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"Lo que tenemos que hacer es montar un bar. Y si no funciona, lo abrimos". Viejo adagio periodístico

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El día que pensé que mi hijo había muerto sin todavía haberle visto la cara

El parto es un momento único: si estás en la media de la tasa de natalidad española, solo vas a tener un hijo, a lo sumo dos.

La mayoría de futuras madres leen mucho sobre el embarazo y las circunstancias posteriores al parto, pero no tantas se informan al detalle de cómo será el momento del alumbramiento, y la información que reciben por vías tradicionales (libros clásicos, consultas médicas…) es somera y superficial: poco más allá de las distintas posibilidades (parto vaginal, cesárea…), el trabajo de la parturienta (dilatación, respiraciones, pujos…), eventuales complicaciones, epidural sí/no/cuándo, etc.

Es un asunto que todas las partes suelen dar por zanjado con cuatro pinceladas, y las futuras madres, absortas a veces por la emoción de tener al bebé ya en sus brazos o por puro desconocimiento, pasan de puntillas por los procedimientos del parto, posiblemente también por temor al dolor y al esfuerzo físico de ese momento (recuerden aquello de «que sea una horita corta»).

Pero el alumbramiento es algo que ninguna de ellas olvidará en lo que le quede de vida. Y aunque solo sea por eso, todas deberíamos informarnos exhaustivamente de lo que nos espera, y de lo que podemos esperar y exigir de nosotras mismas y de quienes nos van a acompañar y asistir en ese momento. Porque como pacientes y como parturientas también tenemos derechos, y solo en nuestra mano está demandar que sean respetados. De cómo se desarrolle tu parto puede depender en una u otra medida la relación que establezcas con tu bebé, tu autoestima, tu salud física y psicológica… Y solo estando informada podrás elegir el parto que tú consideres más apropiado para ti y para tu hijo. Al fin y al cabo, es TU cuerpo, TU parto y se trata de TU hijo, no del de la matrona, el ginecólogo, el celador o el anestesista.

A mi primer parto llegué desinformada. Fue una inducción. Estuve casi 14 horas tumbada en una cama sin que me permitieran moverme. Progesterona, tactos vaginales… La ginecóloga entraba en la habitación, dejaba la puerta abierta de par en par y me metía la mano hasta la garganta sin casi mediar palabra y a la vista de cualquiera que quisiera otear el horizonte. Luego llegaron la oxitocina, los monitores, la epidural… Sin alternativa posible, porque no había opción a réplica. «Son lentejas», me dijo en una ocasión.

Sala de dilatación de un hospital de Madrid (foto cedida por Madre Reciente).

Sala de dilatación de un hospital de Madrid (foto cedida por Madre Reciente).

De pronto los monitores indicaron que algo no iba bien y me informaron de que se me iba a practicar una cesárea. En pocos minutos estaba tumbada en una sala de operaciones. Pregunté si la cesárea me la harían con la epidural y me respondieron que sí. Lo siguiente que recuerdo es despertar en una sala en la que no había nadie. Y cuando digo nadie, es nadie: ni médicos, ni enfermeras, ni familiares… ni mi bebé.

Intentando rastrear algo de lucidez entre los efectos de la anestesia general, alcancé a imaginar que posiblemente a mi hijo le había ocurrido algo durante el parto y que tal vez lo habían tenido que meter en la incubadora. Pero luego pensé que debía de haber sido algo muy grave para que me pusieran anestesia general sin avisarme, y buscando la razón de que no estuviera junto a mí, llegué a la conclusión de que había muerto. Una eternidad después (así lo recuerdo yo, aunque seguramente fueron solo unos minutos) oí unos pasos lejanos y decidí gritar para que alguien viniera. Le pregunté a la enfermera por mi hijo: me respondió que no sabía nada. Su aparente desconocimiento acrecentó mis temores de que el bebé había muerto. «No me lo quieren decir», pensé.

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Mi bebé no murió. Hoy es un preadolescente sanote, encantador, buen niño, generoso, charlatán, simpático y, como todos, a ratos insoportable. Su existencia matiza algunos recuerdos, los mejora, pero no los borra. Nunca olvidaré aquel día. Fue el más traumático de mi vida. Entonces no fui plenamente consciente ni de lo que estaba ocurriendo ni de las consecuencias que podría acarrear. Ese parto me costó casi un año de depresión, que llegó cuando mi hijo tenía ya dos años. Y mucho tiempo de reflexiones internas, de sentimientos de culpa, de asimilaciones y asunciones, de manejo del dolor y de las emociones.

