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Gloriosa Expo de Bernardo Pérez sobre la Transición

Bernardo Pérez Tovar, amigo y colega de tantos años en El País, se decidió ayer a mostrarnos por primera vez sus fotos de la Transición. Su Expo retrospectiva de 45 años de foto periodismo está abierta en la Alhondiga de Segovia. No os la perdáis.

Bernardo Pérez, maestro del foto periodismo, fotografiado ayer por César Lucas, otro de los grandes maestros.

Es una muestra gloriosa de la Democracia, de lo que hemos mejorado, sufrido y gozado desde la muerte del tirano Francisco Franco. Y no digamos desde que se construyó este granero del siglo XV.  Los de mi edad hemos visto todas esas fotos en las páginas de El País.

Con Bernardo Pérez ayer en su Expo. Gracias, Maysun, por hacernos esta foto.

Sin embargo, pasear por ellas, todas juntas y revueltas, te da un chute de nostalgia y felicidad, de orgullo patrio, con pinchazos de dolor y de ternura. Porque el autor en un profesional entero, con un compromiso ético con la realidad, «su» realidad, sabio, tierno y compasivo.

Bernardo Pérez, con mi chica (awestley.com). Antes de ser corresponsal del New York Times, Ana fue foto periodista. Y muy buena. Lo cuento en mis memorias.

En tres páginas de mis memorias periodísticas (que copio) cuento el reportaje gráfico que hizo Ana Westley (casi recién casados) en la Quinta Avenida de Nueva York.

«Ruega a Dios, Ella te ayudará». Pag 127

«Ruega a Dios. Ella te ayudará». Pag. 128

«Ruega a Dios. Ella te ayudará». Pag. 129

Dijo Bernardo ayer que lo único objetivo del periodismo es el utensilio que se adapta a la cámara y que, por algo, se llama así: «el objetivo». Y no le falta razón. Nos pasa también a los «plumillas». Lo único objetivo es el teclado. Sin, embargo, viendo las fotos de su realidad, !qué hermosa profesión compartimos!

Bernardo con Maysun, otra estrella del foto periodismo, autora de la foto que hay detrás de ellos.

Bernardo nos dice en la tertulia que «las fotos son nuestro pasado». Mas aún, somos nuestros recuerdos. Y allí están nuestros recuerdos gráficos colgados en este bello edificio medieval de Segovia. Hubo en la tertulia un punto de pesimismo por las «fake news», la ola digital y el retroceso del periodismo independiente, («en proceso de extinción», dijeron) y que yo me atreví a contradecir. A pesar de todo, nunca antes estuvimos mejor que ahora. Pero eso da para más de un tertulia, incluso para otro libro. Y ahora tengo que ponerme a cocinar.  No me da tiempo.

Por cierto, gracias Bernardo, por hablar de mi libro «La prensa libre no fue un regalo», un corte publicitario que me hizo sentirme alguien, entre tantos maestro del periodismo.

 

Cena en El Narizotas de Segovia, ante la estatua de Juan Bravo, un apellido que le iría muy bien a Bernardo.

Anoche no tuve que cocinar para mi chica. Nos dimos un homenaje en un restaurante segoviano que solíamos frecuentar en nuestros últimos 53 aniversarios… juntos.

Y como broche de oro a una tarde espléndida llegó… ¡la lluvia! ¡Qué placer! Menos mal que no me separo del paraguas de repartidor del diario 20 minutos que me reglaron en mi cena de despedida.

Fijaos si soy o no soy un hombre con suerte. El martes pasado me crucé casualmente con Bernardo en el puerta del Ateneo. Disfrazado de motorista, me dio una voz: ¡JAMS! No le reconocí. En cuanto se quitó el casco, nos dimos un abrazo como los de hace años, me hizo una foto, muy cariñosa, y me anunció la Expo que se inauguró ayer.

Retrato de un servidor, obra de Bernardo Pérez. ¡Cómo no le voy a querer!

Bernardo disparó su móvil y me sacó toda la luz (interior y exterior) que yo no tengo. Presumido como soy, coloqué la foto inmediatamente en mi perfil del blog de 20 minutos y en todos los perfiles de mis redes sociales.

Mi perfil en el blog de 20 minutos «Se nos vio el plumero» con la foto que me hizo Bernardo ya incorporada.  Gracias, maestro. ¡Qué honor!

 

 

Con Sandra Krysiak pensamos con las manos

Ayer estuvimos de Exposición de fin de curso en el taller de tallasmadera.com (Tupatio, Eduardo Marquina, 7). Para quienes no hagan cosas con sus manos, esta entrada en mi blog les parecerá una tontería, una insignificancia. Sin embargo, para los alumnos de la maestra Sandra Krysiak (licenciada en Bellas Artes y maestra de La Escuela de Arte La Palma) el encuentro de los artistas con su obra y la de sus compañeros fue algo muy especial digno de ser compartido por quienes tengan el gusanillo de hacer algo con sus manos. «Pensar con las manos», dice Pedro Sanz Labajos, director de La Palma. Eso, y grandes dosis de humildad, es lo que aprendemos con Sandra. Al jubilarme en el diario 20 minutos, cambie la pluma por la gubia. Y  he disfrutado mucho con el cambio.

