José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Lo que nos hace ser europeos

En Bruselas, en el corazón de la Europa política, un parque temático ofrece desde hace tiempo en 350 maquetas, desde el Vesuvio hasta una plaza de toros, desde el Big Ben hasta la Acrópolis, un lego de nosotros mismos: una mini-europa de monumentos jibarizados que pretende trasladarnos el aroma de Europa.

Entre las callejuelas monumentales, haciendo cuentas, se cuela lo que, según los que miden, nos hace ser europeos: un banco, que nos controla la hipoteca;una sentencia, que trajina con deportistas; un estilo de estudiar sin fronteras; una manera de volar y una manera de vender y comprar; una moneda dos dos caras, por los menos; una policía con 27 uniformes; unos millones a fondo invertido; unos cultivos medidos, tasados y un pasaporte del mismo color para unos contornos que se transparentan.

O sea, los grandes asuntos; fútbol, comida, turismo, seguridad y euros, la materia de la que Europa está hecha, lo que se puede medir. ¿Dónde quedan, yo que sé, Kundera, Pessoa, Duras, Paddy Malone, Felllini, Dulce Pontes, Lars Von Triers, Bacon, Moebius, Esa-Pekka Salonen, Elsa Morante, Frears, Belle & Sebastian, Besson, Kieslowski, Amélie Nothomb, Fatih Akin, Carla Bruni, Magris, Paolo Conte, Agnès Jaoui, Arvanitaki, los Monty Phyton, yo que sé? ¿Cómo se mide lo suyo, su aroma?

Rebotes

Para empezar, en casa tampoco somos neutrales. Pero en la escaramuza entre prisa y pp todo empieza por una duda, una percepción del futuro sobre el negocio. ¿Y quién gana más con el rebote?

Hay mucho más país que el que tienen en la cabeza y otros mundos además de su mundo hipertenso y amarillo.Los miedos de uno, me temo, son el espejo de la certeza de los otros. La revancha frente a la imposibilidad y a la decisión de ser de verdad de derechas, moderno y laico. Tal vez porque ese sitio ya esté ocupado.

Para eso habría que leer las otras páginas. Pero da la sensación de que ellos sólo se escuchan a sí mismos; a este paso se acabaran autoconsumiendo. O no tardarán demasiado en pedir árnica. Espero.

Me voy a la calle. Parece que hoy sí que es verdad la primavera.

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Mastretta a la vista

Es tiempo de pactos. Ja, se reirán muchos. Hablo de pactos con uno mismo. De hacer lo que a uno le sale, le place y le complace. De citas clandestinas con la memoria, de aceptaciones y realces. Y hablo de música, en este caso. Si a uno le gusta, pongo por caso, la sabia elegancia de Ellington, la melancolía arisca de Piazzola, la intensidad sin concesiones de Aníbal Troilo, el tintineo popular y verosímil de Nino Rota y y el ácido de Kurt Weill, la apuesta desnuda de Edith Piaf, el clarinete inquieto de Sidney Bechet, la energía inabarcable de Louis Amstrong y la íntima de Fela Kuti, la irreverencia de Cuchi Leguizamon, la seda de Joao Gilberto y Tom Zé, el desparpajao bailonguero de Renato Carosone, las ilustraciones cínicas de Randy Newman, la gravedad noctábula de Tom Waits y la tolerancia de Lexter Bowie , la armonía de melodrama según Agustin Lara o Bola de Nieve, la infidelidad popular de Bela Bartok, el callejeo de Charles Trenet, la sorpresa en cada nota de Thelonius Monk y el apasionamiento desbocado de Tchaikovsky, si te gustan todos juntos y a la vez, y todos te han influido, puede que el pacto sea complicado pero, desde luego, nunca para resultar indiferente. Y también que el resultado de esa herencia arrope una banda sonora como para irse de viaje sin saber exactamente donde le esperan, si es que te esperan, bailar muy tarde en la noche, escuchar historias con posos marinos, confesarse, mirar como se apaga la última bombilla de la fiesta con la calle barrida por las primeras horas del día verdadero, recordar sabores de infancia, de cualquier infancia, deseos nuevos. Lo que me gusta de la música de Nacho Mastreta es que siempre vence a la rutina, que torea a la inercia, que se expone, que se preocupa mucho más de hacer que de vender. Dónde hay que firmar. Y que sabe pactar con su memoria, con su (buen) gusto, ahora con un estilo de traje y sonrisa larga. Le había oído de refilón en las películas, a la vuelta de una esquina en una radio -nunca hay que dejar de escuchar la radio- de pan en los bocadillos mentales de Ajo, su micropoeta de guardia, en discos cazados en casas de amigos, en un dvd de aniversario. Ahora tiene una banda de diez músicos, diez arreglos, una receta de alta gama que se inventa cada vez que se cocina en un escenario. La otra noche, apoyado en la barra de un bar, pactando conmigo mismo, me la zampé. Y pienso repetir.