Cinco años después nació mi segundo hijo. Fue también una cesárea, pero yo llevé las riendas desde el momento en que me quedé embarazada. Pacté con mi ginecólogo, mantuvimos largas conversaciones sobre mis expectativas y lo factible buscando siempre un equilibrio, hicimos un plan de parto, y llegado el momento, él me ayudó en mis tomas de decisiones, explicándome cada paso, cada movimiento, ayudándome a sopesar riesgos y a eliminar miedos.

La diferencia entre uno y otro parto la marcó la información. Lo leí todo. Busqué casos de madres que hubieran pasado por situaciones similares a la mía. Busqué opiniones de ginecólogos y matronas. Y así pude elaborar una aproximación a lo que yo esperaba de mi parto y a cómo quería que este se produjera. No fue todo maravilloso, pero me sentí respetada  y partícipe.

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Hoy, la asociación El Parto es Nuestro denuncia en un informe que el 96% de las maniobras de Kristeller se hacen sin el consentimiento de la madre. El 39% dice que pidió al personal que parara. De las 133 mujeres que lo solicitaron, solo 14 fueron escuchadas. Esta práctica provoca secuelas en el 26% de los bebés. Sobran más comentarios.

«Papá, ¿ese señor es un ladrón?»

Ocurrió esta semana en una peluquería de Madrid perteneciente a una cadena. Un señor que habla por teléfono dentro del establecimiento empieza a levantar la voz. El hombre se hace entender perfectamente pese al ruido de los secadores y el hilo musical. Exige a su interlocutor que le pague lo pactado; acepta el despido, pero pide el dinero que según él se le debe en concepto de comisión por cada corte de pelo. Es un exempleado de la peluquería.

Las peluqueras, que están atendiendo a los clientes, empiezan también a elevar la voz y le piden, avergonzadas y nerviosas, que se marche, alegando que el encargado no está. El hombre exige hablar con este por teléfono. A gritos, pero el tono no es amenazador y él no parece violento. Pide que le paguen lo acordado. La que lleva la voz cantante le dice que si no se va, llamará a la Policía.

Él empieza a hablar de nuevo por teléfono, a voces, y sale a la calle, momento que aprovecha una de las peluqueras para cerrar la puerta con pestillo y telefonear supuestamente al encargado; le explica la situación y este da la instrucción de pagar al hombre, que a la sazón está entrando de nuevo en la peluquería (el pestillo no estaba bien echado).

Al instante, la peluquera que hablaba por teléfono abre la caja, saca un dinero, lo mete en un sobre y se lo da. El hombre se marcha. Y las peluqueras vuelven a su trabajo pidiendo mil disculpas a los clientes, que las aceptan con cara de circunstancias mientras comentan lo ocurrido y se lamentan por la situación tan embarazosa que acaban de contemplar.

El mal rato ha pasado, y todo queda en una anécdota provocada aparentemente por un desequilibrado, alguien despechado a causa de un despido cuyas circunstancias obviamente desconocemos.

Pero, ¿y si el hombre no es un desequilibrado? ¿Y si es cierto que pactó un dinero que finalmente no se le pagó? ¿No se enfadaría usted si le ocurriera algo similar? ¿No exigiría que le pagasen lo que es suyo? ¿No gritaría?

A juzgar por las miradas y los comentarios, ninguno de los presentes se plantea esta hipótesis. De hecho, a nadie parece llamarle la atención que la peluquera finalmente, y dadas las circunstancias, no haya telefoneado a la Policía, ni siquiera después de haberle entregado el sobre. ¿No habría sido esto lo lógico en el caso de que el tipo se estuviera llevando algo que no le correspondía? ¿O es que en esa peluquería pagan en negro y por eso a nadie le resulta chocante?

Un niño ha presenciado la escena entre asustado y sorprendido. Y al llegar a casa, aún confundido, pregunta a su padre: «Papá, ¿ese señor era un ladrón?».

-¿Por qué crees que era un ladrón?

-Porque gritaba mucho, las señoras tenían miedo, querían llamar a la Policía y al final le han dado un sobre con dinero.

Blanco y en botella… para un niño de cinco años.

¿Y para el resto? Ciertamente ha sido una situación incómoda, pero ¿qué les habrá resultado más embarazoso? ¿Que un tipo pida lo que al parecer se le debía? ¿Que lo haga a gritos? ¿Que se le entregue un sobre sin disimulo alguno? ¿Que las peluqueras lo hayan tratado como a un delincuente? ¿Que estas puedan verse en una situación similar mañana? ¿O simplemente la sensación de estar ante un perdedor más, un desahuciado social (con lo perturbador que es eso)?

El niño de cinco años ha aprendido esta semana que no siempre los ladrones son quienes lo aparentan. Ya sabe más que muchos de los adultos que le rodean.