La mal llamada huelgas de transportistas es una prueba que coloca al gobierno en la parrilla. Más que huelga es un ejercicio de presión con rehenes: los ciudadanos perjudicados. El gobierno podría dejar claro que con presión callejera no habrá negociación. Y la oposición otro tanto. Pero no va a ser: el gobierno hace de avestruz confiando que la tormenta pase (siempre pasa) y para la oposición cualquier desgaste del gobierno le va bien.
Los de la huelga dicen que nos vamos a “enterar”, que si no les dan lo que piden lo vamos a pasar mal todos. Y saben (pueden) cortar carreteras, rajar neumáticos y arman el caos. Amenazan el estreno de EXPO de Zaragoza y luego con las plagas de Egipto. Los activistas advierten: “conseguimos lo que queremos o nos llevan a la cárcel”. ¿Qué tendrá que ver la prisión, el código penal, con el precio de los carburantes?
En los noticiarios se nota entusiasmo con el conflicto, ¡caos!, ¡desabastecimiento!… y sin explicar el fondo del problema ni las reivindicaciones, emiten el parte de guerra de un conflicto muy visual. Una huelga de transportistas es algo que ningún gobierno desea y que los ciudadanos no merecen. El riesgo de incidentes imprevisibles es elevado y la irritación ciudadana puede alcanzar el rojo vivo.
El Gobierno ha optado por la discreción, por llamadas a la calma y ofertas de comprensión: “respeto a las expresiones de reivindicación” ha dicho Zapatero. Es decir la magia del talante, que puede que vaya bien o que quizá no. A los gobiernos las huelgas ruidosas se les atragantan y les sacan de pista; acaban preguntándose ¿Cómo que me pasa algo semejante, con lo bien que lo hago?