Alumnos de Sandra Krysiak en Tupatio. La flecha señala al pobre Pablo Guerreiro, con obras seleccionadas para el Premio Reina Sofía. El mejor bailaor sin castañuelas.

Con Raúl y Angel, tres abuelos a la sombra.

Mi Cervantes teme al dragón de Ismael Mesa, un número 1 de la talla.

Con Sandra Krysiak, Adelaida Gordillo y Miguel Aranguren. Miguel es escultor, pintor, escritor y casi torero.

En el Epílogo de mi ultimo libro La prensa libre no fue un regalo») no pude evitar presumir un poco de mi nueva afición artística. Aunque me siento un becario entre tan buenos tallistas me tratan como si fuera uno de ellos. Copio y pego aquí los tres párrafos dedicados a la talla en mi libro:

«En las clases de talla en madera, progreso adecuadamente. Nunca me creí capaz de crear esculturas con un pedazo de madera. Darle vida a un tronco. Quitar lo que sobra para que emerja la imagen que hay escondida dentro de un cacho de madera o de piedra. El mazo, la gubia y el formón son medicinales. Y la convivencia con mis compañeros de taller, cada uno ideológicamente de su padre y de su madre, me ha sorprendido muy agradablemente. Comparto las clases de la maestra Sandra Krysiak con personas de muy distintas edades y convicciones. Me llevo bien con ellos. Nos reímos. Sin la talla nunca los hubiera conocido, y me habría perdido una parte importante de la humanidad que ellos encierran.

El periodismo me hizo vivir en un gremio con información privilegiada, en el buen sentido de la palabra, y no fiarme de todas las fuentes de información que, interesadamente, pretendían colarme su versión de los hechos. Como vemos diariamente, muchas noticias no son tales, sino bulos alimentados por charcos putrefactos y no por fuentes limpias y contrastables. Por eso, pasé media vida profesional en posición de alerta. En ocasiones, esta desconfianza, casi crónica, resultaba agotadora.

En cambio, hablar con mis compañeros de talla y, sobre todo, escucharlos, con naturalidad, en confianza, es mi terapia actual. Tenemos momentos de tensión y concentración máxima, con los ojos fijos en la punta afilada de la gubia cuando atacamos un nudo o una veta traicionera del duramen o de la albura del tronco. La madera te habla. El nudo te grita. Cuando pasa el peligro de astillar la madera por donde no queremos, oímos suspiros de alivio y aplausos de la maestra. Respiramos.»

Tres párrafos sobre la talla en mi Epílogo.

Con Lurdes, Sandra, Rafa, Sergio y Pablo, con nota alta. Toño, al fondo, chupando cámara.

Con Pablo Redondo (Odnoder), Adelaida y la dedicatoria de mi troll para mi nieto Leo. Odnoder es un compañero que ya vuela solo por las alturas de la fama.

Una tarde espléndida con grandes obras de arte solo superadas por la grandeza de mis compañeros de mucha talla.

 

 

La muralla del emir Jayrán, en mi corazón

 

Artículo publicado hoy por La Voz de Almería (18/10/2021)

La muralla de Jayrán, en mi corazón

José A. Martínez Soler

Periodista

Durante años, soñé con reconstruir mi casa vieja en la Loma de San Cristóbal, 58-62 (antes Cerro de los Yemeníes) con vistas a la muralla de Jayrán. Desde mi azotea, escuchaba el alma de la ciudad que me vio nacer y escrutaba sus límites: el puerto, la bahía, Cabo de Gata, Alhamilla. ¡Qué mirador tan hermoso! Cuando la luna se convertía en una fina tajada de melón, por encima de los torreones, cerraba los ojos y escuchaba Scherezade y las mil y una noches. En mi infancia y adolescencia, me despertaba con la silueta de esa muralla bajo medieval, que veía desde mi ventana en la calle Juan del Olmo, 80, entre el Hoyo de los Coheteros y el Quemadero.

Vista de la Muralla de Jayrán desde mi dormitorio en Calle Juan del Olmo, 80, Amería.

Mi barrio estaba marcado en lo alto por la huella de Jayrán, el primer rey de la taifa independiente de Almería en el siglo XI, promotor también de los aljibes, una obra de ingeniería hidráulica que ya la quisieran entonces para Granada. Un profe de Historia de La Salle nos decía que “Alcazaba tiene Almería cuando Granada era solo alquería”. De niño, subíamos a los torreones (tres cuadrados árabes y cuatro redondos cristianos) y peleábamos a pedradas con los de la Fuentecica. Me gustaba el Cerro. Me subyugaba la muralla.

