuda.

En el Libro del Desasosiego, Pessoa, escribe:

En ciertos momentos muy claros de la meditación, como aquellos en que, al principio de la tarde, vago observador por las calles, cada persona me trae una noticia, cada casa me ofrece una novedad, cada letrero contiene un aviso para mí. Mi paseo callado es una conversación continua, y todos nosotros, hombres, casas, piedras, letreros y cielo, somos una gran multitud amiga, que se codea con palabras en la gran procesión del Destino.

Exacto, eso es una ciudad: una conversación. A ver que nos contamos.

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Leer después de muerto

La eternidad existe. Y los personajes de Flann O.Brien , en su novela El Tercer Policìa, la encuentran, la manejan con válvulas y cables, y la disfrutan. Yo también: esas horas entre paréntesis, suspendidas, en las que el tiempo no pasa, no se da y que, ya sólo de vez en cuando, se pueden disfrutar con un libro, me las han regalado las 298 páginas y las vueltas y revueltas de esta novela absurda y mortalmente divertida, escrita con inquietante belleza. Un hombre que hereda una taberna comete un asesinato para garantizarse ingresos económicos y se pasa el resto de su existencia buscando el tesoro que escondía el muerto. Y, de camino, con dos policías extravagantes que persiguen bicicletas y elaboran objetos del tamaño de un átomo, encuentra la eternidad, una mafia de cojos y el espíritu de su asesinado, todo mientras espera que se levante el patíbulo donde han de colgarle. Y setenta cosas más, pespunteadas por disgresiones sobre un científico del que es experto, capaz de teorizar sobre el humo que crea la noche, la electricidad reducida a cordeles, la energía del agua y la forma de la tierra que, inequívocamente, parece una salchicha. Tal cual.

El tercer policía, escrito en los años sesenta, lo ha recuperado Nórdica, una de esas pequeñas editoriales que se mueven lejos de los grupos empresariales, a las que cada vez hay que mirar más. Me lo recomendó una librera – suerte que tengo– sin fijarse en la faja en la que se recordaba que el libro había sido un sido un éxito reciente y fulgurante en EEUU después de que apareciera nombrado en la serie Perdidos. Bueno.

O´Brian es sólo un seudónimo de los que usó Brian O´Nolan, funcionario irlandés, periodista satírico y novelista casi secreto, que vivió entre 1911 y 1966. Sus libros eran adorados por Beckett, Joyce y Borges. No me extraña. Para estos días entre paréntesis.

Pequeños placeres intermedios

Una historia de amor equivocado y resucitado en el corazón de China, en medio de una epidemia de cólera; la imposible relación entre un arquitecto ecologista y una emigrante bosnia en el centro del Londres renovado; la última emisión de un programa de radio que sirve para reflexionar sobre la aceptación de la muerte y la esperanza en el día siguiente. Es decir, el empeño de Edward Norton por ver una novela de Somerset Maugham,en imágenes, los diseños de melodrama de Anthony Minghella o el casi testamento de Robert Altman, por debajo, sin demasiado ruido, son películas que se colocan en la cartelera y encuentran su público más despacio, justo en los estrechos huecos que dejan las imperativas grandes promociones para consumo masivo y las escogidas vanguardias cinéfilas. El velo pintado, Breakinhg and entering y hasta The prairie home companion, devuelven el humilde placer de sentarse más o menos libremente en una sala a oscuras y dejarse llevar, sin esperar que tenga que cambiar la historia del cine o, ni siquiera, la propia biografía.