En el quinto aniversario de aquel fenómeno llamado primavera árabe, poco hay que celebrar en los países que más intensamente la vivieron, como es el caso de Túnez, Egipto o Siria. Más bien todo lo contrario, ya que la inestabilidad política y la crisis económica, unidos inevitablemente al azote del yihadismo, hacen que el término primavera árabe sea visto por muchos como mero márketing asignado a un proyecto fallido. La revolución iniciada en Túnez con la inmolación de un joven vendedor de fruta no fue primavera, como tampoco fue exclusivamente árabe. Lo que está ocurriendo en Siria es una guerra civil -y casi mundial- que empezó en forma de rebelión social, salpicada por las revueltas de 2011 en el norte de África, y es hoy el epicentro de un conflicto bélico y una enorme crisis humanitaria en todo Oriente Medio.
El caso de Túnez
El proceso tunecino parecía el único que iba a conseguir ver la luz. No era extraño, con una sociedad diversa pero una profunda conciencia laica. Derrocaron al dictador Ben Ali, abrieron un proceso de transición democrática, cambiaron su Constitución y celebraron elecciones libres que consiguieron, finalmente, integrar a una diversidad de formaciones políticas, incluida la islamista Ennahda, en la gobernabilidad del país. Aunque no sin esfuerzo y tropiezos en el camino, como fue el asesinato en 2013 del activista de izquierdas Chokri Bel Aid.
Cuando parecía que por fin las aguas se encauzaban en Túnez, el yihadismo irrumpió con fuerza atentando contra uno de los principales motores de su economía: el turismo. En marzo del año pasado, al menos 17 turistas y varios policías murieron en un atentado en el centro de la capital. La dimensión del problema es grande ya que, según las autoridades del país, unos 3.000 tunecinos se unieron a la lucha armada en Irak y Siria y, de éstos, cerca del 80% se habrían unido a Estado Islámico.