Somos mafiosos

Pocas veces un concepto ha valido para explicar tantas cosas.

El principio mafia exige absoluta solidaridad y devoción e incluso disposición al sacrificio por el propio grupo, combinada con un total desprecio y falta de consideración hacia los otros grupos. El principio mafia, aplicado a la raza, conduce al racismo; aplicado a la nación, conduce al nacionalismo; aplicado a la especie, al especieísmo. El antropocentrismo moral es el especieísmo de la especie humana, que combina los nobles sentimientos hacia nuestros congéneres con una abyecta falta de respeto y consideración moral hacia las otras criaturas.

Me gustaría estar hoy en Barcelona donde se empeñan en pensar sobre el presente y las transformaciones científicas, tecnológicas, artísticas, sociales y espirituales de ahora mismo para aprender con los cinco sentidos humanos de Jesús Mosterín y Peter Singer hablando de bioética, moral y comportamiento.
La absoluta solidaridad con el grupo, la devoción y la disposición al sacrificio por los propios y el desprecio por los otros, lo he visto aplicado en empresas, equipos de fútbol, fans musicales, editoriales, productoras de cine y de televisión, periódicos, comunidades de vecinos, parroquias, pandillas adolescentes y, claro, la familia. Como poco.

Si nos descuidamos, todos somos mafiosos. Acabados los grandes sistemas de pensamiento, al parecer quedan conceptos que todavía pueden explicarnos de manera universal.

¿Contra la mafia?: terapia para aceptar al otro y un poco de ácido sobre uno mismo. En Vanity Fair, David Chase, creador de Los Soprano, (se anuncian los episodios finales) da lecciones sobre silencio, tiempo y ritmo para contar mejor a las familias que rezan unidas y perderle el miedo a esos relatos. Y Annie Leibovitz retrata diez temporadas de un drama televisivo que acabará en los museos y que maneja, al parecer, el concepto clave para explicar la humanidad.



Un jefe desobediente

Cumple cincuenta años y decide hacer lo que de la gana. Como siempre. Ponerse a prueba. Y saltarse los límites. Como siempre. Me gusta que Lars Von Triers sea el primero que rompa sus propias reglas en sus películas. Que se ría de sus propias apuestas. Y me gustan las reglas, las dificultades, los límites: tiene razón, la cuestión no son los obstáculos, las condiciones, sean cinco o cincuenta, sino lo que haces para superarlas, y cuantas más dificultades tengan los personajes y las acciones, más cosecha: ahí está el relato, la cara oculta de la luna. Como en El jefe de todo esto.

Ahora se ha inventado un programa de ordenador que le elige los planos de las películas con un algoritmo, con una suerte de casualidad. Decidido el punto de vista más adecuado técnicamente, el ordenador aplicado a la cámara propone arbitrariamente otros parecidos, en todo caso distintos. Se trata de que la representación que se está desarrollando delante de la cámara y, por lo tanto delante del espectador, sea de algún modo imprevisible. Y viva. Se trata de que el jefe, el que decide la puesta en escena, sea un juguete. Resultado: algunas tomaduras de pelo con la continuidad, algunos planos por debajo de la nariz de los actores, algún quicio de puerta y, en general, imágenes con palpitaciones improbables y aparentemente documentales, falsamente frescas, veraces; y mucha, mucha inteligencia para contar una historia cínica y en absoluto inocente ni de juguete.

Aquí, lo importante es la comedia y como construirla y darle una vuelta, y luego otra y otra más y una final con monólogo incluido. Y en esta comedia adulta lo importante son las palabras y la mentira: una catarata de diálogos inteligentes y mordaces que hubieran podido filmar Preston Sturges o Howard Hawks. Pero, ¿cómo montar una comedia de palabras como las de entonces. ahora, después de cien mil y una comedias? El artilugio aleatorio es un pretexto para poner en cuestión precisamente la última palabra, y con él Lars Von Triers se ríe del poder y la sumisión laboral, habla de la falsedad y la comedia y de los personajes reales o inventados y de cómo darles vida, y de paso, se mofa de los actores, del teatro, del cine bien entendido, de las reglas de interpretación y de de sus propios mecanismos de puesta en escena: los únicos momentos en los que en El jefe de todo esto no se está sometido al Automavisión, son sus propias intervenciones. Hechas además, desde fuera del relato para reordenar el invento y hablar directamente con los espectadores sobre este juego en la que un grupo de oficinistas acepta la existencia de un jefe atroz e inalcanzable, un malo interpretado por un actor contratado para fingirlo, sólo para no preguntarse, realmente, por qué hacen las cosas, por qué siguen obedeciendo. Y a quién.

