Reportero: periodista que a fuerza de suposiciones se abre un camino hasta la verdad, y la dispersa en unatempestad de palabras (Diccionario del diablo - Ambrose Bierce)El cómo se hizo de los reportajes de 20 minutos...

Archivo de mayo, 2006

¿Cuestión de transensibilidad?

¿Cuestión de sensibilidad?

«Al 90% de las personas que inician un proceso de transexualidad no se les renueva el contrato laboral», explicaba Carla Antonelli, activista (casi dinamitadora, en el mejor sentido) del partido al que está adscrita (PSOE), días antes de desconvocar su huelga de hambre.

¿Cuestión de genitales?.

«El paro afecta a casi todo el colectivo, los empresarios consideran que somos gente problemática, cuando en realidad no somos más que un fiel reflejo de la sociedad: gente buena, gente mala, gente regular…»

El lunes había un soplo en el aire. Se sabía en los pasillos (sabíamos) que el Gobierno iba anunciar la ley de identidad sexual el miércoles, con la promesa de sacarla antes del verano…Era una promesa electoral atascada en los bajos.

Nosotros íbamos a dar el reportaje con huelga o sin huelga, por encima o por debajo de las promesas, por nuestros cojones o por nuestros ovarios, porque nuestros cojones se convertían en ovarios, o algo así…

«Existen países a los que no podemos viajar, está castigado con la pena de muerte; nos cuesta hasta alquilar una casa, los rechazos, una vez nos ve la cara el arrendador, son infinitos: lo siento teníamos el piso comprometido»

Rechazo infinito…

«La Guardia Civil te para en la carretera y entonces ven que tu aspecto no concuerda con tu documentación y te tratan como si fueras un terrorista, te perciben como una amenaza»

Transterrorismo. Rechazo infinito…

¿Cuantas veces utiliza una persona un DNI? ¿Cuantas lo utilizas tú?

«Incluso Turquía tiene regulada esta situación»

Parece que en esto llegamos tarde…

¿Pero sigue la huelga en pie, o no? ¿El colectivo está de celebración o en lucha?

«Habrá gente que me odiará en mi partido. Pero espero que vean que hemos salido ganando todos, que antes que la ideología se encuentra lo que es de justicia, y que si tuve el arrojo de anunciar una huelga de hambre para el día 15 de mayo, ahora tengo la valentía de pedir disculpas al Gobierno, espero que con el tiempo se comprenda que mi acción fue necesaria…»

En esto de Internet, que tiene la cualidad de superar a veces las barreras espacio tiempo, se comprende ahora mismito…

¿Cuestión de genitales o de personas?

¿Cuestión de la verdadera identidad o de la que marcan las normas?

Javier Rada

Día

El departamento de personal me avisa: el anticipo que necesito para acabar el mes está listo.

Subo a por el talón. Intento cobrarlo. La oficina de Caja Madrid es un campamento de refugiados. Las cajeras, armadas con porras eléctricas Loewe, nos dipersan sin miramientos. Afuera los clientes intercambiamos direcciones de correo electrónico.

Llamo a Helena Ramírez. Tengo que entrevistarla a las 13 horas. La conozco del barrio, de tomar café: alguna vez fui ciudadano. Busco a Sergio, el fotógrafo. Intento regresar a Caja Madrid. Me deportan.

Hablo con David Velasco, el jefe de diseño (no sólo eso, que conste: es silencioso, le gustan los Kinks, bebe café de máquina y sobrevive, un buen tipo). «Pinta esto y aquello, lo de aquí y lo de allá».

Entrevista a Helena. El guardia civil que vigila el Ministerio de Cultura mide menos que yo. Helena nos empequeñece.

Regreso, boqueando. Compro un protector labial (en una bolita acebrada) para que mi chica me de besos con sabor a besos.

Tecleo. Tengo una tonelada de correos electrónicos, puros como cristales de coca peruana. Sólo contesto uno, del director, que me aconseja largarme a Valladolid para hacer algo sobre el pentapléjico (tengo la sensación de que ninguno sabíamos de esta palabra hasta ahora).

Hoy tengo que hacer dos reportajes: la transexual (para mañana) y el mini-piso, esta tarde. Javi está de mañana libre (curró el domingo) y esta tarde se incorpora a Actualidad. Salgo y hablamos. j.a.

Siempre firmo así, j.a. Soy pequeño.

