José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Archivo de enero, 2007

Milagros

Esos ojos que todo lo devoran, esas bocas acorralando cada instante, ese asombro redondo, perfecto, esa rendición íntegra ante el portento, esa primera vez mágica.

Y, al tiempo, cómo debían mirarlos a ellos los que les habían traído las maravillas que les deslumbraban: el cine, la música que giraba en el gramófono, la alegría de los libros, las ásperas ejecuciones de Goya, los títeres de veintitrés colores por los menos, la sal yodada contra el bocio.

Los unos alcanzaron a tocar el borde del terciopelo; los otros, descubrieron de qué estaba hecho el país al que querían enseñar una pizca del tesoro. Los unos llegaron a atravesar montes andando todo el día, avisados de antemano, para saber si era verdad lo que decían que iba a llegar al pueblo; los otros habían viajado en camioneta, por encima del barro, por el filo de los riscos, cargados de cuadros, de discos, de películas mudas, de un piano, de una docena de libros, de una misión.

He paseado por la exposición de las Misiones Pedagógicas para imaginar lo que debió ser aquella aventura encabezada por Manuel Cossio, el hombre que se inventó todo el empeño, pero también por Luis Cernuda o Ramón Gaya o José de Valdelomar. Casi 7.000 pueblos y aldeas de las de entonces y seis años recibieron vistas de los misioneros, desde 1931 hasta que la guerra acabó con el experimento que la Insitución Libre de Enseñanazahabía levantado junto a la República recién proclamada.

Hay decenas de fotos y documentales, cartas, libretas, manuscritos, expedientes; y un aula rural y una camioneta; y los cuadros del Prado que copiaron Gaya y sus amigos para llevarlos a las plazas de los pueblos: los colgaban del balcón del ayuntamiento frente a los vecinos reunidos ante semejante maravilla. Y hay un par de gramófonos y un par de proyectores -Ezeiss iKon kinovox C-K 400, formato maleta, 110 V, 350W- con lo que se proyectaba La calle de la Paz, con Chaplin, claro, o un documental sobre la fabricación del caucho del que todavía se puede aprender.Y está la lista de los que participaron en la aventura y la ilusión de una generación que en plena juventud salió a conocer su propio país mientras trasladaba a sus compatriotas del campo, donde vivía la mayoría de la población y la mayoría analfabeta, esa cultura difusa -«esas ventajas y goces nobles»- que flotaba en las ciudades y que el mundo rural no había olido.

Pero, por encima de todo, lo que hay que buscar es el cruce de las dos miradas, la de que estaban y los que llegaban, ese descubrimiento doble, ese milagro que el corte salvaje de la guerra y la rencorosa represión de los años siguientes se encargó de liquidar.

En el centro de Madrid hay una máquina del tiempo y la entrada a un mundo terrible y luminoso.

Horizontes vendidos

Un tribunal francés está apunto de condenar a 500 euros a unos tipos por emborronar carteles publicitarios. Blandos: por delito tan atroz habría que retirarlos de la circulación.

Pero, ¿en qué consistía exactamente el borrón?: ¿un escupitajo?, ¿una firma de auto afirmación adolescente?, ¿alguna derivación del caca, pedo culo, pis o, atrevidos, pollas y coños dibujados? No. Lo que quedó escrito sobre los enormes cartelones de Clear Channel, la gran mayorista mundial de las vallazas –decenas de metros cuadrados que parcelan el horizonte y envuelven las fachadas: hubo un momento en que eso era arte– lo que pintaron los desalmados fue lo siguiente: esto puebla el espacio de nuestro sueños y es todo mentira.Todo.

Son los déboulonneurs, es decir, los desmontadores, los que, según el diccionario, se dedican a echar abajo el prestigio, en este caso, de la publicidad, para bajarla de su pedestal, tal y como ha contado LLuis Uría. Se citan una vez al mes sin que nadie se apunte el tanto y garabatean contra-esloganes en el corazón de la vallas; entran como hordas en los grandes almacenes y simplemente desenvuelven paquetes y paquetes y acumulan envoltorios hasta levantar montañas absurdas, explícitas, ridículas, sin quedarse nada, sin pagar por nada; rescatan toneladas de folletos de los buzones y los colocan delante de los portales en gigantesco gurruño. Y reparten consignas: Garantizamos precios bajos todo el año evoluciona a Garantizamos salarios bajos todo el año. En un hipermercado el Consumir mejor, es urgente«, es retocado hasta Consumir menos, es urgente o trabaja, consume, muere.

