Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Despedida de las 150 diarias

Finalmente, así como gusto —como ya muchos han notado— de asesinar de vez en cuando a los personajes de mis historias, hoy cierro este espacio en 20minutos.es. Debido a que las prioridades son otras, necesito darle un punto final a este experimento basado en escribir un microrrelato de 150 palabras por día.

El objetivo personal que comenzó en el año 2009 y se proponía pulir la perseverancia y la consistencia a la hora de escribir, ya ha logrado su objetivo y por si fuera poco, lo hizo con más de 700 microrrelatos y con un promedio de 100.000 lectores mensuales. Y es por supuesto a los lectores de 20minutos.es a quienes tengo que agradecerles los números. Mi más sincero abrazo para todos ustedes.

Por último y para ir cerrando la despedida, también agradezco al equipo editorial del diario por haber confiado en mi trabajo.

Sin más, me despido de las 150 diarias y nos vemos, de ahora en adelante, en un nuevo espacio al que he bautizado como «si se me antoja». El nuevo blog, bastante improvisado, está armado a las apuradas y por el momento estoy tratando de migrar el contenido. Aún así, ya está presentable para recibir visitas.

Mientras tanto, aparte del archivo 150xdía, ya colgué un poco de material para que puedan ir probando la nueva mercadería. Subí un microrrelato de un candidato a intendente, un relato breve de dos hermanos emprendiendo un viaje y la primera parte de un cura que sabe cómo explotar su negocio.

Espero que disfruten el nuevo contenido, y nuevamente muchísimas gracias a todos por haber seguido diariamente este proyecto.

Clímax

Sus orgasmos tenían, sin lugar a dudas, un rasgo muy marcado de su personalidad. De carácter sumiso, callada y vergonzosa, al llegar al orgasmo, Francisca inclinaba la cabeza hacia abajo, cerraba los ojos y sonreía con dulzura. Sonreía como si estuviese en un sueño. Sonreía como quien añora. Se relajaba sobre mi cuerpo y se dejaba llevar, moviéndose pausadamente como el trigal en la brisa. Luego se recostaba a mi derecha, usaba mi brazo como almohada y se acurrucaba. Yo la abrazaba todavía agitado, deseando que me diga lo mucho que me amaba, lo mucho que disfrutaba revolcarse sobre mis sábanas, lo mucho que me extrañaba cuando no estaba conmigo. Y esperando, entregado a su maquiavélico silencio, me quedaba dormido y soñaba con ella. Al despertar, Francisca siempre estaba a mi lado y en la misma posición. Cuidadosamente, sin que ella se despertara, yo volvía a guardarla en su caja.

Desnudándome en su presencia

Me saqué la camisa y la tiré a un costado. Luego me saqué el reloj —un molesto objeto que nunca me acostumbré a tener en la muñeca— y el anillo de compromiso. Noté, en ese instante, que había ganado su atención y me dibujaba una sonrisa, pero yo preferí subir la apuesta. Me despegué el bigote de un tirón, lo arrojé al suelo y luego me arranqué la peluca dejando expuesta mi calvicie. Estaba completamente convencido de que tenía que decirle la verdad, y continué desnudándome delante de ella. Me saqué los zapatos, desabroché mi cinto y me bajé los pantalones como tantas veces lo había hecho en su presencia, pero esta vez la finalidad era otra. «No soy quien te dije que era», le confesé apenado y ella se marchó asustada, segundos antes de que yo bajara la cremallera de mi espalda y me mostrara tan verde como soy.

Intento de robo

Al verme en mi casa, el ladrón me partió un palo de golf en la cabeza. Instantáneamente me salió un chichón pero al no poder derribarme, comenzó a perseguirme hasta que entré a mi habitación. Cerré la puerta y me tragué la llave. Todavía no entiendo cómo el muy astuto apareció mágicamente en el cuarto. Mis ojos se desorbitaron de la sorpresa y desesperado del susto salí corriendo y traspasé la puerta dejando mi silueta en ella. Se inició nuevamente la persecución hasta que comencé a correr alrededor de una columna y después de varias vueltas, me aparté hacia un costado. El ladrón quedó persiguiéndose a sí mismo y yo aproveché para ir hasta la cocina y escoger un arma. Al regresar, mientras el ladrón continuaba dando vueltas alrededor de la columna, la encajé un sartenazo en la cara; en la base de la sartén aún está marcado su rostro.

Como hermanos

Al abrir los ojos no recordaba nada y me dolía demasiado la cabeza. La intensa luz de los fluorescentes que tenía a un par de metros de mi rostro me hizo arrugar los párpados hasta que mis ojos se acostumbraron a la fuerte luz artificial. La sala en la que estaba era inmensa, completamente blanca y repleta de personas acostadas tal como yo lo estaba. Fui el primero en despertar. Al sentarme en la precaria cama pude ver que todos los sujetos que descansaban sobre los incómodos colchones tenían una extraña similitud conmigo. Todos los hombres, absolutamente todos eran exactamente idénticos a mí y no se diferenciaban en el más mínimo detalle. Todos vestían un uniforme camuflado igual al yo llevaba puesto. Todos estaban pelados y depilados como yo. Todos éramos la misma persona. Todos teníamos el mismo armamento. Todos empezaron a despertarse. Todos compartíamos las mismas ansias de matar.