Tecleo. Me entero de que está de visita en el diario el alcalde de A Coruña, Javier Losada (incluso conozco su segundo apellido, De Azpiazu). Al verme, me abraza. En algún pasado remoto, fui su bestia negra. Hemos aprendido a querernos.

Como en el bar La Prensa (imperdonable, lo sé). Con mi chica. Tapa de tortilla, tapa de empanada, Coca Cola, agua, café. Quince minutos.

Tecleo. Llega Javi. Se pone con el día. A las 17.30 está listo lo mío. Quedo con el otro fotógrafo, Jorge, para ir al mini-piso y preparar el reportaje del viernes. Pillo un café en el Starbucks (perdón, Papá Kropotkin, a veces peco). Vamos.

Hora y media allí. Bien. Sudo.

Regreso a casa. De camino recojo un carrete analógico que hice con la Lomo. Salen fotos de hace un año. Pasado pasmado.

En casa. Hago un pis. Me pongo a escribir en el cacharrito Hp (perdón, Papá Durruti), que se cuelga.

Llama Arsenio:

-Estoy con esto de Helena Ramírez y es frío. No contesta lo que se preguntaría el lector.

Llamo a Helena. Está «merendando». Habla con fruta en la boca. Conduzco la conversación para que hable de «pollones» y vaginas (perdón, papá conciencia.

Escribo.

Hablo con Javi, que está en la redacción para que edite la pieza otra vez. Le envío un e-mail con algunas cositas nuevas.

Recibo un e-mail de Javi:

Me pregunta C. que es caracense (de caceres?? caracas??).

Llamo:

-De Guadalajara.

-Voy a tener que cortar todo eso.

-Corta, sí.

Busco ‘background’ (perdona, papá Rulfo) para los pisitos. No encuentro gran cosa.

Llega mi chica. Bajo al primero para ayudarla con la mochila.

Veo cuatro de mis viejos documentales. Necesito seleccionar unas cuantas secuencias para un curso con operadores de cámara de Antena 3. Me pagan 300 euros (menos el irpf) por hablar de mí mismo.

Intento escribir esto que estoy escribiendo ahora, al día siguiente. Me siento desilusionado (perdón, papá). No sé por qué.

Voy a cama. Leo un cuento tristísimo de Cheever. Tengo miedo de contarlo aquí: me llamarán pedante en los comentarios.

Me despierto tarde. Llama Joaquín:

-Dame tu dirección para mandarte el certificado de retenciones.

Bajo la ducha tengo un mareo. Como en un cuento de Cheever.

No me afeito. Llamo a M.A. Le anuncio que no puedo ir al curso de Antena 3, que lo siento, que la zanja…

Intento ir a Caja Madrid. Me reciben a escupitajos.

Llamo a I.:

-Cúbreme las espaldas en la reunión, estoy limpiando mi camisa.

Bebo dos cafés. En La Prensa.

Pido cigarros prestados. David Velasco fuma negro (también eso le ennoblece).

Helena está guapa en la portada del diario.

Tengo que ir a Caja Madrid.

José Ángel González

Cosas chungas

Me he dado cuenta en el Rapeadero que hemos hecho muchas cosas mal: nosotros, los periodistas; y todos los que leemos sin atención crítica. Las galletas me vienen esta vez por partida doble.

Todo el día asociando, hablando de bandas, de Ñetas, criminalidad, de leyes oscuras y catacumbas sociales, barrios chungos, marginación, peña chunga, inmigración, cosas chungas, mafias, bla, bla, bla…

Últimas noticias en El País de los chungos, El Mundo de los chungos, La Razón de los chungos, 20 chunguitos… Titulares y más titulares con el único objetivo de esteriotipar, o en su defecto vender periódicos, cargar el muerto a otro para después, una vez leída la noticia, girar la cara hacia otro lado en el que haya mejores vistas.

«No es un problema de ecuatorianos, es un problema de un sistema de miedo y violencia social. Tenemos que involucrarnos. Son situaciones de violencia que se van heredando», dice Ernesto, del Rapeadero.

Y le doy la razón. En realidad, a ninguno, propios y extraños, nos ha salido del forro dedicar un segundo a pensar en que piensa la gente que tenemos alrededor. El marroquí, el dominicano, el bengalí, el nigeriano, nuestro vecino, ese españolito de a pie, de allí en la esquina… A nadie se le para la cabeza en pensar que los problemas de barrio han existido toda la vida, como me recordó Ernesto. Y creo que le contesté que en mis tiempos, cuando era chavalito, en la Cataluña que me acogió, los chungos eran los adolescentes murcianos («los charnegos o castellanots», les llamaban, expresiones no mucho más finas que moro o sudaca). Eran los que iban en “bandas”, y te atracaban, según el esteriotipo social.