Al final, un último e inefable monólogo de El deshollinador de la ciudad sin chimeneas, lo aclara todo y deja sin palabras.

Excepcionales ciudades femeninas

Hay planos, maquetas y estadísticas, pero de lo que se trata es de plantarse delante de 60 pantallas, como lápidas, como espejos, mirar y escuchar. El asunto es la ciudad y cómo se habita. Atascazos, obras, averías, tiempo pegado a todo y cualquier cosa, prisas. No. Esta vez hablamos de excepciones. Excepciones femeninas, humanas. O sea, Nosotras, las ciudades, la propuesta que la arquitectura española, de la mano del gobierno llevó a la Bienal de Venecia del último año. En cada una de las pantallas, una mujer, una persona del sexo femenino, vamos, sea arquitecta, taxista, diseñadora urbana, limpiadora, carnicera, periodista, teórica del espacio habitable u okupa consentida, «nos miran a la cara y nos cuentan como intervienen en nuestra sociedad, voces que representan a los protagonistas de la ciudad, a los que la viven y la construyen, gestionan o diseñan, los que la mantienen y generan».

Bueno, de acuerdo. Perspectiva de género, vamos. En el mismo territorio de Zaha Hadid, claro, la mujer arquitecta por excelencia, valedora de la nueva ciudad abierta. E, insisto, si hablamos de espacio, de cómo se construye y de lo que se construye, excepciones, magníficas: Blanca Lléo, Sara Giles, Izaskun Chinchilla, Sara Giles. Mirando lo que se puede hacer, lo que han hecho (por cierto en algunas casos junto a colegas masculinos) como sus intervenciones en plazas, mercados, barriadas, buscan espacios donde los ciudadanos (sin perspectiva de género, espero) puedan conocer, cruzarse y a ver qué pasa, aterra más compararlo con lo que real y mayoritariamente existe. La pista que da la exposición no es lo que muestra sino precisamente lo que deja fuera, el mundo de poceros, colonizadores sangrantes de la costa, talas de bosques, concejales indignos, promotores insaciables, acciones desbocadas, leyes excepcionales para edificar más y, al parecer, y, en consecuencia, hacer el mundo menos femenino. Todo eso que, feo, vulgar, repetido y origen de negocios vastos y burdos -la lista de los más ricos-, merecería una enorme exposición de la vergüenza: lo normal también merece ser exhibido.

Caras y caras

Mira aquí, mira, mantén la pose, mira a cámara. La atronadora colección de fotos de la Lubianka, un archivo estremecedor de ejecutados, con esa obsesión de colección de fetiches que tienen los crueles, los implacables, y que ayer publicaba EPS, hace encajar a la perfección la definición de fotomatón. Retratos antes de la muerte, fotografías mínimas, en su inexorable burocracia, lo que el objetivo, el obturador, el disparador puede hacer con un rostro.

Pues, rastreando, y para reforzar el envío que me hace una amiga sobre la situación de los detenidos palestinos en Israel (enlace), encuentro en un rincón un impactante trabajo callejero de fotografìa: un proyecto para colocar en las paredes, en los muros más comprometidos enormes retratos de judíos y palestinos de oficios idénticos, ejecutando el mismo gesto, exacta actitud, una mueca parecida. Cara a Cara, arte callejero, radical, inteligente, lo que se puede hacer con la fotografía y que, dándole la vuelta, recuerda al Shakespeare de El mercader de Venecia, que, dándole otra vuelta, vale para cualquier parte del mundo: «Nos nutrimos con la misma comida, nos herimos con las mismas armas, estamos sujetos a las mismas enfermedades, nos preocupan las mismas cosas, nos entibian y enfrían el mismo invierno y el mismo verano y nos matan los mismos venenos (…) Si nos pinchan, ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿no reímos? Si nos envenenan, ¿no morimos? � Si nos tratan mal, ¿no nos vengaremos�» Cualquier parte del mundo y de la historia.