No pretenden que desaparezca la publicidad – no sueñan- sólo quieren ponerle puertas al campo y reducir sus tamaños, sus impactos, su agresiva invasión de nuestra vista, de nuestro horizonte. Ahora visitan los tribunales pero llevan años retorciendo los mensajes. El fiscal, melifluo, paternal, protector, ignorante, les ha pedido a estos destrozadores del sistema, que «reflexionen» sobre su comportamiento. Ellos, con sus acciones políticas visibles y sin discursos vacíos dicen que eso es precisamente lo que han hecho.

En Sao Paulo se discute y se hace política necesaria desde meses con el asunto. Y aquí, entre nosotros, hay quien lo intenta – con exposición de contra-anuncios, como el de arriba: vistazo, es un reclamo que ni vende ni cuesta nada, pero vale. Vale.

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«Si usted no cede le pondrán bombas y si no le ponen bombas es porque ha cedido». ¿A quién se vende esa clase de razonamiento? ¿Quién lo compra? Porque, veamos: como le han puesto una bomba es que no ha cedido. Y si no ha cedido yo debería apoyarle. Pero si le apoyo, me quedo sin discurso. Luego no puedo apoyarle. Y si no le puedo apoyar es porque ha cedido aunque le hayan puesto una bomba por no ceder. Así que deme las gracias por rescatarle de su ridículo.

En casa, mientras sonaba de fondo el run run, L., a la que le falta para terminar Primaria, ha preguntado: ¿por qué gritan como si nos le escucharan? Hemos seguido haciendo un mapa de las fases de la luna.



Pasa, claro que pasa

C. ha vuelto de Helsinki triste como si habitara en una película de Aki Kuarismaki (mañana, casi seguro, quiero mirar sus Luces al atardecer: veremos; y necesito que me guste: algo me pasa con la racha de cine de este año).

C. una amiga viajera, afortunada, ha salido a la calle todos los días en Finlandia a mirar, además de todo lo que tenía que ver, a sus habitantes, todos con la boca abierta y las ideas aceleradas en en el centro de la frente, preguntándole al cielo, preguntándose. Ha sudado.

No me extraña. En Enero, la temperatura máxima del Ártico fue 12, 6 grados superior a la media de la isla de Spitsbergen, muy cercana al polo Norte, pero bendecida por corrientes cálidas en un paisaje polar. Bastante más abajo, también cosas raras, muy raras: en Niger, las lluvias más ceñudas desde 1923 anegaron tierras y pueblos y obligaron a más de 60.000 personas a un desplazarse. Al oeste, en Canada, ha llovido este mes más del doble que la media de otros años. En Sydney, mientras, cuentan las rayitas del mercurio en el termómetro: 44, 2 grados para recibir el año: nunca habían hecho falta tantas. En Estados Unidos se han quemado 38.000 kilómetros cuadrados de bosques y en la costa atlántica las inundaciones. Mientras en Viena se balanceaba el Danubio azul, el otro, el de estos tiempos, se desbordaba en Hungría, en Rumanía y en Serbia.

Todo está en los periódicos, en La Vanguardia de este domingo, por ejemplo. Y cada día en la calle: los geranios del vecino están el flor, los osos necesitan guarderías, las estaciones de esquí tienen telarañas y el petróleo baja porque hay poco que calentar, menos que enfriar.

Hasta los negacionistas están en crisis. Después de años y años de tachar como ciencia basura cualquier conclusión científica que dirigiera la diana del cambio climático a las raíces energéticas del problema -la otra es ciencia responsable, por supuesto- Exxon, petrolera y cien cosas más, experta en financiar el escepticismo científico que, de paso, consolida sus enormes intereses –el negocio de la negación, muy recomendable texto de la revista FP– ha rebajado las subvenciones, las ayudas y los regalos a los que defendían lo que ya es, definitivamente, indefendible: que no pasa nada.