Creemos saber que el mundo está lleno de nuevos problemas y violencias; palabrita de Bin Laden. Pero desconocemos que todos somos participes de ello, la violencia la mamamos y la hacemos mamar, desde la casa al colegio y a la televisión, pasando por el trabajo-sí: principalmente en los trabajos o en las ausencia de.., en las calles golpeadas por la violencia económica- para después satanizar a unos chavales o a unos colectivos, a quien sea, a todos, menos a nosotros mismos. Tenemos el mismo comportamiento estanco de la tribu que ellos. Sólo que ellos cantan, escriben canciones, cuentan lo que les pasa, pintan paredes, y hacen música; joder, diría que son unos artistas. Quizá nosotros, eso sí, canalicemos la violencia de un modo más democrático.

Cuando Abdellah me invitó a visitar la escuela de dj’ing, como él la llama, no sabía que me iba a encontrar. Y encontré chavales de barrio, ni más ni menos, con sus movidas, como todo el mundo, tragándose con patatas fritas del McDonald’s mucha mierda que no les corresponde. Después de todo, eso sí, titular es fácil.

Javier Rada

El zen de Brihuega

¿Por qué unos ven y otros miran y no ven?

La pregunta, potente como toda buena paradoja, es el título de la tesis doctoral de Ana María Schlüter Rodés, la monja-zen a la que dedicamos el reportaje que publica hoy 20 minutos.

Conocí a Schlüter hace unos cuantos años. Por entonces, merced a la deriva de mi ánimo y acaso al despertar después de estar dormido, frecuenté los meandros orientales del pasar sin dejar huella, del tránsito suave, del silencio… Necesitaba ser un bambú porque me habían enseñado a ser un pedazo de hierro y estaba cansado de tanto óxido.

Por desgracia, entonces estaba lejos y el contacto sólo fue telefónico. Aún así, porque la casualidad nunca es casual, la palabra de esta señora simpática, risueña y nada dogmática (“si no puedes reírte de ti mismo eres un mal zen”), tuvo la cualidad de lo presente. Recuerdo una cita:

Tenemos seis sentidos, los cinco y el entendimiento. Con el zen se huele mejor, se ve mejor, se oye mejor… Y también se piensa mejor. Los árboles deben vivir desde las raíces.

Quise ahora, tiempo después, saber qué había sido de ella, cómo pervivía el dojo de Brihuega, la casa alcarreña donde un millar de personas se zambullen en sí mismos para mirar y ver en silencio, en quietud, desde el zen.

Siempre me gustaron los outsiders, los que pierden, quienes se apartan, sobre todo porque creo que cuando te vas de algo te acercas al resto.

Mi primer trabajo como reportero para el que ahora es mi jefe (y todavía mi amigo), Arsenio Escolar, fue una doble página en aquel diario fugaz y expresivo, El Sol, donde quisimos, quizá con inocencia infantil, escribir en colores a principios de los noventa.

En una zona apartada de la provincia de Lugo, en una esquina lindante con Asturias, la Guardia Civil había detenido a varias docenas de hippies, ocupantes de cinco aldeas abandonadas por la construcción de un embalse franquista, bajo la acusación de cultivar marihuana.

-Vete para allá, quiero que me lo cuentes –dijo Arsenio.

La crónica, una de las más gozosas de mi vida (las plantas de aromática cannabis en el cuartelillo de Fonsagrada; los chicos libres; el viejo ácrata convertido en pastor de cabras…), más allá de su valor periodístico, me ayudó a hacer amigos: regresé varias veces, como José Ángel, no como reportero, a Foxo, Vilauxín, Rozadas… También regresé a las órdenes de Arsenio. Nietzsche, la rueda del dharma y el periodismo son hojas de la misma flor.

Mi director apenas sabía lo esencial del reportaje sobre el dojo de Brihuega. Le había anotado mis intenciones en varios correos electrónicos y reuniones, pero, cuando, el viernes, le entregué la prueba impresa de la página, preguntó:

-¿Dónde es esto?

-En Brihuega, en el Tajuña.

-¿En Brihuega? ¡Pero si voy todos los domingos!

Todos pasamos cerca de la iluminación. Casi siempre, sin saberlo.

