En boca de numerosos expertos internacionales hemos oído, con motivo de la crisis, que mientras hace 50 años la política estaba condicionada por la religión, hoy lo está por el dinero. Sin quitar hierro a esta afirmación, hay que puntualizar que en numerosos países del mundo islámico la religión no sólo continúa impregnando la política, sino que sin esta mezcla la paz social es aparentemente imposible. Sólo Túnez ha conseguido romper ese cordón umbilical y, por este y otros motivos, acaba de convertirse en uno de los países brutalmente atacados por el terrorismo islámico.
No es raro que los tunecinos fueran los precursores de las revueltas árabes. Túnez cometió dos grandes aciertos en los últimos cuatro años: el primero, la legalización del partido islamista En Nahda y, el segundo, un proceso de transición democrática que demostró que el tiempo nos da la oportunidad de aprender de nuestros errores e ir mejorando nuestro modelo de país. En su caso, a base de democracia. La población tunecina entendió que los islamistas moderados no estaban preparados para afrontar sus problemas socio-económicos, así que optó por algo realmente innovador en un país árabe: un gobierno laico, el de Nidaa Tunis.