Pasa. Estoy sudando. Y sólo espero que pronto dediquemos el número necesario de horas, de imágenes y de kilómetros cuadrados de periódicos, y de manifestaciones, claro, a lo que se nos viene encima.

Happy Feet , una película infantil con tecnología de animación desbordante, pingüinos danzarines, búsqueda de la identidad y defensa de la biodiversidad, una espléndida banda sonora, un socavón de ritmo en el centro y un final largo y retorcido, está dirigida por George Miller, el hombre que se inventó la saga de Mad Max, aquella lucha sin cuartel por el agua y la supervivencia.

Que te cuenten

Era importante salir, estar ahí y no en ningún otro lugar distante o mezquino, sin excusas, sin preocuparse de las banderas, moverse, recorrer las calles, encontrar a gente, reconocerse.
Y que te cuenten.
Y esperar cansados que se aprendan todos la lección.

Al final, de vuelta a casa, las calles estaban habitadas de murmullos, antiguas, infantiles. Podías escuchar conversaciones sincopadas, retazos de citas, de planes. Más tarde los coches, otra vez, han impuesto su historia.

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Cosas que pasan en los rincones. Entramos y como teníamos que esperar cola me fijé en una foto alargada que había en un rincón con una amplitud de cinemascope: conté 64 puros distintos, en formación: lanceros, robustos, espléndidos, trinidad, belindas, lusitanias, cabañas, fonsecas, coronas especiales, tantos más, todos con su calibre, su longitud, su peso, su vitola. Y mientras, oía, porque los muertos me llaman la atención:
–No sé si serán muertos de verdad, pero las imágenes son brutales.
–No es lo mismo verlo que te lo cuenten, que te pase a ti o que lo veas.
–Las campañas sirven, te lo digo. Ha habido menos accidentes.
Terminé de contar puros y me giré. Una mujer hablaba con la estanquera que despachaba al último cliente antes de nuestro turno. M. pidió tabaco mientras la estanquera contestaba a su visita:
–Si supieran lo que nos hace esas campañas a nosotros. Si supieran lo que nos revuelve. Cuatro euros.
–No están hechas para ti, te lo digo y no me escuchas. Las campañas sirven.
Cuando M. recogió el paquete me acerqué al mostrador. La estanquera le dió el cambio y nos despidió desde su silla de ruedas.












No he podido jugar.

A la salida había niebla y la ciudad se presentaba como un pastel espeso.

Vimos Babel y tardamos largo en romper el silencio. Tal vez buscábamos como justificarnos para decir que el derrame pretencioso cargado de acentos y desgracias gratuitas no nos había gustado. A ninguno, y éramos cuatro de nuestras madres y padres. Dianas perfectas, supongo, pero el disparo marró.

Me había ocurrido y me mordí la lengua con 21 gramos que me pareció un culebrón desordenado. Me pareció también, aunque menos, Amores Perros, donde pese a todo había cierta armonía propia del relato en los imanes que se atraían. Pero la fórmula de los dados azarosos, domésticos y universales, se me resiste ahora definitivamente: una bala en Marruecos, una frontera en América, un fusil en Tokio engarzadas en el mismo destino. Y qué.

Tal vez tenga que pedir perdón entre algunas amistades, defenderme con uñas y dientes, pero aún admirando el diseño del invento, sometido en buena parte al poderío de sus imágenes, a la música envolvente, y a sus rostros – no los principales: no me emociona jamás Cate Blanchett, tan guapa y puesta ahí por el ayuntamiento; no encajo con Brad Pitt, sus arrugas y sus llamadas, tan reivindicadas, ya lo siento, ni me sirve el bigote dibujado de Garcìa Bernal; estoy más cerca, por ejemplo, de la adolescente japonesa y de su padre, impávido, del policía que les rodea, Koji Yakusho, Rinko Kikuchi: el tramo más coherente, que hubiera pedido una carrera propia), hay una acumulada, forzada – forzadísima– intención en el puzzle que me dispara completamente de la historia: ni un hueco para la voluntad, para la autonomía de los personajes, -ojo, de los personajes– paradoja en una historia dominada desde su origen por lo que quieren los autores y por qué su sacrosanta voluntad, esta sí, impone.

