Durante siglos las espadas de acero de damasco fueron la más avanzada tecnología bélica y manufacturera disponible en el mundo. Su fabricación era una increíble cadena de técnicas engarzadas a lo largo de los siglos por la evolución del comercio y la artesanía. Su creación empezaba con el wootz, en la India o las playas del norte de Ceylán (hoy Sri Lanka) y acababa en Japón o en Oriente Medio, y reunía depósitos minerales de rara composición y vientos monzónicos con hornos de fundición peculiares y recónditas técnicas de forja para dar lugar a hojas de increíble dureza y flexibilidad. Sus mortíferos filos, capaces de cortar seda en el aire o de atravesar el hierro sin perder corte, eran particularmente reconocibles por el patrón de ‘aguas’ del acero [imagen], que lo hacían único. Esta elaborada conjunción de tecnología y comercio se perdió por completo hacia mediados del siglo XVIII, y los metalúrgicos modernos intentan reproducir aquellas míticas hojas.
Recientes análisis indican que sin saberlo, por técnicas de ensayo y error depuradas a lo largo de milenios, los creadores del acero de damasco no sólo eran capaces de entrelazar al máximo de su capacidad y utilidad las diversas fases de esta aleación de hierro, carbono y diversas impurezas esenciales, sino que sus técnicas creaban en el filo algo más: nanotúbulos y nanoalambres de carbono. Las estructuras hiperresistentes que la más avanzada ciencia de los materiales es capaz de crear ya estaban reforzando los implacables filos del acero medieval. El pasado todavía nos da sorpresas.