José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Blancas y negras

He visto un piano colgado de cadenas y otro reducidos a virutas. Uno más dando vueltas como un autómata alrededor de enormes cabezas de Bach. He visto un piano adolescente con teclas pornográficas y otro con orejas gigantescas, uno más con una hélice de turbo y otro con lágrimas. Y, además, decenas de fotos con pianos; y revistas y portadas de discos y programas de conciertos y partituras y poemas visuales y películas con interminables teclados de piano.

En Valencia, dónde trabajo esta semana, me he encontrado en el Centro de Cultura Contemporánea con cuarenta años de la vida de Carles Santos un artista de de imposible calificación, provocador, original, completo. Un músico, por supuesto, pero también escritor y poeta y director teatral, autor de obras cinematográficas, de espectáculos teatrales y productor de potentes imágenes visuales. Por una película, de un plano fijo, pasa el torso de Santos transformado en un pirata, un bombero, una vicetiple, un cardenal, un militar franquista, un esquiador, un payaso, una reina egipcia, un senador romano, un remedo de Groucho Marx, un hippy, un minero, una viuda triste, una viuda alegre. Hay miradas de Joan Brossa, el poeta, de Tapiès, el pintor, de Portabella, el hombre del cine, de toda la vanguardia española desde los años sesenta y setenta. Hay muchísmo placer musical y también el dolor del esfuerzo, de la dedicación, y un acercamiento a los límites de la vanguardia y una reivindicación absoluta de todo lo que se puede hacer con la imaginación. Hay, además, un poderosa y cercana sensación de sinceridad, de que todo ese derroche es verdadero, sin pizca de afectación, transparente, todo menos pedante, al alcance de muy pocos

El piano es un mundo, en la cabeza, en los dedos y en el sexo de Carles Santos. La exposición se llama Visca el piano, antes estuvo en Barcelona, y no podía tener otro nombre.

1 comentario

  1. Dice ser Soledad

    Pues yo he visto motocicletas de la II Guerra Mundial empotradas en una pared, televisores llenos de excrementos, un cohe con artilugios que mediante un sensor de movimiento fregaban platos, en un entorno maravilloso (Museo Vostell).Todavía tengo pesadillas.No sé cual es el límete del arte,(supongo que ninguno)porque nunca nos pondremos de acuerdo en definirlo, del buen gusto (depende de la formación), pero a mí este tipo de manifestaciones artísticas me deconstruyen el cerebro.Saludos.

    25 enero 2007 | 1:12

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