No es un problema ideológico, de buenos y peores, que tanto preocupa a algunos; siempre me enseñaron que la mano del autor debe esconderse, que su mirada tiene que confundirse con la nuestra para que podamos descubrirla. Aquí, me temo, las cartas están tan marcadas y tan sobre la mesa que no hay manera de jugar.

La niebla nos acogió pero todavía alcancé a oír: ¿triunfaría ahora Lucecita? Hubo que explicar la irreverencia.

Foto

Reina Converse

Creo que Maria Antonieta no podía ir sin sus manolos por Versalles. Y sin las converse, marca de la casa, si se alejaba de palacio y se perdía en las noches de juerga y juegos. He leído que la estela de la Maria Antonieta de Sofía Coppola es amplia, larga, y su toque trasciende. Los diseños deMilena Canonero para el vestuario y la exhuberante colección de zapatos inventados por ese señor que hace zapatos carísímos pero al parecer imprescindibles que se llama Manolo Blahnik y que se pasean por la película por todas las alfombras de la película ya están en las pasarelas y en las revistas del ramo, que se decía antes.

Galliano, Dolce & Gabbana, Oscar de la Renta y Kart Lagerfeld han estado a la que salta, como los diseñadores clones de Zara, y sus colecciones se han llenado de transparencias, sedas finas, brocados, terciopelos, cuellos altos, camisillas, hilos de oro, joyas, cinturones, collares – de eso Antonieta sabía más que muchos- y toda clase de accesorios y complementos con toque ancién règimen.

Vale. A su directora seguro que le ha encantado trascender de esa manera. Si hubiera existido el Vogue de la época Sofía hubiera sido portada, sin duda. Y gran despliegue en páginas interiores para contarnos el armario, los amigos, los cuchicheos de una reina adolescente en una jaula ajardinada. Si se trata de cine me ha interesado la decisión de hacerla, ella que puede, y toda la primera parte, el asomo de una chavalilla utilizada como caballito de troya de los intereses de su madre, de Austria, el choque con la rígida etiqueta francesa que la desnuda, la viste y la vuelve a vestir hasta encajarla en sus hormas, la puerta en escena y la cámara juvenil y su contraste con la disposición adulta del mundo; y luego mucho menos sus penurias sexuales y maternales, ya sin sorpresa, y nada o casi nada sus amores extramaritales, sus menudas juergas de adolescente en perifollo, huecas, repetidas, adobadas de spleen antes de tiempo.

Le doy una vuelta más ahora que lo escribo y si Sofìa acertó a perderse con sus personajes en el Tokio de neón y hoteles alfombrados de Lost in traslation fue, seguramente, porque Scarlett Johansen tenía enfrente a Bill Murray y sus secretos, sus miserìas, sus fracasos. Eran una pareja, un cruce, un juego de espejos. Aquí, la idea, brillante y espumosa de hacer una comedia trendy en Versalles para hablar del desasosiego femenino en un mundo de caza y poderes masculinos, se diluye con los minutos porque Kirsten Dunst y sus dientecillos no saben muy bien contra qué se rebelan y ni siquiera si tienen por qué hacerlo. Y encima enfrente no hay nadie con los secretos y la cara picada de Bill Murray, sólo un rey de cabeza hueca, un rey descabezado que no entiende el pop contemporáneo en zapatillas.Fíjate.