Trece Reyes

Mientras escribíamos Los años Bárbaros, la película que recreaba la fuga en 1948 de Manuel Lamana y Ncolás Sánchez Albornoz de los trabajos forzosos de Cuelgamuros, colocamos un episodio protagonizado por el cantante Jorge Negrete. El ídolo mejicano había llegado a España con o un enorme recibimiento popular, la única manifestación publica permitida por un régimen en el que si tenía ideas libres la única diferencia entre estar en la cárcel y estar libre era que, en este último caso, te podían detener. Los dos fugados conseguían camuflarse en aquella explosión popular de seguidores de Negrete y evitaban a los falangistas que les perseguían. La visita del cantante encajaba en los intentos de la dictadura de abrirse al mundo, y en particular a Méjico, refugio principal de los intelectuales y de los políticos democráticos exiliados desde la rebelión militar y la guerra y enemigo frontal del poder franquista. De esa apertura se encargaba, entre otro, Ernesto Giménez Caballero, notable fascista de trinchera, intelectual raro y amplio, y que de viaje en Méjico para un congreso de cine latinoamericano, dejó para la historia una de esas definiciones con eco y retórica: los mejicanos son los últimos españoles verdaderos que quedan en el mundo.

De todo eso me acordaba, gracias además a Marina D., amiga nueva, mientras escuchaba hablar de un mejicano especial que abrazó aquellos españoles a los que había perseguido Giménez Caballero. De Alfonso Reyes, el enorme mejicano, el Instituto Cervantes ha preparado una exposición para perderse en el mundo del hombre que habitaba la región mas transparente. Del hombre paralelo a Borges, que apadrinó a Octavio Paz o a Juan Rulfo, que exiliado en Madrid se sintió como en casa con la cultura española de la Repúblca, la edad de plata y otras joyas, y que luego en Méjico intentó siempre que el exilio español se sintiera como en la suya, es decir en la Casa de España. Más Aub, exiliado en Méjico, reconocía, al menos, trece variaciones en el mismo ejemplar único: humanista, ensayista, preceptista, prosista, cuentista, narrador, traductor, profesor, dramador, memorialista, periodista, poeta, inventor. De todos y de cada uno s hay una entrada, una pista, una posibilidad en las paredes de la exposiciòn y en el catálogo en El sendero entre la vida y la ficción que le llevó al final a la casa que se hizo construir para que pudiera albergar su enorme biblioteca, aquella en la que se podían contar los libros con los dedos de cien, de mil, de diez mil manos.

Curioso, por cierto, que en el prólogo, el director del Instituto Cervantes, Cesar Antonio Molina, no incluya una cita del propio Reyes que, sin embargo, sí aparece en un artículo de prensa en el que con el mismo material presenta la exposición.

Y no se ha dicho, a todo esto, lo único que había que decir: que América es muy distinta de España, pero que es, en la tierra, lo que más se parece a España; que donde todos hablan ya en francés o en inglés, sólo nosotros nos hemos quedado hablando español; que ambos, los de allá y los de acá, tenemos muy poca paciencia, y que nos está muy bien un océano de por medio; que la fraternidad es cosa natural, y que hasta puede llegar a ser muy molesta, pero que es inevitable siempre, por lo cual mejor es tratarse y conocerse que no hacerse amagos desde lejos; que la verdadera fraternidad excluye las continuas protestas de mutuo amor, y que así como podemos decir que América no era independiente mientras sentía la necesidad de acusar a España, podemos afirmar que América no será la verdadera hermana de España mientras una u otra se crean obligadas a jurarse fraternidad; que también conviene el pudor en las cosas internacionales, y que aquí como en Góngora, ‘Manda Amor, en su fatiga, / Que se sienta y no se diga’, que se obre más y se hable menos, dejando las buenas palabras para artesonado del Infierno»

(La cita, espléndida, de un artículo firmado en 1919, vale para lo que dice, pero con esa carga contra el exceso de lo dicho también, por qué no, podría aplicarse a este lado del mar, a los tiempos políticos que padecemos con ese tan inequívocamente sospechoso y retórico empacho de España -y sus rupturas, desgarros, terroríficos acabamientos- y de banderas, de todas las banderas, que padecemos.)