El miércoles de la semana pasada el fotógrafo Sergio González y yo compartimos una luminosa tarde de mayo con la monja-zen (y sus dos mastines). La finca, al sur de Brihuega, ocupa una ladera casi de ensueño, encaramada sobre el valle del Tajuña.

El grupo de practicantes de zen encontró el terreno en los ochenta, cuando el precio de la tierra no era marciano. Querían un lugar tranquilo y cercano a Madrid para hacer retiros. Estuvieron varios años instalados en unos camiones viejos, adaptados para dormir, hasta que construyeron la casa, alcarreña pero japonesa. En un azulejo exterior alguien grabó unas frases del Quijote que también parecen japonesas. No en vano las pronuncia la pastora Marcela, sabia y simple:

Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.

Schlüter, que nos recibió con la llaneza de los buenos anfitriones, llama al paisaje un “marco prestado” y no deja de asombrase sobre su perfección. En la finca han plantado 500 árboles, pero la mano del hombre está disimulada. Al contrario que en los jardines afrancesados, el membrillo, el espino, el nogal o el sorbo no parecen servir al hombre, sino respetar un orden desordenado, dictado pero no impuesto.

El zen cristiano que practican los mil asiduos a las sesiones no es nuevo. Su esencia (descubrir la naturaleza búdica que se esconde tras el pensamiento racional y su ensordecedor zumbido) es muy similar a la oración mística de Teresa de Ávila o Juan de la Cruz.

“No morando en ninguna parte, la mente se manifiesta. No importa de qué credo seas. Aquí tenemos gente cristiana, agnóstica, atea y musulmana. Lo importante es el encuentro, el dialogo interior. Buda significa ‘el despierto’ y, en el fondo, ya lo somos. Estamos despiertos pero no lo sabemos. Es importante no ser olvidadizo”, dice la maestra.

La escuela, la más importante de España, tiene mil alumnos, algunos en el extranjero (México, Guinea Ecuatorial, Francia, Portugal, Reino Unido, Estados Unidos). Hay una fuerte presencia de sanitarios y docentes y las mujeres superan a los hombres.

Me gusta la forma de ver el mundo de Schlüter (71 años, superviviente de dos guerras, monja de las Mujeres de Betania, activista vecinal en el Madrid franquista). Es compasiva pero no escapa, es culta pero no pedante, no tiene televisión –pero sí muchos libros, sobre todo prácticos– en la casita aneja al zendo en la que vive…

–¿Cree en el zen de Zapatero del que habló algún semanario yanqui? –le pregunté.

–Veo un aire completamante diferente. Es más amable, menos crispado…

–¿Y Ratzinger?

–En un primer momento me asusté, pero ahora le veo posibilidades. Es demasiado serio. No podemos olvidar que es bávaro y esa gente es muy especial, pero creo que es una persona sencilla, buena y sincera. Está en una onda muy diferente a la mía, pero, como Küng, pienso que lo puede hacer mejor de lo que piensan muchos.

–¿La ha dado la curia algún tirón de orejas por sus flirteos con el zen siendo monja?

–No, nunca. Antes, con Tarancón, todo era fácil. Ahora tengo suerte de no estar en Madrid. El obispo de Sigüenza-Guadalajara (José Sánchez) es fantástico. Vino a bendecir el zendo, pero me dijo: “Antes explícame qué es eso, porque yo no tengo ni idea”.

Imagino ahora a la monja-zen rastrillando el jardín de piedras («la quintaesencia de un universo sin caos»). En las rocas de cuarzo alcarreño, nos dijo, descubre una ecuménica explicación del misterio de la trinidad cristiana:

-Este jardín es la trinidad entendida por el taoísmo. El Padre invisible y sin forma es el jardín del que emerge la roca, el Hijo, como imagen visible. El espíritu es lo que surge, el aliento…

También la imagino apostillando:

-Pero la verdadera belleza está en las pisadas de mis perros sobre el jardín.

José Ángel González

Hotel, free lancer…

Quien tenga previsto venir a Madrid y alojarse en el Suecia, mejor que no quiera emular a Cortázar o probar el famoso salmón marinado que se sirve en el Bellman, el restaurante del hotel, porque aquí ya nadie volverá a usar ninguna de las 228 camas, en las que se ha alojado la creme de la creme literaria. Incluso en la última novela de Benjamín Prado, «Mala gente que camina» (Alfaguara, 2006) en el Suecia se gesta una infidelidad maravillosa, de las que cargan las pilas…

Qué pena, se va un hotel, una leyenda y ese punto de morbo que ya está buscando otra habitación… Y es que toda esta historia que resulta espectral ya fue visionada por Julio Cortázar. En uno de sus relatos más célebres, Casa tomada, los habitantes de un hogar se ven obligados a irse, expulsados por una presencia aterradora… en la ficción eran fantasmas, en la realidad, las multinacionales. Y nada más: cuatro estrellas menos de encanto para el centro de Madrid.