De calle

Merodeando acabé en Cibeles, cumplí mi parte y terminé de putas. Tenía en la agenda una cita laboral importante, algo que tal vez podría cambiar mi vida a la vuelta de la esquina. Llegué temprano, con minutos suficientes para dar un par de paseos y ordenar la cabeza. Ví el cartel y decidí sin saber lo que podía encontrar que la exposición que se anunciaba podía servirme para serenar las neuronas y acertar mientras me perdía en el fondo de las fotografías que se colgaban con las palabras pertinentes que luego debía pronunciar. Pero justo cuando cruzaba la verja para entrar en el Palacio me descubrió mi interlocutor, el hombre con el que tenía que hablar de trabajo. También había llegado temprano. Hablamos diez minutos más. Hice lo que tenía que hacer, me ofrecí. Hacía muchos años, todos, que no lo hacía con tanta transparencia. No mentí. No lo hice. Me despedí. Ya sólo tenía que esperar. Le vi marchar y antes de volver a casa me encontré otra vez con el cartel y de nuevo cruce la verja. Dentro había cincuenta fotografías tomadas en el Barrio de la Merced, en el viejo centro del Méjico DF. Retratos íntimos de prostitutas, cercanos, descarnados, con la piel gastada mostrada sin tapujos, reales, verdaderos, inquietantes.

La firma es de Maya Goded , estan en la Casa de América, en Madrid, y las fotos surgieron después de que ella enfocara durante mucho tiempo sin cámara la vida secreta que existe de espaldas al Palacio Nacional. Las fotografías son excelentes porque no llegan con una carga de sentencia, no hay fronteras entre lo que se ve y lo que se mira, son un registro. Antes de tomarlas Maya Goded esperó semanas hasta escoger una de las mujeres, la de aspecto más maternal, a la que por fin se atrevió a llamar para pedirle que posara. “La mujer que elegí –que cubría su vientre con un voluminosos mandil– me condujo al cuarto, dejando atrás a la mujer maternal y transformándose en una puta.” Fue el servicio, el pago, lo que la transformó y desde esa constatación Maya Goded, que tiene el perfil de la agencia Magnum, estiró su cámara durante cinco años para investigar en las “raíces de la desigualdad, la transgresión, el cuerpo, el sexo, la virginidad, la maternidad, la infancia, la vejez, el deseo y nuestras creencias, amor y desamor”. Algo de todo eso está en cada una de esas fotos.

Subí Gran Vía, pasé por Ballesta. No llevaba cámara. Volví a casa. Espero a que me llamen.

El traje del héroe

Hay demasiadas palabras en las banderas paternas de Clint Eastwood. Demasiados minutos. Como si el director no confiara en su propia apuesta, a saber, demostrar que la imagen, una sola imagen, puede ganar una guerra (o perderla). Contada la historia, seducidos los espectadores, argumentada, probada y razonada la tesis, un largo, larguísimo final redundante traiciona el estilo, rebaja y casi diluye la emoción. Como si el propio Eastwood manejara también muñecos ficticios, huecos, falsos, sin verdad, únicamente portadores de la proposición.

La foto de la bandera estadounidense en Iwo Jima, la foto con la que Joe Rosenthall ganó un premio Pulitzer, sirvió para financiar la ofensiva más importante de la segunda guerra mundial en el frente asiático. Fue una causalidad, casi un lance burocrático para los soldados que lo hicieron, y fue un montaje de un país en bancarrota: Clint Eastwood se afana en reconstruir todo eso y las dudas, los fracasos y las confesiones de los tres supervivientes que volvieron de la carnicería para enfangarse en una rueda recaudatoria de bonos de guerra, dólares imprescindibles para seguir en la batalla.

Eastwood ofrece otro empeño más de su destrucción minuciosa de las efigies gloriosas, oscuras o deslumbrantes. «No merece la pena ser un héroe, si no te puedes vestir como un héroe», dice uno de los protagonistas en una línea de diálogo perfecta que condensa en unos pocos segundos lo que la película quiere ser. Cómo se viste, cómo se fabrica, cómo nos dejamos engañar y cuánto se necesitan los héroes.

Dentro de dos meses, llegará el otro lado.

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Murió hace unos días Carlos Fontseré, un genio. El también fabricó grandes imágenes y quiso ganar una guerra.



De más

Para todo hay una fórmula, un movimiento, una legión. También para el exceso. Por supuesto.
Y para la vuelta.

Para todo eso me sirven hoy los freegan. Ayer lo contaban los periódicos, reclamando frugalidad después de los excesos, y yo lo vi de casualidad, en unas páginas abandonadas en la barra de un bar.