Éxitos al margen

¿De qué está hecho el éxito? ¿Como se mide? ¿Dónde se busca? ¿Tiene todo que tener una vocación industrial de mayoría? Interesante ejemplo el de Honor de Cavallería ( así, con uve y en catalán) una película mínima de presupuesto pero de enorme riesgo narrativo, de necesaria complicidad, escrita y dirigida por Albert Sera, producida y distribuida por empresas pequeñas y diferentes. Rodada en menos de un mes y, con un equipo menos que reducido y con Lluis Carbó y Lluis Serra, dos actores aficionados como protagonistas, Honor es una peculiar adaptación del Quijote hecha contra la industria y contra el cine masivo, previsible y caro. Hay largos silencios, huecos salidas de luna y de tono mientras Alonso y Sancho, un iluminado y un gañan, esperan a que les ocurra la aventura, a que la novela que les escribieron les de sentido. Honor de cavallería ocurre en los márgenes del Quijote, fuera de la letra impresa, pero es el mismo espíritu, la misma poesía del relato de Cervantes el que está presente. Se ha pasado por Festivales internacionales pero aquí se estrenó hace nueve meses de manera clandestina negada por la miopía avariciosa de exhibidores y distribuidores toscos. y ninguna de las instituciones oficialmente premiadoras se ha detenido en su capacidad de apuesta, en su inteligente rareza, en su provocador sentido de la aventura cinematográfica. Pues bien, en Francia se acaba de estrenar, ayer, en 60 salas, sesenta pantallas para que encuentre su publico. Angel Quintana, un profesor universitario y escritor cinematográfico, empeñado en defender la nueva ficción y los experimentos, hace (en Culturas/La Vanguardia) una perturbadora comparación y marca una direcciòn: El caballero Don Quijote, la adaptación millonario que Manuel Gutiérrez Aragón filmó en 2002, bendecida por la industria oficial y sus formatos financieros, no pasó comercialmente al otro lado de los Pirineos, multiplicada por cero; la pequeña y extraña Honor de Cavallería ha elevado exponencialmente su impacto internacional desde los márgenes.

El marco de la historia

¿Se puede contemplar un cuadro y entenderlo sin el marco? ¿O puede llamar más la atención el entorno que aquello que encuadra? En este caso: hay que pactar una cita previa, llegar hasta un no-lugar más allá de la periferia de la ciudad y a una ojeada escasa de la sierra, cruzar un par de controles, identificarse, esperar, subirse a una furgoneta, bordear un campo de golf, admirar un par de hileras de olivos milenarios y llegar al corazón de la historia, es decir, a la sala de exposiciones de la Ciudad Financiera del Banco de Santander, un hueco en la explanada donde afilan sus talentos más de 6.500 personas para ganar dinero y más de 1.500 para que a esos nada les falte. Entonces, cruzar el pórtico que encuadra cuatro lienzos de Gutiérrez Solana, pasmarse ante los murales de Sert para el Waldorf Astoria y alcanzar por fin la propuestas de once nombres consagrados del arte contemporáneo para pensar Sobre la Historia.

Hace falta, pues, darse tiempo frente a las once propuestas que intentan mantener la ambición desmesurada de los organizadores de reflexionar sobre la construcción del pasado, acotarlo; aunque luego y en todo caso, todo se reduzca a una aproximación apabullante –otra más— desde el video y la fotografìa a la historia del arte, o una ilustración sobre como se cuenta el tiempo, como se representa: destellos, atolladeros y metáforas sobre cómo nos atrapa, cómo nos somete, nos define, nos transforma, nos espera, nos destruye. Cuatro brillos particulares para mí: la liebre que se pudre y revive de Sam Taylor Wood, la mesa de huesos y mariposas muertas de Gary Hill, la cita de Bill Viola con el Renacimiento y su autobiografía con agua, alguna de las cajas de luz de Jeff Wall.

No hay en la propuesta, sin embargo, acontecimientos, referencias a la historia entendida como hechos, lo que tuvo lugar, lo que pasa y lo que nos pasa, y la voluntad de que así ocurra, excepto quizás el mismo transparente e irónico de la recopilación en ese espacio de poder y de dinero donde se construye y se financia la historia. Al lado, una decena de paneles recogen ordenados, enmarcados, todos los billetes y sus modelos que a lo largo de un siglo de historia ha criado el banco.

Y si de poder hablamos, uno de los artistas, Craigie Horsfield, otro relámpago cargado de energía, un fotógrafo que ha encontrado caras barrocas entre los habitantes de la ciudad (también lo hizo en Barcelona), ha confesado su estupor al tener la sensación de estar exponiendo en el Pentágono, ese marco de cinco lados.