Estos dos parrafos no aparecen en el reportaje Cuatro estrellas menos, que hoy publica 20 minutos, sobre el cierre del Suecia, el más literario de los hoteles madrileños, entregado, según parece, a la especulación inmobiliaria.

Tuve, por razones de espacio, maqueta y puesta en página, que editar la pieza, la primera que insertamos Los Reporteros en la sección cultural La Revista. Me costó recortar.

El dilema final fue dejar fuera la historia de Juan Pablo García, recepcionista del hotel desde hace 16 años y personaje citado por uno de los habituales, el argentino Ernesto Sábato, en España en los diarios de mi vejez (Seix Barral, 2004), o esos dos párrafos finales escritos por nuestro reportero colaborador Ángel Negri.

Ganó García. Lo siento, Ángel. Los free-lancer siempre pierden.

Ángel Negri, lo habrán sospechado por la emanación literaria del nombre, es un seudónimo. Tras él vive un periodista de esos que, mercenarios de manos limpias, se ofrecen al mejor postor.

La verdad es ésta: Ángel no puede firmar con su identidad real porque tendría problemas con alguno de los otros medios con los cuales colabora. Así es la cosa: pagan por pieza, pero quieren el alma entera, compadre. Quizá así sea mejor: no te debes a nadie. Deja que ellos sean los deudores.

El reportaje nació y fue elaborado en un día. El jueves un diario gratuito de la competencia se nos adelantó con el anuncio del cierre del hotel. Sin embargo, se ciñeron al conflicto laboral de los 54 trabajadores y pasaron de puntillas por la condición de edificio singular (el aire avant garde del diseño interior es único en Madrid) y el aura literaria del Suecia, acomodo madrileño de escritores de todo pelaje, entre ellos Ernest Hemingway y Julio Cortázar, adorado con su admirable vehemencia por mi compañero Javier Rada.

Encargué el reportaje a Ángel esa misma mañana. Al día siguiente, a las 17 h, lo tenía en mi ordenador. Perfecto y emotivo.

Lo dejé en página antes de irme a casa, preparado para la edición en papel de hoy. Temí durante el fin de semana que los diarios de pago publicasen algo y redujesen el brillo de nuestra pieza, pero estaban demasiado cautivados por la baronesa verde y no se acercaron al Suecia. Mejor un título nobiliario que los fantasmas de Julio y Ernest.

En Hotel nómada, el escritor ambulante Cees Noteboom se pregunta:

¿Dónde empieza el territorio de un hotel?

Para Leonard Cohen, enfermo de amor funebre e imposible por la insoportablemente frágil Janis Joplin, fue el Chelsea (222 West y la calle 23, en Nueva York). También en esta gruta se ahogaron Dylan Thomas y William Burroughs. El primero, en whisky, hasta la muerte. El otro, en heroína, hasta los 83.

Para Borges, Las Delicias, villa de verano que le permitía imaginar una noche inflamada de cuchillos y tigres.

Para Proust, el Pera Palas de Estambul, estación término continental y fragante puerta del peligroso oriente.

Para Conrad y Kipling, The Oriental, en Bangkok, donde encontraban adjetivos para la fiebre, los mosquitos y la decadencia de los imperios.

Para mí, el Britania, en Lisboa la blanca.

Todos tenemos un hotel, tal vez varios. Son territorio eléctrico, palpitante, de gran soledad o gran euforia, de juegos de nata y tequila, de susto y dispendio. Nada tiene que ver su excelencia con las estrellas de las guías para excursionistas. Está más allá. En tiempo de cheques por una cama, el hotel es la Última Thule y aquí su dinero no es válido, forastero perdido.

Dice Noteboom:

No quiero la seducción del frigorífico, la mala cerveza y el buen whisky. No quiero el ruido del aspirador en el pasillo evocando la idea de trabajo. No quiero la luz matutina penetrando como un rayo láser en la provincia freudiana en la que permanezco todavía, porque para mí aún es de noche. No quiero esa típica conversación entre voces femeninas de mediana edad, en un dialecto extraído de Finnegan’s wake, burlándose de mí porque aún estoy en la cama. No quiero televisión. ¿No quieres televisión? ¿Y tú te consideras periodista? ¡No quieres televisión! Y todas esas noches en hoteles de Nevada o Arizona… ¿SIN TELEVISIÓN? Soledad, silencio, meditación sueño. Para eso pago yo.