Un suicidio cultural

Trabajaban en encontrar algo nuevo, con más garra; tan comercial como sea posible. Buscaban propuestas arriesgadas, que salieran de lo cotidiano, que incitaran al debate moral y que al mismo tiempo fuesen populares y masivas. Se les ocurrió, a las pocas horas, exhibir el día a día de 12 convictos condenados a cadena perpetua, encerrados en una casa de lujo, compitiendo por la libertad. Al público le encantó la idea. Miles de condenados a cadena perpetua de todas las cárceles del país fueron entrevistados. De esos miles quedaron 100, luego 50, luego 12. Fueron 5 hombres y 7 mujeres los seleccionados. El reality no tardó en tener el rating más alto gracias al fuerte vocabulario de los participantes y a sus amenazantes actitudes. «Un suicidio cultural», lo titularon algunos medios sensacionalistas que se mostraban en contra de la idea de ofrecerle al pueblo, lo que al pueblo le gusta consumir.

Lo que un hombre puede soportar

Sorprende la facilidad con la que algunas personas pueden ser felices con unas perlas colgadas en el cuello o con unos gramos de oro sobre la muñeca. Pero más sorprendente aún es lo infelices que pueden ser intentando alcanzar esa extraña forma de felicidad. Siento una especie de vergüenza cuando pienso en lo que un hombre puede soportar por dinero, ya que a decir verdad, mentiría si digo que la amo. Es más, ni siquiera puedo decir que me gusta, que me siento cómodo con ella, que me hace reír. Y si tuviera que sincerarme, debería asegurarles que la desprecio con toda mi alma. Me enferma su forma de actuar y su voz, aguda como una pava silbadora, me causa náuseas. Pero es sorprendente, como les decía, lo que un hombre puede soportar por dinero. Desde que me casé, nunca pensé que ser feliz podía costarme tantos años de infelicidad.

Carne para retorcer

El dial ya no encuentra ninguna estación de radio que pueda entretenerlo, los cigarrillos se han terminado unos cuantos kilómetros atrás y el auto se desplaza lentamente hacia el carril contrario. El conductor despierta con los bocinazos de un camión que viene de frente, las luces de los focos lo encandilan y su instinto le hace pegar el volantazo. Ya es tarde. Su cuerpo sale disparado por el parabrisas, atraviesa la cabina del camión, traspasa el acoplado junto con la carga de ganado y cae desparramado en la carretera, a varios metros del accidente. Está intacto; no siente ningún dolor ni tiene ninguna raspadura pero al mirarse el brazo, nota que está transparentado. Todo su cuerpo se ve translúcido y borroso, con un extraño color blancuzco. Piensa que es un sueño y al intentar pellizcarse para despertar, se da cuenta de que ya no le queda más carne para retorcer.

Cargo de conciencia

El hombre llegó a su casa a mitad de la tarde, un horario nunca frecuentado puesto que siempre trabajaba hasta entrada la noche en la oficina. Dejó el saco y la maleta en el sofá de entrada e hizo el menor ruido posible para darle una sorpresa a su esposa. Al no encontrarla en la planta baja comenzó a subir las escaleras y a mitad de los escalones sintió algunos gemidos que provenían del cuarto. Cuando entró a la habitación matrimonial vio a su mujer teniendo relaciones sexuales con otro hombre. El amante comenzó a temblar del susto mientras el hombre los miraba fijamente a los dos, sin emitir palabras ni movimientos. La esposa pensó que su marido estaba a punto de tener un ataque de nervios cuando en realidad, el hombre se sentía profundamente aliviado ya que ahora podía olvidarse del cargo de conciencia. Ahora, las culpas eran mutuas.

Las mentiras piadosas

«Sí, te entiendo», le dice, pero en realidad no, no la entiende. Piensa que se está enojando demasiado y sin necesidad. Aún así, decir la verdad no es estratégico. Seguir discutiendo durante horas, incluso días, no está dentro de sus planes y por lo tanto, miente. Le dice que la comprende, que fue un error, que ella tiene razón, que lo disculpe, que la ama más que a su propia vida. Y en eso no miente. La mima, la besa, la abraza y todo se soluciona sin ninguna traba. «Es la forma más sencilla», piensa, y la repite siempre que necesita escapar de una discusión. Se declara culpable aunque no lo sea, pide disculpas aunque no sean sinceras, es amable sin sentir que tenga la necesidad de serlo. Pero últimamente su estrategia ha dejado de funcionar. Nunca había reparado en las consecuencias de la inmensa cantidad de pequeñas culpas acumuladas.