De mayor, cuando gané la plaza de profesor titular en la Universidad de Almería, quise jubilarme definitivamente en mi tierra. Mi esposa bostoniana (anawestley.com) lo aceptó. Le pregunté en qué parte de Almería querría vivir conmigo. Desde la Puerta Purchena, señaló un lienzo y medio torreón que se divisaba malamente en el Cerro de San Cristóbal. Sin dudarlo, compramos en esa loma unas casillas viejas, medio en ruinas, para demolerlas y reconstruir en su solar la casa de nuestros sueños. Conocimos a los vecinos, payos y gitanos, (Paco, Amable, Flora…). Nos invitaron a cenar y llevamos a su casa una botella de rioja. Una cosa me sorprendió agradablemente: nadie en el barrio tenía sacacorchos. La iglesia evangélica, que habían sustituido por allí, y con razón, a la iglesia católica, estaba acabando con el alcoholismo y la drogadicción del Cerro de San Cristóbal. El Ayuntamiento, en cambio, nunca pudo acabar con la basura y el mal olor.

Pablo Casals me dijo, en su exilio de Vermont, que “si mueres en la tierra donde naciste, llegas antes al Cielo”. El mayor violoncelista de la historia no pudo morir en su Cataluña natal porque el dictador Franco le sobrevivió por unos pocos años. En cambio, aunque ya no creía en ningún paraíso religioso, yo sí estaba dispuesto a pasar mis últimos años con mi familia en Almería. Precisamente, junto a la muralla de Jayrán, tan abandonada y despreciada por los almerienses de toda clase y condición.

Solemos decir, con resignación fatalista, que en mi tierra somos “mu dejaos” y pusilánimes a la hora de salvar las huellas de nuestra historia, de defender lo nuestro con orgullo. Así es. Y me avergüenza reconocerlo. El estado ruinoso de la muralla del siglo XI, una de las joyas de Al Ándalus, y el cerro de San Cristóbal, donde los templarios construyeron su castillo en 1147, inspirándose en los torreones de Ávila y Jerusalén, son buena prueba de ello.

Dibujo de Arranz

Aquel castillo del Temple ha desaparecido. También desaparecerán, si no lo remediamos a tiempo, los lienzos y torreones que milagrosamente aún siguen en pie y en estado ruinoso por la desidia de nuestros gobernantes (tanto del PSOE como del PP) y – ¿por qué no decirlo? – por la escasa exigencia política y nulo compromiso social de los almerienses con nuestros orígenes, con nuestros barrios más pobres y con la huella de nuestros antepasados. No quiero hurgar en nuestras heridas racistas históricas, siempre a flor de piel, entre payos y gitanos, pero el divorcio social entre el Cerro extramuros y el resto de la ciudad es clamoroso y es una de las causas del abandono suicida de la muralla de Jayrán. Deberíamos superar ese divorcio y no solo con planes urbanísticos que nunca se llevan a cabo.

Hace unos años, un trágico accidente de tráfico acabó con la vida de mi hermana, mi cuñado y mi sobrina y me dejó, de golpe, sin familia. No encontré consuelo para esa herida.

Mi hermana Isabel, mi cuñado Antonio y mi sobrina Cristina, muertos en un trágico accidente de tráfico en Huércal Overa, Almería..

Renuncié a mi plaza de profesor titular de la UAL y al sueño de jubilarme en mi casa del Cerro. Capítulo tristemente cerrado. Emigré de nuevo a Madrid, puse el solar a la venta y desde entonces, no sin dolor, apenas visito la ciudad donde nací y crecí.

Tiene razón Rilke cuando dice que “la infancia es la patria del hombre”.  He recorrido medio mundo, pero mis raíces siguen profundamente arraigadas en Almería, donde está mi verdadera patria infantil y juvenil y donde nací, no solo a la vida sino también al primer amor, en la calle Luchana que nos lleva precisamente hasta el Cerro de San Cristóbal.

Agradezco a Eduardo D. Vicente sus artículos en La Voz clamando, desgraciadamente en el desierto, por la recuperación del Cerro y la rehabilitación de los lienzos y torreones de mi infancia. También, a Joaquín Socias por su libro sobre el Temple en Almería en 1147. Guardo con cariño todas las referencias escritas sobre el Cerro. Cuando me jubilé como director general del diario 20 minutos, me inicié en la talla de madera. Tenía una deuda con Jayrán.

Estatua del emir Jayrán, al pie de la Alcazaba de Amería.

Por eso, tallé su relieve en madera de cedro y lo cedí a mis amigos del Hotel Catedral, donde se expone, por haber recuperado uno de los aljibes del primer emir de Almería.

Con Nicolás Franco, sobrino del dictador, visitando el aljibe de Jayrán… y mi talla en madera de cedro.

Como adolescente y ferviente católico, un año acompañé a mi tía Dolores a un Vía Crucis hasta la estatua del Santo, antes del amanecer. Me causó una profunda impresión. Inolvidable ver, sentir, casi palpar la aurora, “la de los rosáceos dedos”, que brotaba por detrás del Cabo de Gata, cuando subíamos con el Cristo de la Pobreza (¡qué Cristo tan oportuno para ese barrio!) hasta el pie de la muralla.

Mirador desde la estatua del Santo, junto a la muralla de Jayrán.

¡Qué mirador tan envidiable nos estamos perdiendo los almerienses! En justicia, creo que no nos merecemos tanta belleza en medio de ese basurero social y político. ¡Qué lastimica!

La muralla de Jayrán, una joya de Al Ándalus, vertedero de basura.