Es un maldito pecado que cierren el Suecia antes de que nosotros, mía, nos hayamos sobrecogido, otra vez free lancers, en uno de sus cuartos.

José Ángel González

Absolutamente rentable

«Documentos TV es un programa absolutamente rentable ya que algunas de sus piezas se han pasado hasta 39 veces por los distintos canales de TVE».

La declaración del director de Documentos TV, Pedro Erquicia, coincide con el vigésimo aniversario del programa, el segundo en edad de Televisión Española –el primero, con 30 años, es Informe semanal-.

Las frasecitas no me han llamado la atención por el aire heroico, que entiendo consustancial a la venta de caramelos, armamento o programas de televisión, sino porque he contribuido (y sufrido) a la praxis de ese economicismo de lo “absolutamente rentable” de Erquicia.

Entre 1991 y 2003 codirigí cinco programas para Documentos TV. Todos fueron producidos por una empresa que ya no existe, la pequeña Vudú Films, una sociedad limitada con la que cuatro periodistas pretendimos, ya que no sabíamos hacer otra cosa, manifestar al mundo nuestra mirada.

La voluntad era vana y a estas alturas sólo uno de nosotros (como habrán podido adivinar por mi clásico estilo Pull & Bear en la foto de arriba, no soy yo) ha logrado la independencia económica plena, y ello gracias a la dedicación a las reformas y la compraventa inmobiliarias.

Quizá, aunque los sacrosantos índices de audiencia testifiquen a nuestro favor, el dictamen de la historia sea que no valíamos para ello. Acaso no supimos jugar las cartas del auto bombo. Tal vez no estamos diseñados para estos tiempos…

Sea cual sea la causa, el modelo Erquicia de rentabilidad absoluta (y, según añade, de ayuda a las productoras inpendientes) nos dió un vehemente empujón hacia las vías del tren.

Tengo a mano el presupuesto del último programa. Asciende, antes de IVA, a 61.970 €. Es decir, esa fue la cantidad que pagó TVE a nuestra empresa en tres plazos, alguno de ellos con notable retraso por la implantación de un nuevo software de gestión ecnómica que colapsó los cobros de los suministradores del ente.

¿Es mucho dinero? El documental, de la duración estándar, 52 minutos, implicó el trabajo de 7 personas (director, realizador-editor, productor, guionista, operador de cámara, ayudante de producción, traductora) durante los cuatro meses y medio de la producción: uno de preparación, uno y medio de grabación, otro de visionado y guión y un último de edición.

La grabación, con las consiguientes dietas y gastos de desplazamiento, implicó un viaje por carretera de más de 8.000 kilómetros (España-Rumanía-España), con dos vehículos y tres equipos de cámaras. Añadan ustedes los alquileres, salas de edición de audio y vídeo y los gastos de locución y doblaje (Documentos TV prohibe taxativamente que se inserten subtítulos, porque la audiencia no quiere leer y cambia de canal, Erquicia dixit) .

Incluso tuvimos que escribir para TVE las notas de prensa sobre el programa, en castellano e inglés, y para Pedro Erquicia la lustrosa entradilla en la que ejecuta su ya célebre giro natural en busca de la cámara 2 cuando presenta el espacio.

Cobré por el trabajo 4.000 €, a menos de 1.000 cada mes. Mi empresa, obligada por contrato a renunciar a todos los posibles derechos de explotación añadida del documental, se embolsó el jugoso beneficio industrial de 5.000. Suficiente, en este caso, para tres o cuatro meses de vida mercantil. En mi caso, ni eso. Fui un mileurista, pero ¡cuánto lustre para mi currículo y vida social!.

En 1991, uno de los documentales que produjimos para Documentos TV mereció un premio nacional concedido por la Cruz Roja bajo el madrinazgo de Sofía de Borbón. El galardón, entregado en el Palacio de la Zarzuela, fue recogido por Erquicia. El millón de pesetas fue ingresado por TVE, a cuya nanométrica salud financiera tengo el placer de haber contribuido por mi proverbial dedicación a las causas perdidas.

