Nadie podía tomar la decisión final a excepción de aquel robot autorizado para llevar a cabo la acción. Todo su cuerpo era de metal. Tenía los ojos vacíos, el pecho lleno de etiquetas, un corazón a cuerda y una mente calculadora. Fue él quien finalmente se encargó del delicado asunto caminando con pasos mecánicos hacia el panel de control. Simplemente hizo falta que colocara uno de los cuatro dedos de chapa sobre la tecla roja para que el mundo entero fuese tomado por sorpresa. Los misiles se repartieron por todo el globo y los hongos de fuego se encargaron de acabar con millones de vidas inocentes. Todos los impactos sucedieron tan inesperadamente, que muy pocos se dieron cuenta de su propia muerte. El robot estaba programado para no sentir culpa ni remordimiento, pero eso no evitó que horas más tarde decidiera autodestruirse con el arma que guardaba en su escritorio.