¿Que qué es un freegan?: alguien que vive de los que los otros desprecian, alguien que sobrevive en el exceso, que encuentra tesoros en la basura: un movimiento fuera del sistema que pone nombre a los que se quedan con las migas que caen de la mesa. Hay freegan por elección y por necesidad, quienes escogen la bicicleta para defenderse de la prisa y quienes no tienen más remedio que esperar el maná a la puerta de los supermercados; hay quién sabe sacar partido de los encuentros frente a un contenedor para compartir yogures caducados y un poquito de ideología y a quién sólo necesita el yogur fuera de fechas. Cuestión de vida o muerte. Ahora que se han consolidado en Estados Unidos, que tiene nombre, falta poco para que aquí se instale lo que ya existe sin etiquetas en la calle.

Todo eso me ha vuelto a saltar igual que durante este paréntesis en que, además de vaciarme la cabeza, he regalado, seguramente con exceso, dos películas. Antiguas, por supuesto, lejos del despilfarro de lo nuevo. Dos películas en una y de hace seis años: pecado de lesa novedad. Pero tampoco, porque Los espigadores y la espigadora, un documental doble, firmado por Agnès Varda, la vieja, menuda y maravillosa directora parisina, habla de ahora mismo, de nuestros excesos.

Hace unos meses Agnés Varda pasó por la ciudad y entonces alguien le preguntó por qué había puesto su propia piel, su propia vejez, en la película, porque había dejado ver sus manos, su casa, sus gastos. Y ella dijo, gran pregunta, porque además de mirar lo que cuenta también habla en sus películas y reflexiona sobre ella misma, sobre sus elecciones narrativas, sobre el lugar desde el que cuenta.

Eso fue a lo que más vueltas dio Agnès Varda mientras montaba su documental sobre espigadores contemporáneos, sobre el derroche y los restos, sobre el reciclaje, sobre el desperdicio que se aprovecha para la supervivencia, una película sobre todo lo que se alimenta de lo que queda fuera del sistema, con confesiones tan sinceras como las de los muertos de hambre que la pueblan, como las de los activistas que lo reivindican, como la de los abogados que se han hechos expertos en ese territorio limítrofe entre la propiedad y la nada, sobre los freegan, y yo sin saberlo, una película de esas características debía incluir, contestó Agnès, la sinceridad de la propia piel envejecida de la autora.

Como siempre en los documentales, en Varda, en la creación, el azar retocado, lo imprevisible domesticado, la casualidad ordenada, el salto de mata cambiado de sitio. Porque esa mano fue una filmación casual, un accidente del objetivo, que luego en la sala de montaje donde se escriben de nuevo las historias, que precisamente y en este caso lo son de azar y supervivencia, ganó su sentido, una elección sobre el tiempo reciclado.

Bien es cierto que en la segunda entrega de su propia película Agnès Varda recibió otra lección. Hay un tipo fascinante, en las dos partes, que come perejil espigado de los restos del mercado y que vive como un pobre y enseña gramática a los pobres, del que Agnés Varda quería conocer la opinión, sobre la película y sobre el hecho mismo de hacer una película que hablara de los restos. «La película excelente, pero su vejez me importa una mierda», dijo el tipo.

En esta época en el que nos envuelven los envoltorios -los últimos restos se amontonan frente al portal– en el que las estanterías se vacían a la velocidad necesaria para que las ocupen otros productos, cualquier cosa, un tomate frito, una libro, una certeza, el tiempo es lo único que no puede sustituirse por otro tiempo que no existe.
El tiempo que pasa.
El tiempo que nos pasa sobre la piel.

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Nunca jamás hubiera podido saber de Machala y de San Luis de Picaihua, de sus miserias, de sus carencias, de su nada sin los escombros de un aeropuerto. Pero estos días allá arriba, en los montes cercanos al Bidasoa, pagando un alquiler, entre prados cuidados como terciopelo y casas con fachadas de foros, seda y haya, con tanto de más y exigiendo sangre, saberlo me ha resultado obsceno, muy obsceno.