El año pasado, cuando Vudú Films estaba al borde de la quiebra, recibí una llamada de Erquicia, del que nada sabíamos a pesar de que, seis meses antes, habíamos concurrido a la convocatoria anual de proyectos de su programa.

Me ofreció producirle un reportaje (llamarle documental es insultar la memoria de Flaherty), con grabación en tres países distintos, sobre la degradación del Mediterráneo.

-Tenemos un presupuesto de 12.000 €.

Todo es “absolutamente rentable”, sin duda. Sobre todo para la imagen de Pedro Erquicia.

Ya saben ustedes porque no sigo en el fascinante mundo del documental. El papel de periódico, al menos, nunca dejará de abrigarme bajo este puente cuya sombra sobre mí ánimo, en las noches de luna llena, estoy empezando a considerar hermosa.

José Ángel González

Botellón en el yermo

20 minutos publica hoy un reportaje vivencial sobre el gueto-botellón de Granada.

No es nuevo esto de encerrar a los incómodos en yermos, campas, baldíos y otros guantánamos. El aislamiento, piensan algunos, previene la intoxicación social.

Así lo entiende el gobierno municipal (del Partido Popular) de Granada, meca española del botellón, que convocó un concurso público para que las empresas interesadas en explotar la querencia juvenil por el rito de la ingesta de alcohol en comunión optasen a explotar la venta de bebidas y la gestión del yermo granadino de la Huerta del Rasillo, el gran botellódromo peninsular.

El concejal de Juventud de Granada, Juan Antonio Fuentes, no oculta su ánimo: «Organizamos el botellón porque esto era una locura y los aficionados nos destrozaban todas las plazas del centro de la ciudad cada fin de semana».

La adjudicación del botellódromo se la llevó un empresario granadino, Paco Toro, que, no por casualidad, ha organizado también algunas ediciones del Espárrago Rock, una de las experiencias pioneras españolas de los macrofestivales de descampado.

El trasfondo es de pelea política: la Junta de Andalucía tramita una ley que, al parecer, prohibirá y sancionará con multa el consumo de alcohol en la vía pública. En tanto, los municipios de la región no tienen facultad para reprimir administrativamente la litrona callejera y sus diversas manifestaciones.

El reportaje fue realizado sobre el terreno por Mª Ángeles Huertas, que se zambulló -en sentido literal- en la primera jornada del botellón del Rasillo. Utilizamos una táctica sajona de periodismo colaborativo: la redactora se dedicó a la parte vivencial y yo, desde Madrid, me encargué del contexto informativo.

No hubo problemas. La producción fue casi automática. Vivir y contarlo siempre es fácil.

José Ángel González

Tierra (en los zapatos)

Acabo de leer Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera, mercantil traducción de la industria editora española –siempre desconfiada sobre la inteligencia de su público– de “Rolling Thunder logbook” (“La bitácora de Rolling Thunder”), el libro-reportaje de Sam Shepard (Anagrama, 15 €).

La historia es conocida: en el otoño de 1975, Dylan, que acababa de grabar su disco temático sobre el divorcio, Blood on the tracks, se embarcó en una gira estilo músicos de la legua por pequeñas ciudades del noreste de los Estados Unidos y el sur de Canadá.

Le acompañaban, agitanados y con ganas de farra, un equipo de filmación, varias docenas de músicos (desde el irredento vaquero Ramblin’ Jack Elliot hasta Mick Ronson, el ex guitarrista del David Bowie más marciano), algunas novias con derecho a roce (Joan Baez, Joni Mitchell), un poeta con debilidad por recitar en pelotas (Allen Ginsberg) y un escritor muy guapo y todavía un poco off, Sam Shepard, a quien encargaron improvisar sobre la marcha un guión para una quimérica película sobre el devenir de aquella tropa de alunados.

A estas alturas Shepard (63 años) es un intocable. Le veneran en los talleres literarios e imitan su lenguaje corporal en los locales cool. Es uno de esos autores saludados con un “¡qué hombre!” por las señoras cocainómanas y también por sus hijas en mdma.

Sam lo sabe (o, acaso, lo sabe Anagrama: las contras de toda su bibliografía siguen luciendo la misma foto desde hace treinta años) y explota el mito: aunque ha regresado hace poco a Nueva York, sigue presentándose como el último cowboy sensible. Ya saben: uno de esos cuentistas yanquis capaces de hablar sobre Beckett en el escenario milenarista y pop de una hamburguesería.

Yo también caí. Hace dos años viajé al midwest para hacer un documental. Por una maravillosa eventualidad conocí a Jessica Lange, la mujer de Shepard. Quizá ustedes me consideren trastornado, pero puedo jurarles que me importaba bien poco la rubia que llevó al cine a la borderliner Frances Farmer o a la perversa Cora Papadakis del Cartero siempre llama dos veces. Yo sólo pensaba en la forma de conocer al marido, que no la había acompañado al coktail de recaudación de fondos para una fundación demócrata, esa actividad que para los yanquis resulta tan intensa y revolucionaria.

No hubo forma: la señora Lange se desvaneció en la noche de Minneapolis en un todoterreno del tamaño de un autobús y con una sonrisa santificada por la patronal de ortodoncistas. Sólo supe, según me sopló alguien, que Shepard criaba caballos Mustang, claveteaba vallas y escribía relatos tristes sobre padres borrachos y llamadas telefónicas en las que los comunicantes hablaban para ellos mismos en un rancho “cerca de Stillwater”, en las riberas del río Saint Croix.

Fuimos a grabar al pueblo (los directores de documentales tenemos ese privilegio: modificar el plan de producción, le llaman para ocultar el capricho), pero Stillwater resultó ser una especie de rastrillo pijo con tiendas de antigüedades donde te gastarías el PIB de Monrovia en comprar una mesa seudo Chipendale que, según el juramento de una afectada vendedora, había pertenecido a un pionero.

Nos limitamos a comer costillas, fumar cigarrillos a la intemperie y, para justificar el desplazamiento, a grabar uno o dos planos de recurso que no entraron en el montaje final. De Sam, ni rastro.

Me quedan los libros, por supuesto. Los he comprado todos con puntualidad de fanático. Mi ejemplar del primero editado en España, Crónicas de motel, guarda una hoja de álamo y lleva anotado a lápiz, con la letra de vals de un anónimo librero, el precio de los libros en 1985: 700 pesetas.

Adoro a Shepard porque escribe como un periodista: abre los ojos y luego, cuando está solo, despliega el contenido de la mirada sobre la mesa. Algunas de sus historias son dignas de un diario en un tiempo en que gran parte de la literatura busca en la historia aquello que no puede encontrar en la vida, un tiempo que condena a la indigencia a Dostoievski, a Kafka y a Melville para celebrar a un espadachín engreído.

En “Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera” se percibe, desde la forma fracturada hasta el fondo múltiple e impuro, el diario de carretera, esa forma de escribir con asfalto, la mejor de las tintas, por la que siempre suspiramos los reporteros.

Shepard elabora sus notas de camino con ánimo de implicado, sin rebajar la pasión por exigencias de la empresa o el estilo, y, como cabría esperar de un buen reportaje, sin ceñirse a Dylan pese a su potencia (“crea una atmósfera mítica de la tierra que nos rodea”, dice Shepard), sino abriéndose a las revelaciones del encuentro, la resaca, el hastío, el paisaje…

Hace unos años, durante una entrevista a una anciana escritora nórdica, retirada en un pazo de la Ría de Arousa, recibí una de las lecciones más útiles de mis veinte años de periodismo.

-Si va usted a utilizar ese aparato, no cuente conmigo –dijo la mujer señalando la grabadora que yo acababa de encender.

-Bien, tomaré notas –respondí, preparando el cuaderno y el bolígrafo.

-No, tampoco eso me vale –dijo ella.

-¿Qué debo hacer entonces?.

-Hablemos mirándonos a los ojos. Luego, cuando decida irse, deténgase en el primer bar y transcriba lo que hemos hablado mientras se emborracha.

Acaban de preguntarle a Shepard, al viejo Shepard, de qué valores estadounidenses está orgulloso. Respondió:

De poseer un verdadero sentido de la familia, como el que había en las caravanas de los fundadores. Entonces, el 90 por ciento de los que iban en ellas eran primos, tíos, parientes… Familias muy extensas que se trasladaban al Oeste y eran leales a la Constitución. ¿Dónde se ve eso ahora? En algunos pueblos remotos del sur, donde las tradiciones campesinas son aún importantes. También estoy orgulloso de estar conectado a un territorio, algo que prácticamente se ha perdido, porque los agricultores están en vías de extinción. En nuestros días, todos somos urbanos. Peor aún, el mundo de hoy vive en el e-mail.

Tiene razón. A todos (a los directores, jefes y periodistas también) nos hace falta un poco más de tierra en los zapatos.

José Ángel González